José M. Castillo S.
www.religiondigital.com/221014
¿Qué quiere resolver la
Iglesia en lo que se refiere a los problemas que más preocupan ahora mismo a la
familia? Como es lógico, lo primero que llama la atención - y resulta difícil
de explicar - es que los problemas que ha tratado el Sínodo no son los que
más interesan y preocupan a la gran mayoría de las familias del mundo.
El angustioso problema
de la vivienda, el problema de un jornal o un sueldo con el que llegar dignamente
a fin de mes, el problema de la salud y de la seguridad social, el de la
educación de los hijos. Por lo menos, estos asuntos tan graves y que tanto
angustian a la gente no han estado -que sepamos- como problema centrales en el
orden del día de ninguna de las comisiones o de las sesiones del Sínodo.
Esto da pie para pensar
o quizá sospechar -al menos, en principio- que quienes han preparado y
organizado los trabajos del Sínodo son personas que pueden dar la impresión de
que viven más preocupadas por los dogmas católicos y la moral, que predica
el clero, que por los sufrimientos y humillaciones que están soportando
muchas más familias de las que imaginamos. No hay que ser ni un sabio ni un
santo para darse cuenta de esto. Para hacerse lógicamente la pregunta que acabo
de plantear.
Y que nadie me diga que
los asuntos, que acabo de apuntar, son problemas que tienen que ser resueltos
por economistas y por políticos. Por supuesto, lo que he dicho es asunto que
concierne directamente a la economía y a la política. Pero, ¿sólo a economistas
y políticos? Y entonces, ¿el sufrimiento, la dignidad, la seguridad y los
derechos de la gente, los derechos fundamentales de las familias, no nos tienen
que interesar, ni por ellos podemos ni tenemos que hacer nada?
Esta es la primera gran
cuestión que, a mi modesto entender, tendría que interesar sobre todo -y antes
que ninguna otra cosa- a la Iglesia, especialmente a sus dirigentes. Lo digo
con tiempo, cuando todavía tenemos un año por delante para llegar a las conclusiones
finales del Sínodo.
Pero, viniendo ya a los
problemas que el Sínodo ha tratado, mi pregunta es la siguiente: a la Jerarquía de la Iglesia, ¿qué es lo
que más le interesa y le preocupa? ¿gente que “se quiere”? o ¿gente que “se
somete”?
Confieso que estas
preguntas se me han ocurrido pensando y recordando lo que yo mismo estoy viendo
en el mundo eclesiástico desde hace más de 60 años, es decir, desde que ando
metido en ambientes clericales. Lo mismo en España que fuera de España, lo que
yo he palpado, en los ambientes de Iglesia, es que los problemas de la economía
y los asuntos sociales no suelen preocupar demasiado. Porque normalmente tales
problemas (en las instituciones eclesiásticas) están resueltos. Mientras que
los asuntos relacionados con la ortodoxia dogmática (sumisión a la Jerarquía) y
con el sexo (observancia de la moral), no sólo suelen ser muy preocupantes,
sino que con frecuencia resultan casi obsesivos o rozando la obsesión.
La consecuencia, que se
suele seguir de este estado de cosas, y que la gente nota mucho, está a la
vista de todos: los obispos no suelen hablar (o se limitan a alusiones
genéricas) sobre la corrupción política y sus consecuencias, mientras que esos
mismos obispos suelen poner el grito en el cielo si lo que se plantea es el
problema de los matrimonios entre personas homosexuales o, en general,
cuestiones relacionadas con el sexo.
De ahí, por poner un
ejemplo, la diferencia de trato que reciben, en tantos confesionarios, los
capitalistas y banqueros o los gays y lesbianas.
Todo esto nos lleva -me
parece a mí- a una pregunta mucho más radical: ¿por qué las religiones afrontan de manera tan distinta los problemas
relacionados con “la propiedad de los bienes” y los problemas que se refieren
al “cariño entre las personas”?
Desde el punto de vista
de la sociología, uno de los especialistas más reconocidos en esta materia,
Anthony Giddens, ha escrito: “La familia tradicional era, sobre todo, una
unidad económica. La producción agrícola involucraba normalmente a todo el
grupo familiar, mientras que entre las clases acomodadas y la aristocracia la
transmisión de la propiedad era la base principal del matrimonio. En la Europa
medieval el matrimonio no se contraía sobre la base del amor sexual, ni se
consideraba como un espacio donde el amor debía florecer” (Un
mundo desbocado, pg. 67-68).
En realidad, “la
propiedad de los bienes” (y no “el cariño entre las personas”), como factor
determinante de la familia tradicional, viene de más lejos y tiene su origen en
otra fuente: el Derecho. Como es sabido, la familia era la unidad que
interesaba al primer Derecho Romano. Este derecho no se ocupaba de lo que
ocurría dentro de la familia. Las relaciones entre sus miembros eran un asunto
privado, en el que la comunidad no intervenía. La familia estaba representada
por su cabeza, el paterfamilias, en el que se concentraba toda la propiedad
familiar. Y todos sus descendientes, en línea paterna estaban bajo su control.
Cualquier hijo no dejaba de estar bajo su poder.
Más aún, un hijo no
dejaría de estar bajo el poder de su padre hasta que llegase a adulto e
incluso, sólo cuando muriese el padre, podría tener propiedades por sí mismo.
Consecuentemente toda la propiedad familiar se mantenía unida y los recursos de
la familia, como un todo, se reforzaban (Peter G. Stein, El
Derecho romano en la historia de Europa, pg. 7-8).
Lo notable es que la
Iglesia hizo plenamente suyo este derecho. De forma que, por
ejemplo, el concilio de Sevilla, del año 619, califica al Derecho Romano como
lex mundialis, es decir la ley por antonomasia a la que tendrían que someterse
todos los pueblos (cf. E. Cortese, Le Grandi Linee della Storia
Giuridica Medievale, pg. 48).
Pues bien, en este
contexto de ideas y de leyes, resulta comprensible y lógico que la Iglesia, a
medida que se fue acomodando a la cultura y al derecho heredado del imperio
romano, en esa misma medida fue asumiendo e integrando en su vida y en su
sistema organizativo lo que era común a las demás religiones.
Me refiero a lo que,
con razón, ha dicho uno de los más reconocidos especialistas en esta materia:
“La religión es generalmente aceptada como un sistema de rangos, que implica
dependencia, sumisión y subordinación a superiores invisibles” (Walter
Burkert, La creación de lo sagrado, pg. 146).
De ahí que las
teologías y los rituales de las religiones, si en algo insisten y en algo son
semejantes los unos a los otros, es precisamente en cuanto afecta a la
“sumisión”. Y conste que, por lo que afecta concretamente a esta sumisión, los
rituales que la crean, la fomentan y la mantienen, “no están limitados a una
religión particular, sino que se encuentran en todo el planeta, y se puede
demostrar que algunos de ellos son prehumanos” (o. c.,
pg. 156).
La sumisión, desde las
sociedades prehumanas, se expresa creando la impresión que uno produce al
inclinarse, arrodillarse, tirarse al suelo, arrastrarse, en suma, todo lo que
es “no agrandarse”. Y está demostrado que los rituales religiosos coinciden
todos en esto (K. Lorenz, On Aggression, Nueva York, 1963, pg.
259-264; I. Eibl-Eibesfeldt, Liebe und Hass: Zur Naturgeschichte elementarer
Verhaltensweisen, Munich, 1970, pg. 199 ss).
Ahora bien, lo más
sorprendente, en todo este asunto, es comparar estos supuestos básicos de la
familia y de la religión con los relatos de los evangelios que, repetidas
veces, se refieren tanto a la familia como a la religión. Sabemos, en efecto,
que Jesús, lo mismo en lo que se refiere a la familia como en lo que respecta a la
religión, asumió públicamente y sin ambigüedades una actitud sumamente
crítica. Me explico.
Por lo que afecta a la
religión, los evangelios nos informan de los enfrentamientos y conflictos
constantes y crecientes que tuvo Jesús con los dirigentes religiosos y sus
rituales. A esto se refieren los enfrentamientos con escribas y fariseos, con
los sumos sacerdotes y senadores, incluso con el mismo Templo de Jerusalén.
Hasta terminar siendo detenido por las autoridades religiosas, acabando en el
juicio, la condena y la ejecución violenta en el tormento de los crucificados,
los “lestaí” (Mc 15, 27; Mt 27, 38), es decir, no los simples ladrones, sino
los rebeldes políticos, como explica F. Josefo (H. W.
Kuhn: TRE vol. 19, 717).
Jesús fue el hombre más
profundamente religioso que podamos imaginar. Pero la religión de Jesús quedó
desplazada del modelo establecido: su
religión (como el Dios que representaba) no estuvo centrada en “lo sagrado”, sino en “lo humano”. Esto es
capital para entender el Evangelio. Y sin embargo, esto no es central para
entender la teología cristiana. Ni esto es tampoco el centro de la vida de
la Iglesia.
Por lo que se refiere a
la familia, es seguro que las relaciones de Jesús con su propia familia fueron
tensas y complicadas: sus parientes lo tuvieron por loco (Mc 3, 21) y no creían
en él, incluso lo despreciaban (Mc 6, 1-6; cf. Jn 7, 5). Por otra parte, lo
primero que Jesús les exigía, a quienes pretendían seguirle, era abandonar la
propia familia (Mt 8, 18-22; Lc 9, 57-62). Y cuando un día le dijeron que le
buscaban su madre y sus hermanos, la respuesta de Jesús fue decir que su madre
y sus hermanos son los que escuchan y cumplen lo que Dios quiere (Mc 3, 31-35;
Mt 12, 46-50; Lc 8, 19-21).
Pero Jesús, en lo que
se refiere a las relaciones con la familia, llegó más lejos. Porque se atrevió
a decir que él no había venido a traer paz, sino espadas, división y conflicto,
precisamente entre los miembros de la propia familia (Mt 10, 34-42; Lc 12,
51-53; 14, 26-27). Es más, Jesús llegó a tocar en lo intocable de aquel modelo
de familia: “No llaméis “padre” a nadie en la tierra” (Mt 23, 9). Una
prohibición tan fuerte, en aquella cultura, que llegó a desmontar el eje mismo
de aquel modelo de relaciones familiares. Los grandes, los importantes, no son
los “padres” y “jerarcas”, sino los “niños”, los “pequeños”: el reinado de Dios
es de los que se hacen como ellos (Mt 19, 14).
¿Qué
quiere decir todo esto? ¿Dónde está el fondo del asunto? Las relaciones de
parentesco no son libres, sino que nos son dadas e impuestas a cada ser humano
que viene a este mundo. Por el contrario, las relaciones comunitarias y de
amistad, dado que nacen de convicciones libres y de sentimientos que cada cual
acepta libremente, son siempre relaciones que se basan en la libertad humana y
se mantienen por la fuerza de la decisión libre.
Lo más bello, lo más
gratificante y lo más motivador de la relación de fe y confianza en el otro, y
en Dios, es que siempre es posible porque es una relación libre. De tal manera
que lo determinante, en este modelo de familia y de grupo, no es la sumisión,
ni al “poder represivo”, ni al “poder seductor” (Byung-Chul
Han),
sino que lo decisivo es la fe y la confianza, en el encuentro (con el Otro, con
los otros, con alguien en concreto) mediante la “relación pura” (A.
Guiddens), que se basa en la comunicación emocional. La forma de comunicación en
la que las recompensas derivadas de la misma son la base primordial para que
tal comunicación pueda mantenerse y perdurar.
Por esto precisamente,
la experiencia nos dice que donde hay cariño verdadero, por eso mismo hay
libertad, mientras que donde hay religión (centrada en lo ritual y lo sagrado)
hay sumisión.
Ahora bien, supuesto lo
dicho en esta (ya demasiado prolongada) reflexión, vuelve la pregunta inicial: ¿Qué
quiere la Iglesia con todo lo que ha removido a propósito de la familia?
Por supuesto, el papa Francisco, al convocar y programar el Sínodo de la
Familia, ha querido responder a problemas apremiantes que tienen planteados
miles de familias en todo el mundo. Pero es de suponer que el papa Francisco,
al convocar este Sínodo, exigiendo libertad para hablar de los problemas y
transparencia para informar de lo que se ha hablado en las sesiones sinodales,
lo que ha hecho ha sido poner en marcha, sin posible vuelta atrás, un proceso de
apertura de la Iglesia a los problemas reales y concretos que, en este momento
histórico, se nos plantean a todos.
Pero lo que ha ocurrido
es que, no sólo se ha puesto en marcha este proceso, sino que, además de eso,
el mundo se ha enterado de que en la Iglesia persiste muy vivo un sector
importante de clérigos (de todos los rangos) y de laicos que identifican las
creencias cristianas con posiciones inmovilistas e intolerantes que, además, desde
el punto de vista de la más documentada, sana y ortodoxa teología, son
posiciones indemostrables. Y, por tanto, posiciones que ocultan
pretensiones inconfesables de poder y autoridad que se orientan más a mantener
intacta la “sumisión” de los fieles que a fomentar la “libertad” que brota del
cariño entre los seres humanos.
La situación es
delicada. Hay que evitar, a toda costa, un nuevo cisma en la Iglesia. Pero no
podemos estar incondicionalmente con quienes identifican el cristianismo con
una religión centrada en la observancia de rituales sagrados, que produce obsesivamente
sumisión a jerarquías ancladas en un pasado y en una cultura que ya no son ni
nuestro tiempo, ni la cultura en que vivimos.
Un cristianismo así,
produce personas muy religiosas y un clero fiel a jerarquías eclesiásticas que
se identifican más con los privilegios que le ofrece el poder político que con
la libertad indispensable para lograr una sociedad más justa en la que todos
los ciudadanos podamos vivir en justicia e igualdad de derechos.
Si nuestro proyecto de
vida quiere ser fiel a Jesús y a su Evangelio, no tenemos más camino que la
apertura al futuro que entre todos tenemos que construir. Es más, si de verdad
queremos a la Iglesia y ser fieles a la” memoria peligrosa” de Jesús,
los cristianos tenemos, en el camino que nos está abriendo y trazando el papa
Francisco, el itinerario cierto que nos lleva al fin que anhelamos.