IPN-USAC Instituto de Problemas Nacionales
/ Universidad de San Carlos
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Impunidad es el delito que
queda sin castigo. No cualquier castigo, solo el que cumple con el debido
proceso. Configura un cuadro de impunidad la falta de investigación,
persecución, captura, enjuiciamiento y condena de los responsables de
transgredir normas de la sociedad.
Entre 2012 y 2014 han quedado
en la impunidad el 93 por ciento de violaciones al derecho a la vida, el 84 por
ciento de casos de corrupción denunciados, el 87 por ciento de delitos
económicos y el 86 por ciento de operaciones de lavado de dinero.
No hay la debida sanción a
causa de un contexto de debilidad y porosidad institucional en el sistema de
seguridad y de justicia, pero también porque la impunidad se ha convertido en
una estrategia de poder para acumulación corrupta de dinero y de control
social, que incluye el clientelismo. El problema mayor es que la impunidad se
perpetúa con pautas sociales que echan raíces: tolerar a la violencia, laxitud
ante la aplicación de la ley y complicidad, es decir, silencio, minimización de
los hechos graves y tendencia a cargar la culpa sobre las víctimas. Esos usos
se refuerzan con la voluntad del statu quo a inducir el olvido,
negación, ocultamiento o tergiversación de tragedias históricas causadas por el
Estado.
Hay un tipo de impunidad que
producen agentes del Estado de una manera perversa y planificada, en asociación
con grupos privados. Constituyen redes flexibles de corrupción y crimen.
Retratando la experiencia de posguerra en El Salvador, en el Acuerdo Global de
Derechos Humanos (1993) se les denominó “cuerpos ilegales y aparatos
clandestinos de seguridad” (Ciacs), que en 20 años han mutado a una forma
peculiar de crimen organizado que pone en riesgo la viabilidad del Estado
constitucional de derecho. Es para atacar esa manifestación específica de
criminalidad que se pidió la presencia de la CICIG.
Casos históricos que
pertenecen a este tipo de “impunidad de fábrica” criminal son el del empresario
Édgar Ordóñez Porta y el obispo Juan Gerardi a fines de la década de 1990, o
los crímenes que perpetró el equipo del ministro Carlos Vielmann entre 2004 y
2007, juzgados en cortes de justicia en Europa. Los “blancos” (las víctimas)
fueron seleccionados con diversos propósitos (económicos, políticos o
ideológicos) y el sistema de persecución penal y juzgamiento operó eficazmente
para ocultar pruebas, desviar móviles y responsables, contando con un aparato
de publicidad. Al final lograron su objetivo de sembrar la duda sobre cuál es
la verdad.
Como sea, para la población
que sufre delitos y abusos, injusticias en general, el sistema ha perdido
crédito. Por eso no extraña que en las encuestas de victimización apenas el 29
por ciento presenta denuncias y el 53 por ciento asevere que no lo hace “porque
no sirve para nada”, o que el 63 por ciento manifiesta que su confianza en el
sistema de justicia equivale a “poco o nada”, o bien que el 42 por ciento vea
en un agente de Policía a un delincuente.
El compromiso de las elites, a
las cuales prioritariamente corresponde rescatar el sistema, es débil y a
medias. Como en un menú, seleccionan lo que les conviene a corto plazo. Y la
carencia de una clase política –entendida como aquella que traduce en acuerdos
los intereses generales y vitales de la sociedad en un amplio horizonte de
tiempo– convierte la dinámica del país en una carrera de disputas encarnizadas
y de corto alcance donde la impunidad, como forma de ejercicio del poder, es
una moneda de cambio.
Por esa razón no hay políticas
de Estado que fortalezcan las instituciones ni clarifiquen reglas del juego de
cumplimiento general obligatorio. Los abundantes programas de modernización –la
mayoría cofinanciados por la cooperación internacional– de tribunales,
fiscalías y Policía no tienen continuidad e, igual que las iniciativas de
prevención, resultan marginales, incapaces por tanto de transformar las
condiciones que hacen del país el caldo de cultivo de la impunidad.
La posición de las elites más
poderosas del país frente a la CICIG resulta ilustrativa sobre el empleo del
“menú”, como pauta de compromiso. En tanto que la premisa fue que el “contrato”
era con las elites tradicionales y serviría para neutralizar a las elites
emergentes, supuestamente más propensas a acumular poder y dinero mediante
corrupción, clientelismo y crimen, la CICIG era aceptable. Pero cuando la
premisa se rompió, pues también apareció en el radar de la impunidad que
sectores de las elites tradicionales participaban del ejercicio del poder en
base a prácticas de corrupción y crimen, el contrato de cooperación caducó.
Justo en ese estado nos
encontramos, cuando el presidente Otto Pérez debe decidir la renovación o no de
la CICIG hasta 2017. Lo que la historia de este periodo ha demostrado es que
hay, también, elites tradicionales y emergentes a las que conviene la
instauración de un real Estado de Derecho, y otras a las que no. Ahora su
contrato no es con la CICIG, es con la Historia.