Pedro Miguel
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/ 250417
Si se quita
la grandísima mentira mediática de que Emmanuel Macron y su Asociación para la
Renovación de la Vida Política (ARVP) son centristas –porque no lo son–,
resulta inevitable reconocer que poco más de 65 por ciento de los votos de la
elección presidencial del pasado domingo en Francia fueron a parar a diversas expresiones
de la derecha: desde la candidatura parroquial y nostálgica de François Fillon,
en la que acabó refugiado el viejo gaullismo republicano, hasta el trumpismo de
Marine Le Pen y el Frente Nacional. Y claro: el neoliberalismo de Macron, quien
engordó –políticamente hablando– como ministro de Economía en el gabinete de
François Hollande.
Por el lado
de la izquierda, Jean-Luc Mélenchon, candidato de Francia Insumisa (FI) y
representante de una izquierda novedosa, ambientalista y de pensamiento horizontal,
no logró repetir la hazaña de sus primos ideológicos de Podemos, quienes en la
vecina España han conseguido consolidarse en un tercio de las preferencias
electorales, aunque rozó la quinta parte: 19.62 por ciento. Benoît Hamon,
abanderado del Partido Socialista (PS), tuvo en contra la horrorosa gestión de
Hollande (además de la poco disimulada simpatía del actual presidente por
Macron) y acabó hundido, junto con su organización partidista, en 6.35 por
ciento de los sufragios. El resto variopinto de las candidaturas (seis) se
repartió, en conjunto, poco menos de 8 por ciento de la votación total.
Así las
cosas, el pase a segunda vuelta de Macron y Le Pen conforma un escenario
ideológico parecido a la confrontación del año pasado entre Hillary Clinton y Donald
Trump, es decir, una
disputa por el poder entre una derecha globalifílica y liberal y otra cerril,
patriotera y abiertamente racista. Una de las obvias diferencias es que
el Frente Nacional lleva muchos años asediando al poder político francés, en tanto
que el multimillonario republicano tomó por asalto la Casa Blanca en una
operación mercadológica fulminante; otra, que Macron llega con el disfraz de
una opción electoral joven, nueva y de formulación reciente (como la de Albert
Rivera/Ciudadanos en España), en tanto que Clinton no pudo disimular su
pertenencia a un aparato gubernamental envejecido y corrompido.
El hecho es
que, tanto en Francia como en Estados Unidos (donde previamente se procedió a
encapsular al movimiento de Bernie Sanders), una alternativa de
transformaciones sociales, políticas y económicas de relevancia queda fuera de
la competencia desde la configuración misma de estos escenarios.
Como ocurrió
anteriormente en la todavía superpotencia del norte, ninguna de las opciones
electorales que pelearán entre sí por hacerse con la presidencia francesa
ofrece respuestas ni soluciones reales a un país que tiene a 13 por ciento de
su población en situación de pobreza (sí, en Francia hay 9 millones de pobres),
por más que no pocos de ellos hayan sido envenenados por la prédica fóbica del
Frente Nacional y crean sinceramente que su desafortunada situación es culpa de
los inmigrantes.
Ni uno ni otra tienen un
discurso coherente en materia ambiental, que
representa un problema cada día más palpable. Ninguno de ellos ofrece algo realista y concreto a
millones de ciudadanos cuyos niveles y calidad de vida se degradan en
forma sistemática desde que la clase política procedió, por consenso, a la
demolición del estado de bienestar. Y si la racista propone a los jóvenes desesperanzados que revivan el
culto a Juana de Arco, el neoliberal les ofrece sembrar el país con franquicias
y McDonalds. Es legítimo sospechar que semejante choix reforzará el
cinismo y el descrédito general de la política.