José
M. Castillo S.
www.religiondigital.com/031014
En vísperas de la
celebración del Sínodo sobre la Familia, si es que, efectivamente, las
cuestiones más apremiantes, que según parece se van a plantear en el mencionado
Sínodo, serán principalmente de orden moral, es posible -más aún, probable- que
sean de alguna utilidad las siguientes reflexiones.
1. Una cuestión previa,
que podría ser de enorme importancia, es que
la jerarquía de la iglesia católica se pregunte por qué sus enseñanzas se sitúan en ámbitos tan distintos cuando
afrontan problemas relaciones con el dinero o problemas relacionados con el
amor entre los seres humanos.
Es demasiado frecuente
que cuando la jerarquía eclesiástica y la teología católica se refieren a asuntos
cuya temática determinante es el derecho de propiedad, el dinero, el capital,
el lucro y la acumulación de bienes, las enseñanzas teológicas y magisteriales
se suelen quedar en el ámbito de lo especulativo, lo genérico y lo meramente
exhortativo.
En cambio, cuando la jerarquía
y la teología plantean y pretenden resolver los problemas y las situaciones que
afectan a la relación amorosa entre las personas, la respuesta magisterial y
teológica se va derechamente a las decisiones, es decir, no se limita a la
especulación doctrinal, ni siquiera a la exhortación, sino que aterriza pronto
en la decisión, que se traduce en norma, en ley, que prohíbe o impone, incluso
con severos castigos a quienes no se atienen a un presunto “derecho
natural”, que, al presentarse como constitutivo de la misma naturaleza creada y
querida por Dios, no admite discusión y, menos aún, cualquier forma de rechazo.
Este desacuerdo
-incluso esta incoherencia- entre el “magisterio sobre el dinero” y el
“magisterio sobre el amor” es algo que resulta, ante todo, tan patente y, por
otra parte, tan inexplicable, que el efecto de todo esto en la opinión pública,
suele ser el escándalo. Y el consiguiente desprestigio para la Iglesia, que así
pierde credibilidad y autoridad para hablar de dos asuntos tan determinantes,
para la vida de los ciudadanos, como es el caso de las convicciones que éstos
deben asumir ante los problemas que nos plantea la economía y los problemas que
vivimos en la familia.
Porque, al enfrentarnos
con dos problemas tan enormes, como son el dinero y el amor, nunca deberíamos
olvidar que estos dos ámbitos de la vida, el de la economía y el de la familia,
están tan íntimamente ligados el uno al otro, que, como enseguida vamos a ver,
en la práctica son inseparables.
Con lo cual quiero
decir que: o se resuelven ambos a la vez, con la misma contundencia y el mismo
lenguaje; o producen el efecto contrario, que consiste en que, al pretender
(inconscientemente) separar dos ámbitos de la vida y de la sociedad, que no se
pueden separar, lo que se consigue es perder la credibilidad, tanto en lo que
la Iglesia dice (o se calla) sobre el dinero y el capital, como lo que la
Iglesia dice (o se calla) sobre la experiencia determinante del amor entre los
seres humanos.
Los ejemplos y las preguntas,
sobre el problema que acabo de apuntar, se amontonan y se acentúan de día en
día. ¿Por qué la Iglesia es tan exigente en lo que refiere al aborto (yo no soy
abortista), defendiendo la vida del embrión y del feto, y no es igualmente
comprometida y exigente en los interminables problemas que plantea el espantoso
problema del tráfico de niños, el uso y abuso de los niños en trabajos
forzados, en guerras, en la compra y venta de órganos, etc, etc? ¿Por qué
la Iglesia impone la excomunión “latae sententiae” para quienes procuran el
aborto, y no echa mano de la misma censura para quienes obligan a los niños a
ir a la guerra como soldados o a trabajar hasta doce horas diarias por un
jornal de miseria?
¿Por qué la Iglesia (en
la que hay tantos creyentes ejemplares) ve un peligro tan grave para la familia
en el matrimonio homosexual y no ve un peligro tan grave -o mayor aún- en las
condiciones económicas que tienen que soportar familias que se ven destrozadas
por el paro, los jornales de hambre, la inseguridad sanitaria y laboral, las
pésimas condiciones para la educación de los hijos, etc, etc?
2. En los problemas
relativos a la familia, la Iglesia
debería tener siempre presente que, por lo menos hasta el siglo IV, los cristianos siguieron los mismos condicionamientos
y usos, por lo que concierne al casamiento, que el contorno pagano (J.
DUSS-VON-WERDT, en Myst. Sal., vol. IV/2, 411). Lo cual quiere decir
que los cristianos de los primeros siglos no tenían conciencia de que la
revelación cristiana hubiera aportado algo nuevo y específico al hecho cultural
del matrimonio en sí. En cualquier caso, es seguro que el casamiento ante el sacerdote, como exigencia obligatoria, apareció por
primera vez hacia el año 845, en los decretos pseudoisidorianos y se justificaba
por razones de derecho civil, no por argumentos teológicos (J.
G. LE BRAS, Histoire des collections canoniques en Occident depuis les Fausses
Décrëtales jusqu’à Gratien, Paris 1931. Cf. J. DUSS-VON-WERDT, o. c., 414). Es a finales del siglo XII, en 1184, cuando se
habla formalmente y por primera vez del matrimonio como sacramento, en el
concilio de Verona (DENZINGER-HÜNERMANN, El Magisterio de la
Iglesia, nº 761).
Por lo demás, en todo
este asunto es básico saber que, hasta los siglos XII y XIII, el tiempo en que
se sistematizó la teología cristiana como saber organizado, cuando la Iglesia
no sólo se rigió por el Derecho romano, sino que -como es bien sabido- la
custodia de la tradición jurídica romana recayó fundamentalmente en la Iglesia.
Como institución, el Derecho propio de la Iglesia en toda Europa fue el
Derecho romano. Como se decía en la Ley ripuaria de los francos (61(58) 1),
“la Iglesia vive conforme al Derecho romano”.
Es verdad que la
Iglesia iba construyendo su propio Derecho. Pero también es cierto que, a
medida que los problemas a los que debía enfrentarse la Iglesia crecían en
complejidad, las referencias al Derecho romano se incrementaban. El material
romano relevante para la Iglesia se recopiló en colecciones específicas, tales como
la Lex Romana canonice compta
realizada en el siglo IX. El hecho es que, como han dicho los especialistas en
estas cuestiones, “la Iglesia no redujo sus enseñanzas al Evangelio” (PETER
G. STEIN, El Derecho romano en la historia de Europa, Madrid, Siglo XXI, 2001,
57).
Todo
el sistema organizativo y legal de la Iglesia se fue gestando sobre la base, no
tanto del Evangelio, sino del Derecho romano, la lex mundialis, como lo denominó el
Concilio de Sevilla, del 619, presidido por san Isidoro (Conc.
Hispalense II. Cth. 5. 5. 2. ENNIO CORTESE, Le Grandi linee della Storia
Giuridica Medievale, Roma, 2008, 48).
Por tanto, si la
Iglesia no vio dificultad alguna en adaptarse a las leyes civiles y laicas de
los pueblos y culturas en los que fue creciendo y a los que se ajustó sin poner
oposición o resistencia, ¿por qué ahora, cuando el cristianismo es una
institución de ámbito, no ya europeo, sino global, vamos a rechazar que la
Iglesia acepte e integre en su vida los usos y costumbres, las tradiciones
y normas de conducta, que en cada momento y en cada país se vean más
convenientes?
3. Si a lo dicho,
añadimos ahora el punto de vista de los más competentes sociólogos de nuestro
tiempo, tendremos elementos de juicio suficientes para poder situarnos ante los
problemas, que se le plantean, y las soluciones, que necesita, la familia en el
momento actual, ya metidos en el tercer milenio.
Ante todo, conviene
tener en cuenta que la familia tradicional era, sobre todo, una unidad
económica. La transmisión de la propiedad era la base principal del matrimonio.
Por otra parte, en la Europa medieval el matrimonio no se construía sobre la
base del amor sexual, ni se consideraba un espacio donde el amor debía
florecer. Y a todo esto hay que añadir la desigualdad entre hombres y mujeres
como elemento constitutivo de la familia tradicional (cf.
ANTHONY GIDDENS, Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en
nuestras vidas, Madrid, Taurus, 2000, 65-79).
Ahora bien, es evidente
que la renovación de la familia y del matrimonio se tiene que construir sobre
la base de un hecho fundamental, a saber: ni la familia es ya una unidad
económica, sino que, en todo caso, se tiene que construir sobre el fundamento
del amor sexual. Y, sobre todo, resulta capital tener presente, en todo
caso, que la igualdad de derechos entre
hombre y mujer, y la libertad en la toma de decisiones de ambos, son los
pilares sobre los que se pueden renovar y reconstruir la familia y el
matrimonio en este momento.
Por tanto, las
soluciones que se puedan aportar a los problemas planteados al Sínodo,
concretamente la problemática del divorcio, la aceptación por parte de
la Iglesia de las uniones entre personas del mismo sexo o el uso de
anticonceptivos, son cuestiones de suma importancia, para cientos de miles de
personas, que se pueden resolver sin atentar ni poner en cuestión para nada la
teología cristiana del matrimonio. La Iglesia puede hoy resolver estos
problemas modificando la legislación canónica actual y sin traicionar para nada
su fe y su tradición.
4. Desde el punto de
vista de la teología dogmática, queda por responder una pregunta fundamental:
¿no es doctrina de fe la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre los
sacramentos y, por tanto, también sobre el sacramento del matrimonio?
Prescindiendo de una
serie de datos históricos, que no es posible resumir en este breve estudio, y
si nos atenemos a la conclusión que podemos y debemos defender sobre este
asunto capital, se puede y se debe afirmar que está fuera de duda que el
concepto de lo que pertenece a la fe, y consiguientemente también el concepto
de herejía, que utilizaron los teólogos y obispos de Trento, era algo muy
distinto de lo que ahora se entiende bajo esos conceptos.
Esto es seguro, al
menos, por lo que se refiere a la Sesión VII del concilio tridentino (DENZINGER-HÜNERMANN,
nn. 1600-1613). Por lo tanto, se puede afirmar con toda certeza que la doctrina,
que se definió en Trento sobre los sacramentos no es una doctrina de fe en el
sentido de un conjunto de verdades de fe divina y católica. Ni, en
consecuencia, la negación o la puesta en duda de las verdades, que se enuncian,
en la mencionada Sesión VII, tal negación no comporta incurrir en herejía (JOSÉ
M. CASTILLO, Símbolos de libertad. Teología de los sacramentos, Salamanca, Sígueme,
1981, 340-341; P. F. FRANSEN, Réflexions sur l’anathème au concile de Trente:
ETL 29 (1953) 670; A. LANG, Der Bedeutungswandel der Begriffe “fides” und
“haeresis” und die dogmatische Wertung der Konzilsentscheidungen von Viene und
Trient: MTZ 4 (1953) 133-146).
En consecuencia, es claro que las formulaciones clásicas de
la teología sacramental pueden y deben ser replanteadas desde una nueva
perspectiva. Y, por lo tanto, tales formulaciones clásicas pueden y deben
ser pensadas y expresadas a partir de los problemas que hoy vemos y vivimos
sobre los sacramentos. Y con vistas a dar la debida solución a tales problemas.
Así pues, una vez desbloqueado
el “corsé dogmático”, que nos podría impedir o dificultar la búsqueda en
libertad de la respuesta que hoy necesitan tantos creyentes católicos (o
simplemente cristianos), habida cuenta de que las cuestiones, que se plantean
en el Sínodo, son, tanto científicamente como teológicamente, “quaestiones
disputatae” (“cuestiones discutidas”), la
respuesta evangélica y cristiana más coherente y certera será la respuesta que
más nos humanice a todos en la bondad, el respeto, la tolerancia y la búsqueda
de la felicidad para quienes se debaten en la duda, la búsqueda del bien y
del amor a todos y para todos.