José
M. Castillo S.
www.religiondigital.com/03.10.13
La comisión de ocho
cardenales, que ha designado el papa Francisco, trabaja intensamente estos días
para ofrecer a los cristianos un proyecto de renovación de la Iglesia. No
sabemos lo que, en concreto, están preparando y, por tanto, lo que nos van a
ofrecer.
En cualquier caso, y
habida cuenta de las muchas quejas que se oyen contra el clero en general, y
más en concreto contra la Curia Vaticana, no sería una sorpresa que el proyecto
de renovación que se nos están preparando se centrase principalmente en una
depuración de los responsables de tantos casos de corrupción y de escándalo, de
los que nos vamos enterando.
Y, esto supuesto,
preparar una renovación del modelo vigente de gobierno en la Iglesia,
reduciendo el papel avasallador que actualmente tiene Roma en la toma de
decisiones, dando más participación a los obispos, especialmente a las
Conferencias Episcopales, en la gestión de los asuntos, y quizá insistiendo en una
mayor participación de los seglares (también las mujeres, por supuesto) incluso
en altos cargos de gobierno.
Es evidente que, si
todo esto se llevara a cabo, los cambios indicados - si no se quedan en letra
muerta - representarían un cambio de época en la historia de la Iglesia y del
papado. Sobre todo, si el gobierno de la Iglesia recupera el modelo sinodal,
que estuvo en vigor durante el primer milenio de nuestra historia eclesiástica.
Nadie duda que esto sería un motivo de notable alegría para cuantos deseamos
esa “otra Iglesia” más comunitaria, menos jurídica y más participativa.
Pero la pregunta de fondo, que aquí se
plantea, nos confronta con la siguiente cuestión. Por supuesto, todo esto es
conveniente, es importante, es sobre todo necesario. Pero, resolviendo los
problemas administrativos, que se refieren a la gestión y al gobierno de la
Iglesia, ¿con eso, nada más, esta
Iglesia que tenemos va a responder a las cuestiones de fondo que hoy se
plantean tantas personas de buena voluntad, que le buscan un sentido a sus
vidas y una solución a este mundo tan desquiciado?
Mi convicción, en este
orden de cosas, es la siguiente: la
Iglesia no tiene solución mientras no ponga en el centro de su vida el mensaje
fundamental y desconcertante del Evangelio.
Ahora bien, el problema
capital, que aquí encontramos, está en que el centro de la vida de la Iglesia
no es el Evangelio, sino la Religión, con sus “dogmas”, sus “leyes” y sus
“ritos”. Esto supuesto, el problema no
se resuelve manteniendo los “dogmas”, reforzando las “leyes”, y haciendo que
los “ritos” resulten más solemnes o más fáciles, con tal que se observen.
Todo esto no servirá sino para que la Religión cobre fuerza y la gente sea más
“religiosa”. Pero, si es que ponemos en eso la renovación de la Iglesia, lo que
se consigue es que seremos más “religiosos”, pero menos “evangélicos”.
¿Por qué digo estas
cosas? Porque, si algo hay claro en los
evangelios, es que Jesús se puso de parte de los enfermos, de los pobres y de
los marginados enfrentándose a muerte con la Religión. De manera que este enfrentamiento es central en los
evangelios, en la vida y en el mensaje de Jesús.
En
la Iglesia tenemos miedo a afrontar esta toma de postura que asumió Jesús. Tenemos mucho
miedo a que se nos juzgue según el texto tremendo de Mt 25, 31-47. Tenemos
miedo a quedarnos sin religión y solamente con lo que hemos hecho o hemos
dejado de hacer por los que sufren.
Tenemos miedo, sobre
todo, a tomar en serio las palabras tremendas que, un día, Dietrich Bonhoeffer
escribió desde la cárcel del Tegel, poco antes de ser asesinado por los nazis:
“Dios nos hace saber que hemos de vivir como
hombres que logran vivir sin Dios. ¡El Dios que está con nosotros es el Dios
que nos abandona (Mc 15, 34)! El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la
hipótesis de trabajo Dios, clavado en la cruz, permite que lo echen del mundo.
Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios. Dios clavado en la cruz, permite que lo
echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo, y precisamente sólo así
está Dios con nosotros y nos ayuda. Mt 8, 17 (“Para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías cuando dijo: Él
mismo tomó nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias”) indica claramente que Cristo no nos ayuda por su
omnipotencia, sino por su debilidad y por sus sufrimientos”.
Lo que nos da miedo es
quedarnos con esta postura ante Dios. Solamente con esto. Sin dogmas, ni leyes,
ni ritos a que agarrarnos, sino únicamente con nuestra identificación con el
inmenso sufrimiento de los demás, el inmenso sufrimiento de este mundo en el
que tanto se sufre.