Guido
Piotrkowski
El padre Alberto María de Agostini fue un sacerdote
peculiar, un hombre de una curiosidad insaciable que se dedicó a documentar
sitios inexplorados de la Patagonia a comienzos del siglo pasado. Dejó un
legado valiosísimo de libros y fotografías de notable calidad.
El padre de
Agostini en la toldería de una mujer aoninenk.
La primera
vez que oí hablar del padre Alberto María de Agostini fue durante un largo
viaje en un crucero de expedición, que me llevaría desde Ushuaia hasta los
confines de la Patagonia austral, navegando las bravías aguas del estrecho de
Magallanes entre picos de hielos eternos, glaciares milenarios y bahías
indómitas. Durante aquel viaje, mientras navegábamos azorados por paisajes de
belleza desmedida, escuché hablar, incansablemente, del naturalista inglés
Charles Darwin. También, por supuesto, del Perito Moreno. Y rara vez del padre
de Agostini, como cuando desembarcamos en una bahía solitaria y la guía
señaló un pico, aún más solitario, que había sido escalado por el sacerdote.
¿Pero quién era ese hombre que a principios de siglo había logrado hacer cumbre
en aquella montaña desierta y helada?
Grande fue
mi asombro al descubrir sus fotos y buena parte de su obra en el Museo
Salesiano Maggiorino Borgatello de Punta Arenas, cuando el guía que me
acompañaba mencionó el nombre de este cura intrépido y explorador, montañista,
etnólogo, geógrafo y fotógrafo de avanzada.
Durante
buena parte de mis viajes por la Patagonia volví a escuchar sobre el Perito
Moreno y Darwin, pero muy poco sobre el cura de Agostini, que volvió a ser
mencionado el año pasado cuando navegaba por las aguas del Parque Nacional los
Glaciares, en las inmediaciones de El Calafate, para avistar los glaciares
Viedma y Spegazzini. El padre también había surcado estas aguas.
DE ITALIA A
TIERRA DEL FUEGO
Alberto
María de Agostini nació el 2 de noviembre de 1883 en Pollone, un pequeño pueblo
de la región de Piamonte, norte de Italia, al pie de los Alpes, rodeado de un
entorno natural montañoso que lo marcaría para el resto de sus días. De este
origen podemos rastrear su amor por las montañas y la naturaleza. Su familia se
dedicaba a la edición y venta de libros, y de esta herencia cabe intuir su
vocación por la investigación, su curiosidad infinita y hasta su pasión por la
fotografía. Influenciado por San Juan Bosco, o Don Bosco, el fundador de la
Orden Salesiana, se unió a la iglesia en 1909. Así recalaría, enviado por la
misión salesiana un año después, a los 26 años, en Punta Arenas, la ciudad más
austral de la Patagonia chilena.
Una de las
tareas más complejas de la misión, a la que se abocó junto a otros sacerdotes
de su orden, entre los que se encontraba Monseñor Fagnano, fue la de
resguardar a las comunidades nativas de la región: yámanas, onas,
selk’nam y alacalufes, subyugados y esclavizados por los terratenientes
europeos. Aquellos a los que no lograban esclavizar eran perseguidos hasta la
muerte, desplazados de sus territorios. Así fueron diezmados, cuasi
exterminados en atroces cacerías y contagiados de las pestes que traían los
colonos del viejo continente. Los misioneros de la orden salesiana intentaron
protegerlos agrupándolos en misiones, ante la férrea oposición de los europeos,
los hombres blancos que veían en los nativos un puñado de salvajes.
MONTAÑISTA Y
ETNÓGRAFO
De Agostini,
además de férreo defensor y protector de aquellos pobladores diezmados por el
avasallamiento del hombre blanco, documentó sus vidas en valiosísimas
fotografías. Pero las misiones y su vocación religiosa no fueron su única
ocupación y preocupación. Fue además un apasionado explorador y alpinista, un
gran fotógrafo, documentalista, geógrafo, etnógrafo y antropólogo que dedicó su
vida a la investigación y documentación de sitios recónditos de una región ya
de por sí recóndita.
Recorrió
como pocos la Tierra del Fuego, un sitio que aún hoy desvela a viajeros del
mundo entero. El sacerdote dedicó gran parte de su vida a explorar las tierras
magallánicas. Desde la cordillera Darwin a los grupos del Balmaceda y el Paine,
cerca de Puerto Natales, parajes que lo deslumbraron. “El lugar es de los más
salvajes y grandiosos –escribió–. Selvas, lagos, ríos, cascadas, constituyen el
pedestal de este fantástico castillo torreado, con murallones gigantescos,
acorazado de hielos, sobrepasado por agujas de terrible aspecto que tanta
seducción ofrecen al denuedo de los montañistas...”
Cincuenta
años pasó transitando los senderos de una Patagonia en aquellos tiempos
ultraindómita, años en los que trajinó incansable y documentó absolutamente
todo. Su legado impresiona: dejó una veintena de libros con sus diarios y guías
de viaje (Guía Turística de Magallanes y Canales Fueguinos, Guía Turística de los
Lagos Argentinos y Tierra del Fuego), crónicas varias, artículos y ensayos en
diarios y revistas en Italia, la Argentina y Chile. También la película Tierras
Magallánicas.
Descubrió
fiordos, montañas y zonas inhóspitas de Tierra del Fuego; bautizó cerros
y glaciares. Fue un visionario.
Siempre
acompañado de gauchos, baqueanos, guías locales, escalaba con sotana y su boina
negra, y cargaba sus cámaras fotográficas, que en aquellos tiempos eran
armatostes bien pesados.
LAS
TRAVESÍAS DEL CURA
En sus
primeras expediciones a Tierra del Fuego, entre 1913 y 1914, ascendió el Monte
Olivia, en Ushuaia. En esa ocasión, intentó también escalar el Monte Sarmiento
(2404 metros), un sueño de juventud, aunque no lo lograría. Entre 1914 y
1915 exploró la Cordillera Darwin, desconocida en gran parte hasta aquel
momento, y en la Sierra Alvear, sobre el Lago Fagnano, escaló el Monte
Carbajal, mientras en la Darwin intentó ascender al Monte Italia y logró hacer
cumbre en Belvedere. Entre 1916 y 1917 exploró los grupos del Balmaceda y del
Paine, un sitio que relevó para definir la orografía. En 1929, el sacerdote
emprendió viaje hacia el extremo de un territorio aún desconocido de la cadena:
la cuenca terminal del Paine, y realizó una travesía por la Sierra de Los
Baguales, un macizo que separa el Paine del Lago Argentino.
Entre 1930 y
1932 anduvo por los fiordos Mayo y Spegazzini. Su objetivo era siempre el
mismo: alcanzar una cima, no solo por el mero hecho del ego alpinista, sino que
le sirvieran como punto panorámico para sus relevamientos. En aquella ocasión,
acompañado de los guías Croux y Bron y el doctor Egidio Feruglio, logró escalar
los 2430 metros hasta la cima del Monte Mayo, desde donde tuvo una panorámica
del fiordo y las tierras lejanas al mar, una visión privilegiada, completa, de
todo el territorio en derredor.
Agostini lo
describió así: “Un panorama estupendo, indescriptible por la profunda vastedad
del horizonte y por la sublime grandiosidad de los centenares de cumbres…
son las primeras miradas humanas que contemplan estas soledades de hielo
entre arrebatos de alegría y atónito recogimiento… La mirada se dirige
ávida a través de aquella inmensa extensión de nieves, de hielo y de cumbres,
que la cristalina transparencia de la atmósfera y la fulgurante luz del sol
tornan aún más nítida, y procuro escrutar sus secretos”. Con estos mismos
compañeros emprendería, poco después, la travesía del Hielo Continental y la
Cordillera Patagónica Austral.
Siempre en
busca de nuevos horizontes, entre 1932 y1935 se fue una y otra vez al
cerro Fitz Roy, provincia de Santa Cruz, uno de los macizos más complejos para
escalar de la región. Buena parte del año 37 lo pasó en la zona del lago San
Martín, donde escaló el Monte Milanesio, un punto panorámico donde se avistan
los glaciares O’Higgins y Chico, sobre el brazo sur del lago. En 1942 llegó al
Lago Colonia, al pie del hielo norte, y en 1943, a los sesenta años, alcanzó su
cima como alpinista: escaló el Cerro San Lorenzo (3706 metros), en el límite de
la Argentina y Chile, a la altura de Santa Cruz, un broche de oro para su
carrera de montañista.
A cualquiera
que ande viajando, escalando, deambulando por los senderos y cumbres
patagónicas, abrigado hasta la médula, le costará imaginar a este hombre, transitando
esos mismos parajes, aún más desérticos, solitarios, inexplorados, vestido solo
con sotana y boina, cargando su cámara de fotos para documentarlo todo de
manera magistral, como lo hizo durante aquellos intensos cincuenta años.
En
Argentina, donde su trabajo no es tan reconocido como en Chile, se hizo una
muestra con sus fotografías en el Centro Cultural Borges en 2005, y el
periodista Germán Sopeña estaba escribiendo un libro que quedaría inconcluso y
fue editado póstumamente.
El padre de
Agostini murió el 25 de diciembre 1960 en la Casa Matriz de los Salesianos de
Turín. Su legado sigue vivo y es un faro para los aventureros, fotógrafos y
exploradores vernáculos, sobre todo aquellos desvelados por los paisajes
indómitos de la Patagonia, mucho menos indómita hoy gracias al trabajo del
sacerdote extremo.