Esta mañana (del 18 de octubre) en la Oficina de Prensa de la Santa Sede
ha tenido lugar la conferencia de presentación del Mensaje de la III Asamblea
Extraordinaria del Sínodo de los Obispos dedicada a ”Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la
evangelización” (5-19 de octubre). Han intervenido los cardenales
Raymundo Damasceno Assis, arzobispo de Aparecida (Brasil), Presidente delegado;
Gianfranco Ravasi, Presidente del Pontificio Consejo para la Cultura,
Presidente de la Comisión para el Mensaje y Oswald Gracias, arzobispo de Bombay
(India).
Los Padres
Sinodales, reunidos en Roma junto al Papa Francisco en la Asamblea Extraordinaria
del Sínodo de los Obispos, nos dirigimos a todas las familias de los distintos
continentes y en particular a aquellas que siguen a Cristo, que es camino,
verdad y vida. Manifestamos nuestra admiración y gratitud por el testimonio
cotidiano che ofrecen a la Iglesia y al mundo con su fidelidad, su fe, su
esperanza y su amor.
Nosotros, pastores
de la Iglesia, también nacimos y crecimos en familias con las más diversas
historias y desafíos. Como sacerdotes y obispos nos encontramos y vivimos junto
a familias que, con sus palabras y sus acciones, nos mostraron una larga serie
de esplendores y también de dificultades.
La misma preparación
de esta asamblea sinodal, a partir de las respuestas al cuestionario enviado a
las Iglesias de todo el mundo, nos permitió escuchar la voz de tantas
experiencias familiares. Después, nuestro diálogo durante los días del Sínodo
nos ha enriquecido recíprocamente, ayudándonos a contemplar toda la realidad
viva y compleja de las familias.
Queremos
presentarles las palabras de Cristo: ”Yo estoy ante la puerta y llamo, Si
alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo”.
Como lo hacía durante sus recorridos por los caminos de la Tierra Santa,
entrando en las casas de los pueblos, Jesús sigue pasando hoy por las calles de
nuestras ciudades. En sus casas se viven a menudo luces y sombras, desafíos
emocionantes y a veces también pruebas dramáticas. La oscuridad se vuelve más
densa, hasta convertirse en tinieblas, cuando se insinúan el mal y el pecado en
el corazón mismo de la familia.
Ante todo, está el desafío de la fidelidad en el amor conyugal.
La vida familiar suele estar marcada por el debilitamiento de la fe y de los
valores, el individualismo, el empobrecimiento de las relaciones, el stress de
una ansiedad que descuida la reflexión serena. Se asiste así a no pocas crisis matrimoniales, que se afrontan
de un modo superficial y sin la valentía de la paciencia, del diálogo sincero,
del perdón recíproco, de la reconciliación y también del sacrificio. Los
fracasos dan origen a nuevas relaciones, nuevas parejas, nuevas uniones y
nuevos matrimonios, creando situaciones familiares complejas y problemáticas
para la opción cristiana.
Entre tantos
desafíos queremos evocar el cansancio de la propia existencia. Pensamos en el
sufrimiento de un hijo con capacidades especiales, en una enfermedad grave, en
el deterioro neurológico de la vejez, en la muerte de un ser querido. Es
admirable la fidelidad generosa de tantas familias que viven estas pruebas con fortaleza,
fe y amor, considerándolas no como algo que se les impone, sino como un don que
reciben y entregan, descubriendo a Cristo sufriente en esos cuerpos frágiles.
Pensamos en las
dificultades económicas causadas por sistemas perversos, originados “en el
fetichismo del dinero y en la dictadura de una economía sin rostro y sin un
objetivo verdaderamente humano”, que humilla la dignidad de las personas.
Pensamos en el padre
o en la madre sin trabajo, impotentes frente a las necesidades aun primarias de
su familia, o en los jóvenes que transcurren días vacíos, sin esperanza, y así
pueden ser presa de la droga o de la criminalidad.
Pensamos también en
la multitud de familias pobres, en las que se aferran a una barca para poder
sobrevivir, en las familias prófugas que migran sin esperanza por los
desiertos, en las que son perseguidas simplemente por su fe o por sus valores
espirituales y humanos, en las que son golpeadas por la brutalidad de las
guerras y de distintas opresiones.
Pensamos también en
las mujeres que sufren violencia, y son sometidas al aprovechamiento, en la
trata de personas, en los niños y jóvenes víctimas de abusos también de parte
de aquellos que debían cuidarlos y hacerlos crecer en la confianza, y en los
miembros de tantas familias humilladas y en dificultad. Mientras tanto, “la
cultura del bienestar nos anestesia y todas estas vidas truncadas por la falta
de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos
altera”.
Reclamamos a los gobiernos y a las organizaciones internacionales que
promuevan los derechos de la familia para el bien común.
Cristo quiso que su Iglesia sea una casa con la puerta siempre abierta, recibiendo a todos sin excluir a nadie.
Agradecemos a los pastores, a los fieles y a las comunidades dispuestos a
acompañar y a hacerse cargo de las heridas interiores y sociales de los
matrimonios y de las familias.
También está la luz
que resplandece al atardecer detrás de las ventanas en los hogares de las
ciudades, en las modestas casas de las periferias o en los pueblos, y aún en
viviendas muy precarias. Brilla y calienta cuerpos y almas. Esta luz, en el
compromiso nupcial de los cónyuges, se enciende con el encuentro: es un don,
una gracia que se expresa -como dice el Génesis- cuando los dos rostros están
frente a frente, en una “ayuda adecuada”, es decir semejante y
recíproca.
El amor del hombre y
de la mujer nos enseña que cada uno necesita al otro para llegar a ser él
mismo, aunque se mantiene distinto del otro en su identidad, que se abre y se
revela en el mutuo don. Es lo que expresa de manera sugerente la mujer del
Cantar de los Cantares: “Mi amado es mío y yo soy suya? Yo soy de mi amado y
él es mío”.
El itinerario, para
que este encuentro sea auténtico, comienza en el noviazgo, tiempo de la espera
y de la preparación. Se realiza en plenitud en el sacramento del matrimonio,
donde Dios pone su sello, su presencia y su gracia. Este camino conoce también
la sexualidad, la ternura y la belleza, que perduran aun más allá del vigor y
de la frescura juvenil.
El amor tiende por
su propia naturaleza a ser para siempre, hasta dar la vida por la persona
amada. Bajo esta luz, el amor conyugal, único e indisoluble, persiste a pesar
de las múltiples dificultades del límite humano, y es uno de los milagros más
bellos, aunque también es el más común.
Este amor se difunde
naturalmente a través de la fecundidad y la generatividad, que no es sólo la
procreación, sino también el don de la vida divina en el bautismo, la educación
y la catequesis de los hijos. Es también capacidad de ofrecer vida, afecto,
valores, una experiencia posible también para quienes no pueden tener hijos.
Las familias que viven esta aventura luminosa se convierten en un testimonio
para todos, en particular para los jóvenes.
Durante este camino,
que a veces es un sendero de montaña, con cansancios y caídas, siempre está la
presencia y la compañía de Dios. La familia lo experimenta en el afecto y en el
diálogo entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas.
Además lo vive cuando se reúne para escuchar la Palabra de Dios y para orar
juntos, en un pequeño oasis del espíritu que se puede crear por un momento cada
día. También está el empeño cotidiano de la educación en la fe y en la vida
buena y bella del Evangelio, en la santidad.
Esta misión es
frecuentemente compartida y ejercitada por los abuelos y las abuelas con gran
afecto y dedicación. Así la familia se presenta como una auténtica Iglesia
doméstica, que se amplía a esa familia de familias que es la comunidad
eclesial. Por otra parte, los cónyuges cristianos son llamados a convertirse en
maestros de la fe y del amor para los matrimonios jóvenes.
Hay otra expresión
de la comunión fraterna, y es la de la caridad, la entrega, la cercanía a los
últimos, a los marginados, a los pobres, a las personas solas, enfermas,
extrajeras, a las familias en crisis, conscientes de las palabras del Señor: “Hay
más alegría en dar que en recibir”. Es una entrega de bienes, de compañía,
de amor y de misericordia, y también un testimonio de verdad, de luz, de
sentido de la vida.
La cima que recoge y
unifica todos los hilos de la comunión con Dios y con el prójimo es la
Eucaristía dominical, cuando con toda la Iglesia la familia se sienta a la mesa
con el Señor. Él se entrega a todos nosotros, peregrinos en la historia hacia
la meta del encuentro último, cuando Cristo “será todo en todos”. Por
eso, en la primera etapa de nuestro camino sinodal, hemos reflexionado sobre el
acompañamiento pastoral y sobre el acceso a los sacramentos de los divorciados
en nueva unión.
Nosotros, los Padres
Sinodales, pedimos que caminen con nosotros hacia el próximo Sínodo. Entre
ustedes late la presencia de la familia de Jesús, María y José en su modesta
casa. También nosotros, uniéndonos a la familia de Nazaret, elevamos al Padre
de todos, nuestra invocación por las familias de la tierra:
Padre, regala a todas las
familias la presencia de esposos fuertes y sabios, que sean manantial de una
familia libre y unida.
Padre, da a los padres una casa para vivir en paz con su familia.
Padre, da a los padres una casa para vivir en paz con su familia.
Padre, concede a los
hijos que sean signos de confianza y de esperanza y a jóvenes el coraje del
compromiso estable y fiel.
Padre, ayuda a todos a
poder ganar el pan con sus propias manos, a gustar la serenidad del espíritu y
a mantener viva la llama de la fe también en tiempos de oscuridad.
Padre, danos la alegría
de ver florecer una Iglesia cada vez más fiel y creíble, una ciudad justa y
humana, un mundo que ame la verdad, la justicia y la misericordia.
La Iglesia es de Cristo; los Obispos y el Papa tienen que custodiarla
como servidores
Discurso del Santo Padre al final del Sínodo
Queridos: Eminencias, beatitudes, excelencias, hermanos y hermanas:
¡Con un corazón
lleno de reconocimiento y de gratitud quiero agradecer junto a ustedes al Señor
que nos ha acompañado y nos ha guiado en los días pasados, con la luz del
Espíritu Santo!
Agradezco de corazón
a S. E. Card. Lorenzo Baldisseri, Secretario General del Sínodo, S. E. Mons.
Fabio Fabene, Sub-secretario, y con ellos agradezco al Relator S. E. Card.
Peter Erdo; y el Secretario Especial S. E. Mons. Bruno Forte, a los tres
Presidentes delegados, los escritores, los consultores, los traductores, y
todos aquellos que han trabajado con verdadera fidelidad y dedicación total a
la Iglesia y sin descanso: ¡gracias de corazón!
Agradezco igualmente
a todos ustedes, queridos Padres Sinodales, Delegados fraternos, Auditores,
Auditoras y Asesores por su participación activa y fructuosa. Los llevaré en
las oraciones, pidiendo al Señor los recompense con la abundancia de sus dones
y de su gracia.
Puedo decir
serenamente que –con un espíritu de colegialidad y de sinodalidad– hemos vivido
verdaderamente una experiencia de “sínodo”, un recorrido solidario, un “camino
juntos”.
Y siendo “un
camino” –como todo camino– hubo momentos de carrera veloz, casi de querer
vencer el tiempo y alcanzar rápidamente la meta; otros momentos de fatiga, casi
hasta de querer decir basta; otros momentos de entusiasmo y de ardor. Momentos
de profunda consolación, escuchando el testimonio de pastores verdaderos (Cf.
Jn. 10 y Cann. 375, 386, 387) que llevan en el corazón sabiamente, las alegrías
y las lágrimas de sus fieles.
Momentos de gracia y
de consuelo, escuchando los testimonios de las familias que han participado del
Sínodo y han compartido con nosotros la belleza y la alegría de su vida
matrimonial. Un camino donde el más fuerte se ha sentido en el deber de ayudar
al menos fuerte, donde el más experto se ha prestado a servir a los otros,
también a través del debate. Y porque es un camino de hombres, también hubo
momentos de desolación, de tensión y de tentación, de las cuales se podría
mencionar alguna posibilidad:
La tentación del
endurecimiento hostil, esto es, el querer cerrarse dentro de lo escrito (la
letra) y no dejarse sorprender por Dios, por el Dios de las sorpresas (el
espíritu); dentro de la ley, dentro de la certeza de lo que conocemos y no de
lo que debemos todavía aprender y alcanzar. Es la tentación de los celantes, de
los escrupulosos, de los apresurados, de los así llamados “tradicionalistas”
y también de los intelectualistas.
La tentación del “buenismo”
destructivo, que a nombre de una misericordia engañosa venda las heridas sin
primero curarlas y medicarlas; que trata los síntomas y no las causas y las
raíces. Es la tentación de los “buenistas”, de los temerosos y también
de los así llamados “progresistas y liberalistas”.
La tentación de
transformar la piedra en pan para romper el largo ayuno, pesado y doloroso (Cf.
Lc 4, 1-4) y también de transformar el pan en piedra, y tirarla contra los
pecadores, los débiles y los enfermos (Cf. Jn 8,7), de transformarla en “fardos
insoportables” (Lc 10,27).
La tentación de
descender de la cruz, para contentar a la gente, y no permanecer, para cumplir
la voluntad del Padre; de ceder al espíritu mundano en vez de purificarlo y
inclinarlo al Espíritu de Dios.
La tentación de
descuidar el ”depositum fidei”, considerándose no custodios, sino
propietarios y patrones, o por otra parte, la tentación de descuidar la realidad
utilizando una lengua minuciosa y un lenguaje pomposo para decir tantas cosas y
no decir nada.
Queridos hermanos y
hermanas, las tentaciones no nos deben ni asustar ni desconcertar, ni mucho
menos desanimar, porque ningún discípulo es más grande de su maestro; por lo
tanto si Jesús fue tentado –y además llamado Belcebú (Cf. Mt 12,24)– sus
discípulos no deben esperarse un tratamiento mejor.
Personalmente, me
hubiera preocupado mucho y entristecido si no hubiera habido estas tensiones y
estas discusiones animadas; este movimiento de los espíritus, como lo llamaba
San Ignacio (EE, 6) si todos hubieran estado de acuerdo o taciturnos en una
falsa y quietista paz.
En cambio, he visto
y escuchado –con alegría y reconocimiento– discursos e intervenciones llenos de
fe, de celo pastoral y doctrinal, de sabiduría, de franqueza, de coraje y
parresía. Y he sentido que ha sido puesto delante de sus ojos el bien de la
Iglesia, de las familias y la “suprema lex”: la “salus animarum”
(Cf. Can. 1752).
Y esto siempre sin
poner jamás en discusión la verdad fundamental del sacramento del matrimonio:
la indisolubilidad, la unidad, la fidelidad y la procreatividad, o sea la
apertura a la vida (Cf. Cann. 1055, 1056 y Gaudium et Spes, 48).
Esta es la Iglesia,
la viña del Señor, la Madre fértil y la Maestra premurosa, que no tiene miedo
de arremangarse las manos para derramar el aceite y el vino sobre las heridas
de los hombres (Cf. Lc 10,25-37); que no mira a la humanidad desde un castillo
de vidrio para juzgar y clasificar a las personas.
Esta es la Iglesia
Una, Santa, Católica y compuesta de pecadores, necesitados de Su misericordia.
Esta es la Iglesia, la verdadera esposa de Cristo, que busca ser fiel a su
Esposo y a su doctrina. Es la Iglesia que no tiene miedo de comer y beber con
las prostitutas y los publicanos (Cf. Lc 15).
La Iglesia que tiene
las puertas abiertas para recibir a los necesitados, los arrepentidos y ¡no
sólo a los justos o aquellos que creen ser perfectos! La Iglesia que no se
avergüenza del hermano caído y no finge no verlo, al contrario, se siente
comprometida y obligada a levantarlo y a animarlo a retomar el camino y lo
acompaña hacia el encuentro definitivo con su Esposo, en la Jerusalén celeste.
¡Esta es la Iglesia,
nuestra Madre! Y cuando la Iglesia, en la variedad de sus carismas, se expresa
en comunión, no puede equivocarse: es la belleza y la fuerza del 'sensus
fidei', de aquel sentido sobrenatural de la fe, que viene dado por el Espíritu
Santo para que, juntos, podamos todos entrar en el corazón del Evangelio y
aprender a seguir a Jesús en nuestra vida, y esto no debe ser visto como motivo
de confusión y malestar.
Tantos comentadores
han imaginado ver una Iglesia en litigio donde una parte está contra la otra,
dudando hasta del Espíritu Santo, el verdadero promotor y garante de la unidad
y de la armonía en la Iglesia. El Espíritu Santo, que a lo largo de la historia
ha conducido siempre la barca, a través de sus ministros, también cuando el mar
era contrario y agitado y los ministros infieles y pecadores.
Y, como he osado
decirles al inicio, era necesario vivir todo esto con tranquilidad y paz
interior también, porque el sínodo se desarrolla 'cum Petro et sub Petro', y la
presencia del Papa es garantía para todos.
Por lo tanto, la
tarea del Papa es garantizar la unidad de la Iglesia; recordar a los fieles su
deber de seguir fielmente el Evangelio de Cristo; recordar a los pastores que
su primer deber es nutrir a la grey que el Señor les ha confiado y salir a
buscar –con paternidad y misericordia y sin falsos miedos– a la oveja perdida.
Su tarea es recordar
a todos que la autoridad en la Iglesia es servicio (Cf. Mc 9,33-35), como ha
explicado con claridad el Papa emérito Benedicto XVI con palabras que cito
textualmente: “La Iglesia está llamada y se empeña en ejercitar este tipo de
autoridad que es servicio, y la ejercita no a título propio, sino en el nombre
de Jesucristo… a través de los Pastores de la Iglesia, de hecho, Cristo
apacienta a su grey: es Él quien la guía, la protege y la corrige, porque la
ama profundamente”.
“Pero el Señor
Jesús, Pastor supremo de nuestras almas, ha querido que el Colegio Apostólico,
hoy los Obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro … participaran en este
misión suya de cuidar al pueblo de Dios, de ser educadores de la fe,
orientando, animando y sosteniendo a la comunidad cristiana, o como dice el
Concilio, 'cuidando sobre todo que cada uno de los fieles sean guiados en el
Espíritu santo a vivir según el Evangelio su propia vocación, a practicar una
caridad sincera y operosa y a ejercitar aquella libertad con la que Cristo nos
ha librado' (Presbyterorum Ordinis, 6)”
“Y a través de
nosotros –continua el Papa Benedicto– el Señor llega a las almas, las instruye,
las custodia, las guía. San Agustín en su comentario al Evangelio de San Juan
dice: 'Sea por lo tanto un empeño de amor apacentar la grey del Señor' (123,5);
esta es la suprema norma de conducta de los ministros de Dios, un amor
incondicional, como el del buen Pastor, lleno de alegría, abierto a todos,
atento a los cercanos y premuroso con los lejanos (Cf. S. Agustín, Discurso
340, 1; Discurso 46,15), delicado con los más débiles, los pequeños, los
simples, los pecadores, para manifestar la infinita misericordia de Dios con
las confortantes de la esperanza (Cf. Id., Carta 95,1)”
(Benedicto XVI Audiencia General, miércoles, 26 de mayo de 2010).
Por lo tanto, la
Iglesia es de Cristo –es su esposa– y todos los obispos del sucesor de Pedro
tienen la tarea y el deber de custodiarla y de servirla, no como patrones sino
como servidores. El Papa en este contexto no es el señor supremo, sino más bien
el supremo servidor –“Il servus servorum Dei”; el garante de la
obediencia , de la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al
Evangelio de Cristo y al Tradición de la Iglesia, dejando de lado todo arbitrio
personal, siendo también – por voluntad de Cristo mismo –”el Pastor y Doctor
supremo de todos los fieles” (Can. 749) y gozando “de la potestad
ordinaria que es suprema, plena, inmediata y universal de la iglesia” (Cf.
Cann. 331-334).
Queridos hermanos y
hermanas, ahora todavía tenemos un año para madurar, con verdadero
discernimiento espiritual, las ideas propuestas, y para encontrar soluciones
concretas a las tantas dificultades e innumerables desafíos que las familias
deben afrontar; para dar respuesta a tantos desánimos que circundan y sofocan a
las familias; un año para trabajar sobre la “Relatio Synodi”, que es el
resumen fiel y claro de todo lo que fue dicho y discutido en este aula y en los
círculos menores.
¡El Señor nos
acompañe y nos guíe en este recorrido para gloria de Su Nombre con la
intercesión de la Virgen María y de San José! ¡Y por favor no se olviden de
rezar por mí!