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¿Seguirá
interfiriendo EE.UU. en Afganistán dentro de 30 años? Si la historia ha de
servir de guía, la respuesta es sí. Y si la historia ha de servir de guía,
dentro de tres décadas la mayoría de los estadounidenses tendrá solo la más
vaga idea del motivo.
Desde los años
cincuenta, EE.UU. ha estado tratando de moldear ese remoto país según sus
propios deseos, primero durante una “guerra” de ayuda en medio de la Guerra
Fría con la Unión Soviética; luego, a comenzar del fin de los setenta, una
guerra por encargo cada vez más amarga y brutalmente caliente con los
soviéticos con la intención de hacerlos pagar por apoyar a los enemigos de
EE.UU. durante la guerra en Vietnam. Una guerra mala conduce a otra.
Desde entonces hasta
principios de los años noventa, Washington coloca armas en manos de extremistas
fundamentalistas islámicos de todo tipo –considerados como aliados naturales,
devotamente religiosos en la guerra contra el “comunismo ateo”– y se regocija
ante la derrota del Ejército Rojo y la sorprendente implosión del imperio
soviético, y luego vive su propio catastrófico bumerán de Afganistán el 11 de
septiembre de 2001.
Después de 50 años
de intrigas entre bastidores, EE.UU. envía tropas terrestres en 2001 y ahora,
12 años después, sigue combatiendo allí –contra algunos afganos por cuenta de
otros afganos, mientras entrena soldados afganos para que se hagan cargo y luchen
contra sus compatriotas, y otros, por su propia cuenta.
En medio de todo,
EE.UU. siempre ha afirmado que lo motivan los mejores intereses de los afganos
–agitando en diversos momentos oportunos las brillantes banderas de la
modernización, la democracia, la educación, o los derechos de las mujeres. Sin
embargo, hoy en día, ¿cuántos afganos preferirían volver atrás a 1950, antes de
que los estadounidenses se entrometieran? Después de 12 años de combate
directo, después de 35 años de armar y financiar a una facción u otra, después
de 60 años de tratar de remodelar Afganistán para que sirva los objetivos de
EE.UU., ¿a dónde ha llevado todo esto? Si algún día lo supimos, lo hemos
olvidado. Cansados de informes oficiales de progreso, los estadounidenses dejaron
de prestar atención hace tiempo.
En 1991, como Steve
Coll informa en Ghost Wars, un agente de la CIA anónimo mencionó la
guerra en Afganistán al presidente George H.W. Bush. Poco antes, había aprobado
el envío de armamento iraquí capturado en la primera Guerra del Golfo –por un
valor de 30 millones de dólares– a múltiples facciones de extremistas
islamistas que entonces combatían las unas contra las otras y probablemente
utilizaron esas armas iraquíes de segunda mano para destruir la capital de Afganistán,
Kabul. A pesar de todo, Bush pareció intrigado ante la pregunta sobre la guerra
del hombre de la CIA. Dicen que preguntó: “¿Todavía continúa eso?”
Parece que semejante
amnesia sobre guerras se ha convertido en un arte bien estadounidense.
Ciertamente el país no ha tenido muchos problemas para olvidar la guerra en
Iraq, ¿por qué iba a ser diferente Afganistán? Seguro, la partida de ese país
va a costar más tiempo y esfuerzo. No hay costa, no hay barcos, carreteras
malas, peajes costosos, artefactos explosivos improvisados. Llevarse cosas por
camión es problemático; por avión será terriblemente caro, especialmente ya que
muchas cosas son verdaderamente grandes. Tomemos los MRAP por ejemplo –es decir
vehículos Resistentes a las Minas Protegidos contra Emboscadas– 11.000 de
ellos, con un peso de 14 toneladas cada uno. En ese mulo de carga aéreo, el
C-17, una carga completa de MRAP incluye solo cuatro.
El inventario de
equipo sigue cambiando, pero los cálculos ascienden a 100.000 contenedores y
unos 50.000 vehículos que deben ser removidos antes de fines de 2014, lo que
equivale a más de 36.000 millones de dólares de equipamiento clasificado ahora
como “retrógrado”. La cuenta de embarque estimada ha aumentado rápidamente a
6.000 millones de dólares, y como el coste general de la guerra, es seguro que
seguirá aumentando.
Siete mil millones
de dólares de equipos –cerca de un 20% de lo que EE.UU. envió a ese distante
país– simplemente están siendo destrozados, rotos, cortados, desmenuzados,
pisoteados y, cuando es posible, vendidos como chatarra a centavos por kilo. Lo
más difícil de despedazar son los pesados MRAP. Introducidos en 2007 a un coste
de 1 millón de dólares por unidad para contrarrestar letales bombas al borde de
la ruta, se descubrió posteriormente que no eran mejores para proteger a
soldados estadounidenses que los vehículos más baratos que reemplazaron. De los
11.000 enviados a Afganistán, 2.000 están siendo convertidos en chatarra,
dejando solo 9.000 para enviarlos a Kuwait, cuatro a la vez, y embarcados de
vuelta al país o “reposicionados” en otro sitio a la espera de algún futuro
enemigo.
Los militares no
exageran cuando dicen que esta colosal destrucción de equipo sobrante es
histórica. Un esfuerzo de eliminación en escala semejante no tiene precedentes
en los anales del Pentágono. La pieza central en este derbi de demolición puede
ser el recién terminado centro de comando de última tecnología, de 6.000 metros
cuadrados, de un coste de 34 millones de dólares, completado en la provincia Helmand
cuando partió la mayor parte de las tropas de EE.UU., y que ahora probablemente
será demolido. O la nueva instalación por 45 millones de dólares en Kandahar
construida como centro de reparación para vehículos blindados, utilizado ahora
para su demolición, y probablemente destinado a seguir su camino.
Tal vez los
contribuyentes harán algún día algunas preguntas sobre un derroche tan
despilfarrador e histórico, pero es seguro que los fabricantes de armas se
mantendrán felices volviendo a suministrar a los militares hasta que podamos
involucrarnos en otra guerra hecha y derecha.
Por lo tanto esta
partida es algo verdaderamente grande, y eso es sin siquiera mencionar el
papeleo. Todos esos planes de salida, todos los documentos que deben ser
presentados al gobierno afgano para poder exportar nuestro propio equipamiento,
todas las multas evaluadas por olvidar formulares de aduanas (que ya ascienden
a 70 millones de dólares), todos los aranceles de exportación que habrá que
pagar, y todos los sobornos que habrá que pagar, y el dinero de protección que
será pasado a los talibanes para que nuestros enemigos no disparen a lo que nos
llevamos en camiones. Todo eso cuesta tiempo.
Pero a la hora de la
verdad, EE.UU. tiene una manera segura de terminar una guerra, no importa
cuándo termina (o no termina) realmente. Cuando decimos se acabó, se acabó.
Operación duradera
libertad duradera
Lo que pasa es que
las cosas probablemente no “terminarán” de un modo tan decisivo para todos.
Veamos Iraq, por ejemplo. Los últimos soldados estadounidenses partieron de
Iraq en diciembre de 2011, dejando tras de sí un personal de por lo menos
16.000, incluyendo 5.000 contratistas privados de seguridad, asignados a la
vasta fortaleza de 750 millones de dólares de la embajada de EE.UU. en Bagdad.
Ahora esa guerra ha
terminado desde hace casi dos años, el personal de la embajada está siendo
reducido, y sin embargo, el tamboreo de noticias sobre coches bomba, atacantes
suicidas, y las últimas limpiezas sectarias no han disminuido.
Cerca de 6.000
iraquíes han sido muertos hasta ahora durante este año, 1.000 solo en julio,
convirtiéndolo en el mes más letal en Iraq desde 2008. Incluso iraquíes que
vivieron durante la guerra en sus propias casas están huyendo, como millones de
iraquíes antes de ellos –muchos como víctimas de la limpieza sectaria
practicada durante la “oleada” de 2007 dirigida por los estadounidenses, y que
ahora ha sido convertida en un arte perfeccionado. Desde el cuerpo diplomático
en Bagdad llegan mensajes informales que incluyen las palabras “peor que
nunca”.
También en
Afganistán, a medida que supuestamente se aproxima el fin de una guerra más
prolongada, la tasa a la cual están siendo muertos civiles ha aumentado
realmente, y la cantidad de mujeres y niños entre los civiles muertos ha
aumentado dramáticamente. Esta semana, cuando la revista The Nation
dedica una edición especial a un estudio exhaustivo de la cantidad de muertos
civiles en Afganistán –el concienzudo trabajo de Bob Dreyfuss y Nick Turse– el
ritmo de la muerte de civiles parece estarse acelerando como si fuera una
mórbida carrera hacia la meta.
Como los iraquíes,
los afganos también están huyendo –temiendo la desconocida fase final que
vendrá. La cantidad de afganos que presentan solicitudes de asilo en otros
países, ha aumentado considerablemente desde 2010; llegó a 30.000 en 2012.
Miles de indocumentados huyen del país ilegalmente en todo tipo de maneras
peligrosas. Sus desesperados viajes por tierra y mar provocan controversia en
los países a los que se dirigen. Fueron los balseros afganos los que provocaron
la retórica contra los inmigrantes en las recientes elecciones australianas,
revelando un lado oscuro del carácter nacional, incluso mientras afganos y
otros se ahogaban ante sus costas. La guerra repercute, incluso donde menos se
espera.
Los afganos que se
quedan en casa están tensos. Su enfoque inmediato: la elección presidencial
programada para el 5 de abril de 2014. Ya es sabido comúnmente que la cantidad
de tarjetas de votantes supera de lejos la cantidad de personas con derecho a
voto, y millones más están siendo entregadas a nuevos inscritos, lo que hace
probable que esta contienda presidencial sea tan fraudulenta como la última, en
2009, cuando se vendían a montones tarjetas de votantes.
Ya que según la
constitución el presidente Hamid Karzai no puede postular a un tercer período,
la carrera presidencial está abierta de par en par o –como muchos creen– ya
está dada por hecho. En agosto, los servicios noticiosos afganos informaron que
Karzai presidió una reunión con algunos de los más poderosos señores de la
guerra del país para anunciar la candidatura de Abdul Rab Rasoul Sayyaf,
intimidador de mujeres en el parlamento, antiguo amigo de Osama bin Laden,
mentor de Khalid Sheikh Mohammed de al Qaida, probable colaborador en el
asesinato dos días antes del 11-S del mayor oponente de los talibanes, Ahmad
Shah Massoud – en breve el prototípico yihadista intocable.
Hay una ironía tan
absurda como para ser terrible al pensar en que aunque EE.UU. supuestamente
libró esta guerra interminable para asegurar que al Qaida nunca vuelva a
encontrar un refugio en Afganistán, es posible que el próximo presidente de ese
país sea el mismo quien invitó a bin Laden a Afganistán para comenzar y se
convirtió en su socio en la construcción de campos de entrenamiento de al
Qaida.
Incluso Karzai, a
quien le gusta meter el dedo en el ojo a los estadounidenses, dio marcha atrás
rápidamente ante ese insulto. Horas después de la noticia, anunció que se
mantendrá “neutral”. Los estadounidenses apenas parecieron darse cuenta, pero
los afganos se dieron cuenta de lo que Karzai había hecho para comenzar. Ahora,
mientras Sayyaf y otros potenciales candidatos hacen sus tratos encubiertos,
maniobrando para ganar posiciones, los afganos esperan ansiosamente para saber
cuáles se registrarán realmente para la elección antes del 6 de octubre.
Los nombres que
circulan son los de los sospechosos habituales: comandantes de milicias
familiares del pasado, ex yihadistas, y oportunistas políticos. Al escribir
estas líneas, se dice que una coalición de los más poderosos se está alineando
detrás del ex ministro de Exteriores Abdullah Abdullah, quien llegó segundo en
las urnas abarrotadas de Karzai en 2009 y se negó a participar en una segunda
vuelta que probablemente terminaría igualmente en un fraude.
Un político afgano,
al estudiar una reciente reunión de probables candidatos, expresó al Washington
Post una opinión ampliamente compartida por los afganos: “Ésta es la gente
que destruyó nuestro país. Deberían ser todos arrojados a un pozo”. Los
asediados afganos han pasado antes por todo esto con todos ellos. A veces
termina en una elección deshonesta. A veces en un golpe. Una vez en la memoria
reciente, en una guerra civil que podría ser repetida.
Mientras tanto,
Karzai ha estado manipulando la Comisión Independiente Afgana de Derechos
Humanos (AIHRC), un organismo gubernamental encabezado por la candidata al
Premio Nobel de la Paz, Dra. Sima Samar, y el organismo público más respetado
del país precisamente porque ha mantenido su independencia de la política del
gobierno.
En diciembre de
2011, Karzai bloqueó el trabajo no partidista de la AIHRC al permitir que
expiraran los períodos de tres de sus miembros más respetados. Otra miembro
respetada había sido asesinada antes en 2011, junto a su esposo y cuatro niños,
por un atacante suicida talibán que supuestamente apuntaba a funcionarios de Ce
(antes Blackwater, ahora Academi) en un supermercado de Kabul. Los miembros
liberados por Karzai incluían a Ahmad Nader Nadery, un asiduo investigador de
crímenes de guerra, en gran parte responsable por un “Proyecto de Mapeo”, que
nunca fue oficialmente publicado, que supuestamente menciona a destacados
señores de la guerra y miembros del gobierno de Karzai.
Después de demorar
18 meses, Karzai completó en julio pasado el personal de AIHRC con cinco
compinches políticos no cualificados en derechos humanos. Incluyen a un general
del Ejército, un miembro de un partido político islamista fundamentalista, y un
mullah quien sirvió en el gobierno talibán, pasó tres años en la prisión
militar estadounidense en Bagram (sin ser acusado), quien considera que la ley
Sharía es la mejor fuente de legislación de derechos humanos, y se opone a
leyes que están siendo consideradas que apuntan a proteger a las mujeres contra
la violencia.
En septiembre, Navi
Pillay, la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos,
hizo una rara visita personal a Kabul para instar a Karzai a reconsiderar sus
nombramientos antes que el AIHRC perdiera su calificación internacional “A” y
las naciones donantes se vean obligadas a reconsiderar su ayuda a un gobierno
represor. Se fue sin lograr un compromiso, repitiendo su preocupación porque la
“mejora en derechos humanos” no solo había pasado su mejor momento en
Afganistán, sino “en realidad está decayendo”.
Derrotados en
Afganistán
Ahora, cuando llega
el fin de la ocupación internacional, la historia de su éxito pasa por una
peculiar revisión. Los sorprendentes progresos que Washington reivindicó en
Afganistán parecen ahora mucho más pequeños y mucho menos impresionantes. La
educación, la atención sanitaria, y los derechos humanos, tal como los
fabulosos MRAP, no han estado a la altura de su publicidad.
Por ejemplo,
dirigentes occidentes se han enorgullecido particularmente por supuestos
progresos en la educación afgana desde la derrota de los talibanes en 2001, en
escuelas construidas y con millones de estudiantes matriculados. (Solo la
Agencia de Desarrollo Internacional (USAID) gastó 934 millones de dólares en la
educación afgana en los últimos 12 años. Pero UNICEF informa que casi la mitad
de las “escuelas” que han sido supuestamente construidas o abiertas no tienen
edificios, y en las que los tienen, los estudiantes se comparten los asientos y
textos anticuados. Los maestros escasean y menos de un cuarto de los que
enseñan actualmente son considerados “cualificados”, incluso según los
estándares mínimos de Afganistán.
Impresionantes
cifras de matrículas escolares determinan cuánto dinero recibe una escuela del
gobierno, pero no revelan las cantidades mucho más pequeñas de matriculados que
realmente asisten a clases. No más de un
10% de los estudiantes, en su mayoría varones, terminan la escuela secundaria.
En 2012, según UNICEF, solo la mitad de los niños en edad escolar fueron a la
escuela.
Los progresos en la
atención sanitaria afgana han sido otra fuente de orgullo de los donantes
occidentales. Pero resulta que afirmaciones dramáticas de que un 85% de los
afganos tienen ahora acceso a atención sanitaria básica significan solo que
algo llamado “instalación de atención sanitaria” existe en 85% de los distritos
afganos, muchos de los cuales son enormes. Decenas de miles de afganos tienen
ahora “acceso” a instalaciones de atención sanitaria solo porque huyeron de sus
provincias desgarradas por la guerra hacia campos de refugiados al borde de
grandes ciudades. Las altas tasas de mortalidad materna e infantil han mejorado
ligeramente pero siguen estando entre las peores del mundo. Hay que preguntarse
si Washington no podría haber utilizado todo el dinero para los MRAP con un fin
mejor.
En cuanto a la
mejora de los derechos humanos de las mujeres, tan pregonada por políticos
estadounidenses y otros, un informe presentado por el independiente Monitor de
Derechos Afganos en diciembre de 2012 incluye información más exacta. Describe
a solo 10 de las muchas mujeres asesinadas en los últimos años por su “trabajo
e ideales”: “activistas del desarrollo de las mujeres, una doctora, dos
periodistas, una legisladora provincial, una maestra y una agente de la
policía.”
Asesinada hace solo
dos semanas fue una valerosa teniente veterana de la policía llamada Nigara,
quien detuvo una vez a un atacante suicida. Hombres en una motocicleta le
dispararon desde atrás en el cuello mientras esperaba un autobús del gobierno
para que la llevara al trabajo. Era una policía sénior en la provincia Helmand,
que sucedió en su tarea a su predecesor Islam Bibi, asesinado solo tres meses antes
de la misma manera.
Ningún afgano ha
sido enjuiciado por alguno de esos asesinatos, y Karzai tampoco se pronuncia en
su contra. El gobierno no mantiene un registro de sus funcionarias asesinadas
en cumplimiento del deber.
El buen vecino
Pakistán escogió este momento para liberar de la detención en un “sitio no
revelado” a Mullah Abdul Ghani Baradar, antiguo amigo del líder talibán Mullah
Omar, y anteriormente su subcomandante. Karzai hizo campaña por su liberación
para facilitar el “proceso de paz” afgano, pero ahora cuando Baradar está
libre, su paradero es oficialmente desconocido. ¿Cómo suponéis que mujeres en
Afganistán, o muchachas en el Valle Swat de Pakistán, reciben esa noticia?
De modo que así
termina la guerra –en derroche, destrucción, ansiedad, conspiración, y la
evaporación de logros ilusorios. Mil disminuciones marcan la decadencia de
Afganistán, puntuadas por la repentina muerte violenta de mujeres.
Pero incluso cuando
la guerra “termine” y los estadounidenses la hayan olvidado por completo, no
habrá terminado en Afganistán. Obama y
Karzai continúan sus negociaciones hacia un acuerdo bilateral de seguridad para
permitir que EE.UU. mantenga por lo menos 9 de las mayores bases que ha
construido y varios miles de “entrenadores” (e indudablemente fuerzas de
operaciones especiales) en Afganistán al parecer para siempre.
Tampoco habrá
terminado en EE.UU. Para soldados estadounidenses que participaron en ella y
volvieron con catastróficas heridas físicas y mentales, y para sus familias, las
batallas recién comienzan.
Para los
contribuyentes estadounidenses, la guerra continuará por lo menos hasta
mediados de siglo. Pensad en todas las familias de los soldados muertos que
deben ser compensadas por su pérdida, todos los heridos con sus cuentas por
atención sanitaria, todos los veteranos con daño cerebral en la Agencia para
Veteranos. Se calcula que solo los costes médicos y de incapacidad física
llegarán a 754.000 millones de dólares. Para no hablar de los elevados pagos de
jubilación para todos esos generales que escribieron todos esos informes sobre
progresos mientras libraban ambiciosamente más que una guerra que no llevó a
ninguna parte.
Luego existe la
urgente necesidad de reemplazar todo ese equipamiento retrógrado tan
eficientemente desechado, y reclutar todo un nuevo ejército, para que en
cualquier mes futuro podamos comenzar la próxima guerra. No olvidemos eso.
Ann
Jones, quien ha informado desde Afganistán desde 2002, es autora de Kabul in
Winter (Metropolitan 2006) y War Is Not Over When It’s Over
(Metropolitan 2010), entre otros libros. Completa una trilogía sobre la guerra
con la publicación el próximo mes de un proyecto de Dispatch Books en
cooperación con Haymarket Books: They Were Soldiers: How the Wounded Return
from America’s Wars -- the Untold Story, que Andrew Bacevich ya ha
descrito como sigue: “Leed este despiadado, cáusticamente directo, y
desgarrador informe – la guerra que Washington no quiere que veáis. Entonces
veréis si todavía creéis en que los estadounidenses ‘apoyan a los soldados’.”