José M.
Castillo S.
www.religiondigital.com/190716
Se suele
decir (y es verdad) que la religión cristiana tiene su origen en Jesús de
Nazaret. Como también suele decir (y también es verdad) que la Iglesia tuvo sus
comienzos en la vida y las enseñanzas de Jesús.
Pero tan
cierto, como lo que acabo de decir, es que ni
Jesús fundó (o instituyó) una religión, ni fundó (o instituyó) una iglesia.
¿Cómo iba a
fundar una religión un hombre que provocó un conflicto mortal con los
dirigentes de la religión, con el templo, con los sacerdotes, los rituales y
normas que la religión imponía a la gente, de forma que todo aquello terminó en
la condena de Jesús como un delincuente subversivo?
Y por lo que
se refiere a la Iglesia, ni siquiera el
concilio Vaticano II se atrevió a decir que Jesús fue su “fundador”, sino
que se limitó a indicar que la Iglesia tuvo su origen en la predicación de
Jesús sobre el Reino de Dios (LG 5, 1). Por supuesto, san Pablo les puso el
nombre de “iglesias” a las “asambleas” que él fue organizando en sus viajes
apostólicos. Pero sabemos que Pablo fue un judío de cultura griega, en la que
el término “ekklesía” designaba la asamblea de los ciudadanos libres, que se
reunían para votar democráticamente las decisiones importantes.
Entonces, ¿qué es lo que nos dejó Jesús a quienes
creemos en él y, por tanto, pensamos que su legado es importante, incluso
determinante y hasta decisivo?
Leyendo y
analizando a fondo los evangelios, lo que en ellos queda patente es que Jesús
fue un profeta, que trasmitió a su posteridad un proyecto de vida, una forma de
estar y de actuar en este mundo. Un proyecto de vida que se lleva a la práctica
a partir de lo que fueron las tres preocupaciones fundamentales que vivió el
propio Jesús:
1) La salud
(relatos de “curaciones de enfermos”).
2) La
alimentación (relatos de “comensalía”, la mesa compartida).
3) Las relaciones
humanas (enseñanzas sobre la “felicidad, misericordia, justicia, perdón,
amor…).
Este
“proyecto de vida”, en el lenguaje y en la teología del Evangelio, se resume y
se condensa en el “seguimiento” de Jesús. De forma
que la cristología se constituye primordialmente, no desde determinados dogmas
y saberes, sino a partir del seguimiento de Jesús.
Pues bien,
si lo que acabo de indicar fue constitutivo y determinante en los orígenes del
cristianismo, en seguida se comprende –y se comprende sin dificultad– cómo y
por qué la Iglesia encontró acogida en la antigüedad o, por el contrario, cómo
y por qué la Iglesia encuentra indiferencia y hasta rechazo en la modernidad.
Quiero decir
que, en los primeros siglos de su historia, cuando la Iglesia se fue
organizando y se hizo presente en la sociedad de forma que lo central y
determinante de su vida fue la lucha contra el sufrimiento y la acogida de toda
clase de gentes marginadas, excluidas y despreciadas, fue entonces cuando la
Iglesia se expandió por todo el Imperio, hasta llegar a ser la institución
central y más valorada en aquellos tiempos.
Como bien ha
explicado el profesor E. R. Dodds, cuando el Imperio vivió una auténtica “época
de angustia” (desde mediados del s. II hasta el s. IV), “la Iglesia ofrecía
todo lo necesario para constituir una especie de seguridad social: cuidaba de
huérfanos y viudas, atendía a los ancianos, a los incapacitados y a los que
carecían de medios de vida…”. Y añade el mismo Dodds: “Debieron ser muchos los
que se sintieron desamparados: los bárbaros urbanizados, los campesinos
llegados a las ciudades en busca de trabajo, los soldados licenciados, los
rentistas arruinados por la inflación y los esclavos manumitidos.
Para todas
estas gentes, el entrar a formar parte de la comunidad cristiana debía de ser
el único medio de conservar el respeto hacia sí mismos y dar a la propia vida
algún sentido. Dentro de la comunidad se experimentaba el calor humano y se
tenía la prueba de que alguien se interesa por nosotros, en este mundo y en el
otro”.
Con el paso
de los tiempos, el centro de las preocupaciones de la Iglesia se fue
desplazando: de la lucha contra el sufrimiento de los pobres y excluidos, al
establecimiento y potenciación de la propia autoridad. Lo que
desembocó en el desplazamiento del Evangelio de Jesús a la religión de los
sacerdotes. Lo central en la Iglesia
dejó de ser el “seguimiento” evangélico. Y lo fue, desde entonces, el “poder”
eclesiástico, que antepone –en la práctica- la sumisión de los fieles a la
solidaridad con los pobres, marginados y excluidos.
Así las
cosas, mientras la religión fue un componente central de la cultura y la
sociedad, la Iglesia se vio a sí misma como fiel a la misión que tenía que
cumplir en este mundo. Hasta que, en el s. XVIII, la Ilustración puso en
evidencia las contradicciones que la Modernidad encuentra en el hecho
religioso. Contradicciones que, en los siglos XIX y XX, han tomado fuerza y
presencia en la mentalidad de los ciudadanos de la moderna “cultura secular”.
Lo que nos ha traído a la desconcertante situación que estamos viviendo.
Si nos
empeñamos en seguir intentando armonizar -y hasta identificar- “religión” y
“Evangelio”, ni la mayoría de los ciudadanos pone en práctica la religión, ni
la gente religiosa acaba de entender el Evangelio viviendo el seguimiento de
Jesús. Como es lógico e inevitable, en estas condiciones, el presente y el
futuro de la Iglesia se nos hace cada día más problemático.
¿Seguiremos
afincados en nuestra tradicional religiosidad o nos decidiremos por la
fidelidad definitiva al seguimiento de Jesús?