Juan
José Tamayo A.
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“Es, pues,
necesario, que el obispo sea intachable, fiel a su esposa (otras traducciones:
“hombre de una sola mujer) sobrio, modesto, cortés, hospitalario, buen maestro,
no bebedor ni pendenciero, sino amable, pacífico, desinteresado, ha de regir su
familia con acierto, hacerse obedecer por sus hijos con dignidad; pues si no
sabe gobernar su propia casa, ¿cómo se va a ocupar de la Iglesia de Dios?”
Este texto no es de
ningún movimiento cristiano progresista actual que reivindique la supresión del
celibato de los sacerdotes. Pertenece a la Primera Carta a Timoteo -del Nuevo
Testamento-, escrita quizá a finales del siglo I, época en la que la mayoría de
los obispos y sacerdotes estaban casados.
El celibato no aparece como un mandato o condición necesaria que
impusiera Jesús de Nazaret a sus seguidores y seguidoras. La actitud fundamental era la renuncia a
los bienes y su reparto entre los pobres, pero nada relacionado con la sexualidad.
Tampoco se exigió la continencia sexual a los dirigentes de las primeras
comunidades, ni, posteriormente, a los obispos, presbíteros y diáconos. Era una
opción libre y personal. El ejercicio de los carismas y ministerios al servicio
de la comunidad no requería llevar una vida célibe.
En la Primera Carta
a los Corintios, escrita el año 52 de la era común, Pablo de Tarso va todavía
más allá y reivindica su derecho a casarse como el resto de los Apóstoles: “¿No
tenemos derecho a hacernos acompañar de una esposa cristiana como los demás
hermanos del Señor y Cefas?” (1Cor 9,4-6). No
existe, por tanto, una vinculación intrínseca entre el celibato y el ministerio
sacerdotal.
La primera ley oficial del celibato obligatorio para los sacerdotes se
promulgó explícitamente en el II Concilio de Letrán en 1139
–implícitamente ya lo había hecho el II Concilio de Letrán en 1123-, apelando a
la necesidad de la continencia sexual y a la pureza ritual para celebrar la
eucaristía. Estamos, por ende, ante una tradición tardía, ajena a los orígenes
del cristianismo y, por supuesto, a la intención de su fundador Jesús de
Nazaret.
Durante mucho tiempo
se creyó que la ley de la continencia sexual de los clérigos tenía su origen en
el Concilio de Elvira, de principios del siglo IV, y en el Concilio de Nicea
(año 325). Hoy, sin embargo, es opinión muy extendida entre los especialistas
que los documentos atribuidos a Elvira no pertenecen al mismo, sino a una
colección que data de finales del siglo IV, y que en Nicea no parece que se
tratara de la continencia de los sacerdotes (Cf.
E. Schillebeeckx, El ministerio eclesial. Responsables en la comunidad
cristiana, Cristiandad, Madrid, 1983, pp. 150ss)
El actual Código de Derecho Canónico, promulgado
por Juan Pablo II en el Palacio del Vaticano el 25 de enero de 1983, se aleja de los orígenes y sigue la
tradición represiva posterior en el canon 277: “Los clérigos están
obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los
cielos y, por tanto, quedan sujetos a guardar el celibato, que es un don
peculiar de Dios, mediante el cual los ministros pueden unirse mejor a Cristo
con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de
los hombres”. A los sacerdotes les pide prudencia en el trato con personas
–mujeres, se entiende- que pueden poner en peligro la obligación de guardar la
continencia.
El cambio es
abismal: de la libertad de elección a la imposición de la vida celibataria, del
libre ejercicio de la sexualidad a la abstinencia sexual, de la vida en pareja
a la vida solitaria. La disciplina eclesiástica represiva impera sobre la
experiencia liberadora del cristianismo primitivo. El Código de Derecho
Canónico suplanta al Nuevo Testamento y su autoridad termina por imponerse. ¡El
cristianismo al revés!
¿Qué ha sucedido en
el catolicismo romano para que se haya producido esta involución? ¿Cuáles son
las razones de dicho cambio?
Una primera fue la pureza legal, que prohibía las
relaciones sexuales de los sacerdotes antes de la celebración de la eucaristía
para así poder celebrarla limpiamente. Influyó también la incorporación del
dualismo platónico a la antropología cristiana: la consideración negativa del
cuerpo como algo a mortificar y de la carne como obstáculo para la salvación y
la consideración del alma como la esencia del ser humano que había que salvar
en detrimento del cuerpo.
Conforme a esta antropología dualista, se reconocía a
la vida célibe una “plusvalía” sobre la vida matrimonial. Camino, de san
José María Escrivá de Balaguer es bien explícito al respecto: “El matrimonio es
para gente de tropa, no para los grandes oficiales de la Iglesia. Así, mientras
comer es una exigencia para cada individuo, engendrar es exigencia para la
especie, pudiendo desentenderse las personas singulares. ¿Ansia de hijos?…
Hijos, muchos, y un rastro imborrable de luz dejaremos si sacrificamos el
egoísmo de la carne (máxima 28).
La tercera razón fue
la demonización de la mujer, a la
que se calificaba de tentadora, lasciva, libidinosa, pasional, sensual y de
llevar al varón a la perdición. Y eso no se aplicaba solo a determinadas
mujeres de vida poco ejemplar, sino que se creía estaba inscrito en la propia
naturaleza femenina. Algunos Padres de la Iglesia definieron a la mujer como
“la puerta de Satanás” y “la causa de todos los males”.
Hoy hay un clima
generalizado, dentro y fuera del catolicismo, favorable a la supresión de la
anacrónica ley del celibato. Veintiséis mujeres enamoradas de sacerdotes han
escrito al papa pidiéndole derogarla por el “devastador sufrimiento” que
“despedaza el alma” de ellas y de sus compañeros sacerdotes. En el vuelo de
vuelta a Roma, tras su visita a Jordania, Palestina e Israel, el papa Francisco
afirmó que el celibato “es un don para la Iglesia”, por el que muestra “un gran
aprecio“, pero que “al no ser un dogma de fe, siempre está la puerta abierta”.
En similares
términos se pronunció monseñor Pietro Parolin pocos días después de ser
nombrado secretario de Estado del Vaticano por Francisco en declaraciones al
diario El Universal, de Venezuela, de donde era nuncio: el celibato
obligatorio de los sacerdotes –dijo- “no es un dogma de la Iglesia y se puede
discutir porque es una tradición eclesiástica”. Estos pronunciamientos no
suponen ninguna novedad, ya que responden a algo sabido y compartido tanto por
defensores como por detractores de dicha tradición eclesiástica.
Es hora, creo, de
pasar de las palabras a los hechos, de las declaraciones propagandísticas al
cambio de normativa. Es hora de dar el jaque mate al celibato obligatorio y de
declarar el celibato opcional. De lo contrario, los escépticos ante la
intención de Francisco de reformar la Iglesia tendrán un argumento más para
seguir siéndolo.
Conviene recordar
que la incompatibilidad en el cristianismo, al menos en el cristianismo de
Jesús de Nazaret, no está entre el amor a Dios y la sexualidad, entre el amor
divino y el amor humano. En absoluto. La oposición está entre el amor a Dios y
el amor al dinero, conforme a la máxima evangélica: “Nadie puede servir a dos
señores, porque aborrecerá a uno y querrá al otro, o bien se apegará a uno y
despreciará a otro. No podéis servir a Dios y al Dinero (Mateo 6,24). Si se ama
al Dinero, Dios está de más.
Habría que leer a
Eduardo Galeano para des-demonizar el cuerpo, perderle el miedo y reconocerle
en su verdadera dimensión placentera y festiva: “La Iglesia dice: el cuerpo es
una culpa. La ciencia dice: el cuerpo es una máquina. La publicidad dice: el
cuerpo es un negocio. El cuerpo dice: yo soy una fiesta”. Es una razón más para
oponerse a normas que imponen comportamientos represivos que hacen (más)
infelices a las personas.
Juan
José Tamayo es profesor de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Invitación
a la utopía (Trotta, 2012) y Cincuenta intelectuales para una conciencia
crítica (Fragmenta, 2013).