Carlos Martínez García
www.jornada.unam.mx/290415
Para el obispo de
Celaya, Benjamín Castillo Plascencia, el activismo del sacerdote Alejandro
Solalinde lo muestra como un chicharronero. El titular de la diócesis celayense
aseguró que Solalinde no acata los dictámenes de la Iglesia católica, no está
en comunión con su obispo y es protagonista porque le gusta que lo sigan las
cámaras televisivas. ¿Por qué hizo señalamientos tan excesivos?
Castillo Plascencia
reaccionó acremente contra Solalinde Guerra porque éste hizo ciertas
afirmaciones sobre el autoritarismo prevaleciente históricamente en la Iglesia
católica romana. En un foro realizado en la Universidad Iberoamericana, campus
León, Guanajuato, el padre
Solalinde señaló que la Iglesia católica “es autoritaria y no
escucha a los ciudadanos y sigue siendo ‘chicharronera como en la Edad Media’
[…] reconoció que la misma Iglesia no los escucha [a los ciudadanos], y actúa
en forma autoritaria”.
Lo de que la Iglesia
católica ha sido chicharronera debe entenderse, como implica el mexicanismo
aquí nada más mis chicharrones truenan, en el sentido de imponer el criterio
propio y negar la existencia de otras voces y convicciones. El chicharronerismo
es la cerrazón a la diversidad, el ninguneo de los derechos de los demás, la
cultura dictatorial que decide por los otros y otras, quienes son considerados
incapaces de tomar opciones por sí mismos.
Lo que más levantó
la indignación del obispo Benjamín Castillo fue la crítica de Solalinde a la
sordera de la institución eclesiástica. Sin embargo, en la mayor parte de su
exposición el fundador del albergue para migrantes Hermanos en el Camino se
ocupó de señalar el estado en que se encuentra la mayor parte del pueblo
mexicano debido a la corrupta partidocracia que lo gobierna. Para explicarlo
usó una categoría que no aparece en obras de sociología ni ciencia política: No
tenemos un pueblo apático, tenemos un pueblo madreado, desde la época de la
Colonia, siempre dominado, domesticado. Nunca hemos sido un pueblo libre,
maduro y equilibrado.
Recordemos que los
pareceres del padre Alejandro Solalinde fueron expresados en un foro
universitario, no en un acto de culto público. Lo recuerdo por aquello de la
tentación burocrática de quererle aplicar al sacerdote restricciones contenidas
en la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público.
No gustó al obispo
Benjamín Castillo Plascencia el recordatorio de Solalinde sobre lo medieval que
sigue caracterizando a la Iglesia católica actual. Esta fue la razón por la
cual le reviró al sacerdote incómodo que quien busca imponer sus convicciones
es él. Por eso dijo “él es el chicharronero, […] él es [quien] anda buscando
los reflectores, porque ignora la obra de todos los demás […]. La Iglesia está
muy abierta a la ciudadanía y tenemos muchas obras sociales”. Abundó en que
Solalinde ha sido reconvenido por la Conferencia del Episcopado Mexicano,
porque le gustan mucho las cámaras, le encanta aparecer y ahí depende mucho de
lo que recibe para su obra, pero desconoce la obra de todos los demás, nada más
la de él, no sólo él tiene [obra en] Oaxaca.
El esquematismo de Castillo
Plascencia reduce todo a un afán mediático de Solalinde. Para nada refirió algo
que es bien conocido por quienes conocen de cerca al sacerdote: su muy sencillo
estilo de vida y congruencia entre ideas y acciones. Ni una palabra de las
austeras condiciones diarias en que ha vivido Solalinde Guerra en Ixtepec,
Oaxaca, compartiendo con migrantes centroamericanos su lacerante peregrinaje
por la frontera sur de México.
La de Solalinde ha
sido una de las principales voces para visibilizar la tragedia de los
migrantes, los abusos que se perpetran contra ellos y ellas, los intereses que
confluyen para traficar con seres humanos. Su involucramiento en esta causa
tiene un resultado seguro, como señala Emiliano Ruiz Parra: “nunca será
consagrado obispo, porque dice lo que piensa de su madre Iglesia: que no es
fiel a Jesús, sino al poder y al dinero; que es misógina y trata con la punta
del pie a los laicos y a las mujeres, y que no es la representante exclusiva de
Cristo en la
Tierra”.
Entonces, ¿quién es
el chicharronero? ¿Un sacerdote como Solalinde, que, impelido por su
entendimiento de lo que debe ser su ministerio de servicio en favor de los
marginados, se enfrenta no solamente a la red de intereses que atrapa y explota
a los migrantes, sino también señala el alejamiento de la alta burocracia
clerical de las necesidades y expectativas de la gente?
¿O serán
chicharroneros el obispo de Celaya, y otros de la Conferencia del Episcopado
Mexicano, que siguen defendiendo privilegios medievales, se niegan a reconocer
la diversificación de la sociedad mexicana, se atrincheran en el verticalismo
institucional que veda derechos plenos a los que llaman laicos y tienen un tren
de vida lleno de lujos en buena medida gracias a su cercanía con la clase
política?