Luis Hernández Navarro
www.jornada.unam.mx/040614
El 22 de noviembre de 1975 Juan Carlos I fue
proclamado rey de España por las Cortes españolas (a la izquierda, su esposa
Sofía)
El rey Juan Carlos I
abdicó al trono después de casi 39 años de ser proclamado. Su corona lucía
abollada. Su reino está fragmentado por el desafío soberanista de catalanes y
vascos, el país se hunde en la depresión económica, el bipartidismo que lo
sostuvo ha comenzado a resquebrajarse y la casa real engarza un escándalo a
otro.
El Borbón que
aseguraba que moriría con la corona puesta, el monarca que sentenciaba: los
reyes no abdican, se mueren en la cama, el jefe de Estado que vivía su mandato
como un sacerdocio, decidió decir adiós a su reinado.
Llegó allí por la
voluntad del generalísimo Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de
Dios. El pueblo español no decidió que su Estado fuera una monarquía
constitucional. Nunca se efectuó un referendo ni se acordó en una Asamblea
Constituyente. Juan Carlos I fue designado sucesor del jefe de Estado tras la
muerte del dictador, con base en una ley de 1947 y un acuerdo de las Cortes
franquistas de julio de 1969.
La abdicación no fue
un gesto generoso del monarca para abrirle la puerta a una nueva generación. La
nómina de los escándalos reales deterioró gravemente la imagen del monarca y de
la casa real. Protegido durante años por un pacto de silencio por la prensa de
su país, y amparado por el artículo 56 apartado 3 de la Constitución, que establece
que la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad, Juan
Carlos I sorteó con buen éxito la empresa de mantener su figura en alto durante
años.
Eso se acabó en
2012, cuando, literalmente, metió la pata y se fracturó la cadera.
Imposibilitado de contener los daños en la opinión pública, más pronto que
tarde se supo que su majestad sufrió esa lesión durante un safari en Botsuana
para cazar elefantes. Mientras España se hundía en la crisis económica, seis
millones de adultos se encontraban sin empleo y miles de personas eran
desalojadas de sus viviendas por no poder pagar las hipotecas, el monarca se
divertía matando paquidermos.
El escándalo alcanzó
tal magnitud que, al abandonar el hospital en el que fue operado, el rey tuvo
que hacer a un lado su arrogancia borbónica y disculparse ante sus súbditos: Lo
siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir, dijo ante una cámara de
televisión.
Ciertamente, no
sucedió más. Pero, aunque las cacerías de elefantes se suspendieron, la barahúnda
continuó. Su historia de amor (y de negocios) con la princesa alemana Corina zu
Sayn-Wittgenstein, con quien sostenía una relación sentimental desde 1996, se
filtró a la prensa. Entre otros, el diario italiano La Stampa difundió
la historia de las dos reinas: la oficial y la oficiosa.
El hecho no fue
considerado un episodio ejemplar en un Estado que, aunque formalmente es
aconfesional, mantiene en vigor un concordato con la Santa Sede, por el que la
Iglesia católica disfruta de exenciones fiscales y ha recibido más de mil
millones de euros en los años recientes. Un país en el que el poder de los
purpurados en el terreno educativo hace las delicias del Vaticano. Un
territorio que ha visto florecer a los seguidores de monseñor Josemaría Escrivá
de Balaguer y Albás, fundador del Opus Dei y su variante, la Teología de la
Prosperidad.
Pero la cosa no
quedó allí. No se tranquilizaban aún las aguas de la tormenta africana cuando
reventó el alboroto por el desvío de fondos públicos de su yerno Iñaki Urdangarin
y su hija Cristina. Aunque, para tratar de salvar la reputación de la casa
real, Juan Carlos I apartó a los duques de Palma de los actos oficiales y
declaró que todos los españoles eran iguales ante la ley, para muchos españoles
quedó claro que unos son más iguales que otros. El mismo monarca comenzó a ser
señalado por los negocios que facilitó como jefe de Estado y las ventajas
económicas que eso le acarreó.
Los escándalos
muestran la decadencia de la monarquía como institución. El régimen de los de sangre
azul es una obsolescencia de la historia, un anacronismo antidemocrático que
reconoce a un estamento prebendas y privilegios especiales, incluido el de
ocupar la jefatura de Estado sin someterse al escrutinio popular.
Pero, más allá de
esa descomposición de la casa real, España se debate hoy en una serie de
dilemas a los que su clase política no parece hacer dado solución. ¿Sobrevivirá
el biapartidismo en el que, como se demostró en las elecciones europeas de hace
unos días, millones de electores no se reconocen? ¿Podrá Madrid enfrentar el
desafío soberanista de catalanes y vascos que ven en el actual Estado
centralista una camisa de fuerza inadmisible para lograr sus intereses
históricos? ¿Seguirá aplicándose a rajatabla la política de ajuste y estabilización
que ha condenado a vivir en la tasa de riesgo de pobreza a más de 27 por ciento
de la población?
Por si fueran pocas,
todas estas disyuntivas están irremediablemente atravesadas por un asunto que
cientos de miles de españoles que tomaron las calles este 2 de junio pusieron
en el centro de la agenda política: la realización de un referendo para decidir
la continuación de la monarquía o la instauración de la Tercera República.
Por supuesto, no
parece que la clase política española que gobierna mirando Madrid esté
dispuesta a enfrentar el reto que plantea la voz de la calle. De ella puede
afirmarse lo mismo que el célebre literato Gore Vidal decía de los partidos
políticos en su país: “En Estados Unidos hay un solo partido, el Partido de la
Propiedad… y tiene dos alas derechas: republicana y demócrata”. Así es: los dos
grandes partidos políticos españoles, el PP y el PSOE, son las dos alas del
partido de la monarquía, incluso ahora que se ha abollado la corona.
Este 2 de junio los
españoles vieron miles de banderas rojas, amarillas y moradas ondeando en
edificios y plazas públicas. El debate sobre la nueva república seguirá
creciendo en los próximos días, al calor de la abdicación del monarca y la
crisis del bipartidismo.
Los ojos de esos
mismos españoles observaron también la dimisión de un papa, un rey y buena
cantidad de políticos europeos, pero no del jefe de Gobierno, Mariano Rajoy, a
pesar de que ha conducido a su país al precipicio. Para muchos, ha llegado la
hora de decirle adiós.
Apenas en diciembre
del año pasado Juan Carlos I habló de su determinación de seguir al frente del
trono. Algo grave debe haber sucedido para que cinco meses más tarde haya
abdicado.