Una propuesta pastoral para el Sínodo
José
M. Castillo S.
www.religiondigital.com/02.10.15
Cuando faltan solo unas
horas para el comienzo del Sínodo de la Familia, crecen y suben de tono, en la
Iglesia, las voces de alarma que hablan de “cisma blanco”, “cisma rojo” (Jorge
Costadoat). O de quienes, como es el caso del cardenal Kasper, llegan a
insinuar que estamos entrando en un “cisma práctico”, o sea (si me he enterado
bien) un cisma que nadie formula en teoría, pero que en la práctica diaria de
la vida funciona dividiendo a los católicos y fracturando a la Iglesia.
Por eso, ahora más que
nunca, es el momento de preguntarse: ¿qué puede hacer el papa en este asunto,
tal como están las cosas?
Como es lógico, habrá
que esperar a ver cómo se desarrolla el Sínodo y, sobre todo, tendremos que
saber lo que, después del Sínodo, dice y decide el papa. Pero es precisamente
para eso, para indicar lo que, según mi modesta opinión, considero que es lo
más acertado que el papa podría -y quizá tendría que- hacer en la situación que
estamos viviendo en la Iglesia ahora mismo. Por eso me atrevo a presentar la
propuesta siguiente.
Ante todo, considero
que es fundamental tener muy claro que,
en el tema de la familia, no estamos ante una cuestión de Fe. Por la
sencilla razón de que, si pensamos y hablamos de la familia desde la Fe
dogmática, que profesa la Iglesia, no existe definición dogmática alguna, en el
Magisterio de la Iglesia, sobre este asunto. Y si alguien encuentra un
documento magisterial definitorio sobre el modelo de familia o incluso sobre la
indisolubilidad del matrimonio, que lo diga.
Más aún, los textos
bíblicos de Mt 19:1-9 y Mc 10:1-12, ampliamente estudiados y discutidos por la
exégesis mejor documentada, han demostrado sobradamente que no se refieren a la
problemática actual sobre si el matrimonio es o no es indisoluble. En esos
textos, Jesús se opone al derecho unilateral que, según Deut 24:1, tenía el
hombre para repudiar a la mujer, sobre todo si hacía tal cosa “por cualquier
causa” (Mt 19:3). Lo que indica claramente que Jesús no se refiere a la indisolubilidad del matrimonio, sino al
derecho unilateral del hombre frente a la mujer que, según la ley de Moisés,
carecía de ese derecho. Una desprotección de la mujer, que se agravaba por
causa de las enseñanzas de la escuela de Hillel, que llegaba a permitir el
repudio de la esposa “por cualquier motivo” (Mt 19:3).
Por otra parte, el
hecho de que, durante siglos, se hayan mantenido, entre los cristianos, unas
prácticas y unas costumbres determinadas sobre esta cuestión, no es (ni puede
ser) un argumento determinante para obligar al papa a mantener, de forma
irrevocable, unos determinados usos o prácticas por más inamovibles que se
consideren esas prácticas y esas costumbres. Y por más respetables que sean las
personas que pretenden mantener un determinado modelo de familia.
Quienes
afirman que la Iglesia no puede en ningún caso admitir el divorcio, demuestran
una ignorancia incomprensible, ya que, al decir eso, desconocen que la Iglesia,
durante siglos, admitió el divorcio en determinados casos. Por ejemplo,
en la respuesta que el papa Gregorio II, en el año 726, envió al obispo san
Bonifacio (PL 89, 525). Lo mismo que en la respuesta del papa
Inocencio I a Probo (PL 20, 602-603). Doctrina que quedó
recogida en el Decreto de Graciano, en el siglo XI (R.
Metz - J. Schlick, “Matrimonio y divorcio”, Salamanca 1974, 102-103; M.
Sotomayor, “Tradición de la Iglesia con respecto al divorcio. Notas
históricas”: Proyección 28 (1981) 55).
Estando así las cosas,
lo más razonable, que se puede sugerir en este momento, es que el papa debe
sentirse libre para tomar una decisión pastoral, que ayude a la Iglesia entera
y en su conjunto a ir madurando la doctrina teológica a seguir. Y, sobre todo,
la práctica pastoral que se debe adoptar, al menos mientras las cosas no se
vean con más claridad y precisión.
Esto supuesto, y dada
la confrontación que de hecho existe en la Iglesia sobre este problema, parece
lo más razonable sugerir al papa que - de momento, al menos - lo mejor sería
dejar, a los pastores y a los fieles en la Iglesia, en la libertad de proceder
según la propia conciencia. De forma que nadie se sienta, ni se pueda sentir,
con el derecho y el deber de imponer su propio punto de vista, en un asunto
sobre el que no existe ni una enseñanza bíblica, ni una doctrina magisterial
que lo pueda imponer desde la Fe. Como tampoco existe, en la historia de la
Iglesia, una enseñanza o una práctica uniforme, clara y firme en cuanto se
refiere a la defensa de la indisolubilidad del matrimonio, como ahora pretenden
imponer algunos obispos y otras dignidades eclesiásticas.
Estamos, pues, ante un
asunto sobre el que sabemos que existe un notable pluralismo entre los
creyentes en Jesucristo, de forma que, existiendo tal pluralismo, ni el papa podría tomar la decisión de
pronunciar una definición dogmática sobre un tema en el que la “Fe de la
Iglesia” no es uniforme ni posee las condiciones necesarias para el
pronunciamiento de una definición dogmática, como quedó dicho en la definición
de la infalibilidad pontificia del concilio Vaticano I (DH
3074)
y en la precisión que, sobre este punto capital, hizo el Vaticano II (LG
n. 25).