Jose
Arregi
www.atrio.org/031013
En estos seis meses
y medio, desde la elección del papa Francisco, en más de una ocasión he
expresado mis reservas ante la euforia papista que se ha propagado en los
sectores más abiertos e innovadores de la Iglesia Católica. Comprendo su
alegría y la comparto, pues volvemos a respirar aire fresco. De nuevo podemos
decir sin arrogancia y sin complejo: “Somos Iglesia de Jesús, compañera de los
hombres y mujeres de hoy”. Sin embargo…
Sigo teniendo muchas
dudas de que vaya a darse durante este papado la reforma estructural de fondo
que considero indispensable: el desmantelamiento del papado como institución
medieval absolutista, producto y garantía a la vez, cúpula y cimiento, del
arcaico edificio jerárquico que es esta Iglesia.
La reforma exigiría la derogación de dos dogmas del Concilio Vaticano I
(1870): la infalibilidad del papa y su “primado”, es decir, el poder absoluto
para intervenir en todas las iglesias y decidir todos los asuntos. Exigiría,
en definitiva, desclericalizar la Iglesia o, simplemente, asumir la democracia,
de modo que el “sacerdote” (presbítero, obispo o papa) pase a ser servidor/a de
la comunidad, elegido/a y controlado/a por la propia comunidad. ¿Quiere y
puede, o puede y quiere este papa llegar a tanto? Pues con menos todo quedará
en el aire.
Dicho eso, reconozco
con mucho gusto que la reciente entrevista del papa Francisco a la revista Civiltà
Cattolica me conmovió. “En esta vida –dice ahí–, Dios acompaña a las
personas y es nuestro deber acompañarlas a partir de su condición. Hay que
acompañarlas con misericordia”. Y añadía que estaba pensando en una mujer
divorciada que había abortado. Una mujer herida como tantas.
Ahí habla el jesuita
que ha aprendido de San Ignacio y ha enseñado a hacer las paces consigo mismo
en la primera semana de los Ejercicios Espirituales: como eres y como estás,
sábete, siéntete dulcemente acogida/o, tiernamente querido/a. Ahí habla el
franciscano. Se conoce una carta escrita por Francisco de Asís a un Ministro o
Superior de los hermanos, donde le dice: “Que no haya ningún hermano en el
mundo, por pecador que sea, que no encuentre misericordia mirando a tus ojos.
Atiéndelo con misericordia, como querrías tú que se hiciera contigo si te
hallas en una situación semejante”. Ahí habla el discípulo de Jesús, que dijo: “No
necesitan de médico los sanos, sino los enfermos”. ¡Gracias, papa
Francisco!
Nada de cánones y
culpas, confesiones y penitencias. Es el dogma de la acogida. Es el primado de la misericordia. Es la
infalibilidad de la gracia. Eso es Jesús. Eso
es Evangelio. Eso es “Dios”: dulce misterio de pura acogida en el corazón
de cada ser, Corazón en el que todo es acogido como es y así transformado. Eso
es la Iglesia, y todo lo demás le sobra. Eso es lo humano, y lo demás son
etiquetas.
Sí, es lo humano
simplemente. ¡Ojalá fueran más humanos tantos que se jactan de haberse liberado
de la Iglesia, de su moral estrecha y de toda religión en nombre del humanismo,
pero luego muestran poca indulgencia con la gente herida. Una divorciada, por
ejemplo, o una mujer que ha abortado. ¿Quieres ser humano/a? Acoge y acompaña
con bondad al herido. Que sus ojos encuentren misericordia en los tuyos.
Así es como habla
este papa. No quiso llamarse León XIV, ni Gregorio XVII, ni Juan Pablo III, ni
Benedicto XVII. Quiso llamarse Francisco, como el Poverello de Asís, el
“hermano menor” de todos, y cada mes que pasa deja más claro que la
misericordia es su criterio y su programa de acción. Eso es lo esencial. Y nos
alienta saber que posee todo el poder para reformar la Iglesia, y hacer de ella
solamente testigo de la misericordia.
Sí, el poder del papa es hoy motivo de
esperanza, pero el poder del papado es, para mañana, justamente el problema:
el próximo papa, dentro de diez años, podrá ejercer su poder absoluto para
ahogar el ánimo eclesial que Francisco nos ha devuelto.
Que desaparezca en la Iglesia el poder absoluto,
para que perdure el primado de la misericordia. Acompañar
personalmente con misericordia es siempre lo primero. Hacer las reformas
estructurales necesarias para que también las estructuras correspondan o
faciliten o al menos no impidan la misericordia, es lo segundo. Pero lo segundo
y lo primero son lo mismo, como dijo Jesús acerca del primer mandamiento y del
segundo.