Olmedo Beluche
El Proyecto de Ley 61, “Por la cual se adoptan políticas
públicas de educación integral, atención y promoción de la salud”, ha
generado un revuelo que agita a los sectores más conservadores de la sociedad,
principalmente al fundamentalismo cristiano panameño. Se hacen
proclamas y se culpa al mismo diablo de ser autor intelectual del proyecto,
mientras que otros más sofisticados achacan a la responsabilidad a los “malthusianos”
atrincherados en Naciones Unidas.
Aparte de las chabacanas falsificaciones sobre el contenido del Proyecto
de Ley y las guías para educadores que está elaborando el Ministerio de
Educación, los fundamentalistas atacan a la llamada Teoría de Género (ellos dicen
“ideología de género”) como la causa de todos los males. Supuestamente esta
teoría pretende sembrar en las mentes vírgenes de nuestros niños y jóvenes
ideas subversivas sobre prácticas sexuales “raras” como la homosexualidad,
etc.
La pregunta que muchos se deben estar hacienda es: ¿Qué contiene la
Teoría de Género para que la ataquen de esta manera tan visceral? En realidad
sus ideas no son nada sofisticadas, sino reflexiones que cualquier persona a
partir de su experiencia personal puede verificar, pero cuyas conclusiones
pueden cambiar el mundo. ¡Eso es lo que más preocupa a sus detractores!
Dos mujeres prominentes son las precursoras de la categoría de género.
La primera, la antropóloga Margaret Mead, que en su libro Sex and
Temperament in Three Primitive Societies, publicado en 1935, llegó a
la conclusión de que los roles sociales asignados a los sexos no eran de origen
biológico sino culturales. La segunda, la gran escritora
francesa Simone de Beauvoir, quien resumió el asunto en una frase famosa: “Una
no nace mujer, sino que se hace mujer”.
El sicoanalista Robert Stoller (Sex and Gender) precisó
el concepto de género: “aspectos esenciales de la conducta -a saber, los
afectos, los pensamientos, las fantasías- que aún ligados al sexo, no dependen
de factores biológicos”. Hasta los años cincuenta del siglo pasado se
creía que la persona, al nacer hombre o mujer, ya venía con una marca de
fábrica que le asignaba no sólo lo que podía o debía hacer, sino incluso cómo
debía comportarse en sociedad (temperamento). Lo cual fue, y sigue siendo,
fuente de sufrimiento para incontables personas en todo el mundo.
Todos lo hemos escuchado: las niñas deben portarse bien y estarse
quietecitas; los varones pueden ser desordenados o violentos.
O aquello de “los hombre no lloran”, “ni juegan con muñecas”. Los
hombres a la mecánica o andar por la calle, las chicas a estarse en casa y
aprender las labores domésticas. Y luego se casaban y el cura santificaba:
“seguirás a tu marido donde quiera que vaya”.
Gracias a la observación de otras culturas, la antropología, la
sociología y la sicología, descubrieron que las expectativas que la sociedad se
hace sobre el sexo de una persona no tienen nada que ver nada con la biología,
sino que son una construcción cultural. Dicho más científicamente, el
“género” o “rol sexual está definido socialmente”. Es decir, depende de la
sociedad donde naces y vives.
Lo que es todavía peor y más subversivo para todos los
retrógrados, las expectativas de género pueden cambiar, pueden desaprenderse
y se modifican con el tiempo, y cambian con la sociedad. No, no son
eternas. ¿Por ejemplo? El gran Alejandro Magno, que extendió la dominación
griega hasta la India, era homosexual. No cumplía de las expectativas de género
en materia de heterosexualidad que la sociedad actual, influida por las
tradiciones judeo cristianas, esperaría de ellos. Pero para su sociedad,
era perfectamente “normal”.
Otro ejemplo: la separación de las mujeres de la vida pública y su
sometimiento como cuasi esclavas domésticas no existió siempre ni en todas las
sociedades. Por el contrario, la historia registra muchas sociedades en que las
mujeres eran respetadas y participaban de la vida pública en igualdad de
condiciones que los hombres. Inclusive, las formas de familia tampoco son
eternas, ellas han cambiado y siguen cambiando, de manera que no siempre
existió la familia monogámica tradicional que hoy prevalece.
El movimiento feminista, echó mano del concepto de género y lo ha
utilizado como un arma en su lucha contra la injusticia de una sociedad en que
la mitad de su población, las mujeres, es marginada o discriminada sólo por
haber nacido con vagina en vez de pene. Una sociedad que les fija como
principal objetivo de vida y realización personal: parir y criar. En palabras
de la feminista norteamericana Kate Millett, el patriarcado es una institución perpetuada mediante "el
conjunto de relaciones y compromisos estructurados de acuerdo con el poder, en
virtud de los cuales un grupo de personas queda bajo el control de otro grupo".
Según Millett, el patriarcado se apoya en dos principios: el control del macho
sobre la hembra, y del macho de más edad sobre el más joven.
Como toda forma de poder social, el
patriarcado se asienta sobre la violencia y el consenso (ideología). Aquí
la ideología que sostiene el "status" superior del hombre sobre la
mujer, se basa en la construcción de un "temperamento" distinto para
cada sexo, modelado de acuerdo a diversos estereotipos (masculinos y
femeninos), y sobre un "papel sexual" o código de conducta que la
sociedad le asigna a cada uno. Apoyándose en el estudio de R. Stoller, se
establece la diferencia entre los conceptos sexo y género. Siendo
el sexo las características fisiológicas diferenciadas, mientras que
el género se refiere a los "aspectos esenciales de la
conducta -...-que no dependen de factores biológicos".
Millett demuestra cómo la identidad
(temperamento y rol) femenina o masculina no están determinadas biológicamente,
sino que son una construcción cultural que se aprende. En los niños
esta identidad de género se establece con la adquisición del lenguaje. "Cada
momento de la vida del niño implica una serie de pautas acerca de cómo tiene
que pensar o comportarse para satisfacer las exigencias inherentes al género".
Claro que a los fundamentalistas no les gusta que a la gente se le
enseñe desde niños que todos los seres humanos son iguales, y que no debe haber
discriminación sexual o de género, o que el sexo no es malo. Ni que se les
enseñe que los estereotipos sexuales no son más que prejuicios para justificar
una situación de opresión contra una parte de la humanidad, las mujeres.
Podemos incluir allí a los homosexuales y lesbianas.
Porque el peligro que temen los fundamentalistas es que se extienda una
revolución, que ya ha empezado, en cada hogar,
cuando todas las mujeres decidan rebelarse contra la esclavitud doméstica
y la sumisión al marido.
Y cuando la mayoría de los hombres tomen conciencia de la justeza de la
demanda de real igualdad de derechos para las mujeres y actúen de manera no
machista.
Cuando se imponga la razón, y se acabe la falsa creencia de que el
matrimonio dota al hombre de una sirvienta personal.
Cuando desaparezca la estupidez de aquellos que creen que amar significa
apropiarse de la persona amada como si fuera un objeto, del que puedes disponer
a tu voluntad y que no puede tomar un camino por su propia cuenta.
Cuando los policías y periodistas dejen de llamar al feminicidio como
“crimen pasional” y lo reconozcan como lo que en verdad es, un crimen de odio,
dirigido contra las mujeres por su mera condición de serlo, porque no se las
considera capaces de actuar con libertad y elegir a quien amar o a quien no
amar.
Esos “cuandos” demandan una revolución que nos libere del machismo, de
la violencia sexista, de la discriminación, de la sumisión y de cualquier forma
de opresión. Esta revolución no sería simplemente política o económica, sino
que estremecería los cimientos de la cultura como la conocemos. Sí, la Teoría
de Género puede ser peligrosa para los que defienden el patriarcado
capitalista.