Hans Küng
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La reforma de la
Iglesia está en marcha: en su escrito apostólico Evangelii gaudium, el
papa Francisco refuerza no solo su crítica al capitalismo y al dominio del
dinero, sino que habla de una reforma de la Iglesia “en todos los niveles”.
En concreto,
defiende reformas estructurales: la descentralización hasta el nivel de los
obispados y parroquias, la reforma de la cátedra de San Pedro, la
revalorización de los laicos frente al clericalismo desbordado y una presencia
más eficaz de la mujer en la Iglesia, sobre todo en los órganos decisorios.
Habla también claramente en favor del ecumenismo y del diálogo interreligioso,
en especial con el judaísmo y el islam.
Todo esto ha
obtenido una amplia aprobación mucho más allá de la Iglesia católica. Su
rechazo indiferenciado del aborto y de la ordenación de las mujeres podría
suscitar la crítica y es aquí donde probablemente se pongan de manifiesto los
límites dogmáticos de este papa. ¿O es que en esto quizá esté bajo la presión
de la Congregación para la Doctrina de la Fe y de su prefecto, el arzobispo
Ludwig Müller?
Este expuso su
postura archiconservadora en un largo escrito publicado el 23 de octubre pasado
en el L’Osservatore Romano, en el que recalcó la exclusión de los
sacramentos de los divorciados que se hayan vuelto a casar. Dado el carácter
sexual de su relación, supuestamente viven en pecado mortal, a no ser que
convivan “como hermano y hermana” (!).
Algunos observadores
se preguntan con preocupación: ¿sigue el papa emérito Ratzinger actuando como
una especie de papa en la sombra a través del arzobispo Müller y de Georg
Gänswein, el secretario personal de Ratzinger y prefecto de la Casa Pontificia,
a quien el pontífice anterior también promovió?
Como cardenal, en
1993, Ratzinger llamó al orden a los entonces obispos de Friburgo (Oskar
Saier), Ratisbona-Stuttgart (Walter Kasper) y Maguncia (Karl Lehmann) cuando
propusieron una solución pragmática a la cuestión de la comunión de divorciados
que habían vuelto a contraer matrimonio. Es típico que el actual debate, 20
años después, lo vuelva a desencadenar un arzobispo de Friburgo, Robert
Zollitsch, también presidente de la Conferencia Episcopal Alemana. Zollitsch se
atrevió a proponer otra vez la necesidad de replantearse la praxis pastoral del
trato con los divorciados que se vuelven a casar. ¿Y el papa Francisco?
A muchos la
situación les parece contradictoria: aquí reforma eclesiástica, allí el trato a
los divorciados; el Papa querría avanzar, el prefecto de la fe frena. El Papa piensa en personas concretas, el
prefecto, sobre todo, en la doctrina católica tradicional. El Papa querría
ejercer la caridad, el prefecto apela a la justicia y santidad de Dios. El Papa
querría que el sínodo sobre cuestiones de familia convocado para octubre de
2014 encontrara soluciones prácticas; el prefecto se apoya en argumentos
dogmáticos tradicionales para poder mantener el despiadado statu quo. El Papa
quiere que este sínodo acometa nuevos avances reformistas, el prefecto, que
anteriormente fue un profesor neoescolástico de Dogmática, cree poder
bloquearlos de antemano. ¿Sigue teniendo
el Papa bajo control a este vigilante suyo de la fe?
Al respecto hay que
decir que el propio Jesús se manifestó de forma inequívoca contra la disolución
del matrimonio. “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Marcos, 10,
9). Pero lo hizo sobre todo para favorecer a la mujer, que en aquella sociedad
estaba en desventaja jurídica y social frente al hombre, el único que podía
repudiar a su mujer en el judaísmo.
De este modo, la
Iglesia católica, secundando a Jesús, incluso en una situación social
completamente distinta, debería pronunciarse expresamente en favor del
matrimonio indisoluble, que garantice a los contrayentes y a sus hijos
relaciones estables y duraderas.
Pero el arzobispo
Müller ignora evidentemente que Jesús manifestó en este punto un mandamiento
tendencial que, al igual que otros mandamientos, no puede excluir el fracaso y
la renuncia. ¿De verdad puede alguien imaginarse que Jesús no habría condenado
el trato que actualmente se dispensa a los divorciados? Él, que protegió de
forma especial a la adúltera frente a los “ancianos”, que se dirigió
especialmente a los pecadores y fracasados y que incluso se atrevió a
prometerles su perdón. Con razón dice el Papa: “Jesús debe ser liberado de
los aburridos patrones en los que le hemos encasillado”.
En vista de la
actual situación de desamparo de esos millones de personas en todo el mundo
que, pese a ser miembros de la Iglesia católica, no pueden participar de la
vida sacramental, de poco sirve citar un documento romano tras otro sin
responder de forma convincente a la pregunta decisiva: ¿por qué no hay perdón precisamente para este fracaso? ¿No ha fracasado
de forma lastimosa la doctrina en lo tocante a la prevención del embarazo, sin
que haya logrado imponerse en la Iglesia? Un fracaso semejante debería
evitarse a toda costa en lo que respecta a la separación.
En cualquier caso,
la solución no es reclamar nuevos “esfuerzos pastorales” y pretender que se
concedan con mayor generosidad las anulaciones matrimoniales, como sugiere el
arzobispo. El auténtico escándalo para muchos católicos no es que la gente se
divorcie y se vuelva a casar, sino la desvergonzada hipocresía que esconden
muchas anulaciones matrimoniales… ¡incluso cuando hay varios hijos!
Solo en el año 2012,
en Alemania, el porcentaje de divorcios alcanzó el 46,2% respecto a los
matrimonios celebrados ese mismo año. Si partimos de las tasas actuales de
divorcio y se suma a ellas el creciente número de parejas católicas que solo se
ha casado por lo civil o que vive sin vínculo matrimonial alguno, solo en
Alemania prácticamente la mitad de las parejas católicas estarían excluidas de
los sacramentos. No hay que olvidar tampoco los muchos niños afectados por la
distorsionada relación de sus padres con la Iglesia. Se trata, por tanto, de
problemas pastorales de mayor alcance que cuestionan de forma radical la
credibilidad de la Iglesia oficial y del Papa.
Fue la estrategia
retrógrada de la Congregación para la Doctrina de la Fe la que arrastró a la
Iglesia a la crisis actual y la que tuvo como consecuencia el abandono de la
Iglesia de millones de personas, en particular el de aquellos divorciados que
contrajeron segundas nupcias y a los que se excluyó de los sacramentos. Haría
un daño tremendo a la Iglesia católica que 50 años después del Concilio
Vaticano II se estableciera en el Vaticano un nuevo cardenal Ottaviani —jefe
entonces de la Congregación para la Doctrina de la Fe, o Inquisición— que se
sintiera llamado a imponer su visión conservadora de la fe al Papa y al
concilio; o a la Iglesia entera.
E infligiría un daño
inmenso a la credibilidad del papa Francisco que los reaccionarios del Vaticano
le impidieran poner en práctica lo antes posible lo que predica con sus
palabras y sus gestos, llenos de caridad y sentido pastoral. La curia no puede
dilapidar el enorme capital de confianza que el Papa ha reunido en sus primeros
meses. Incontables católicos esperan:
—Que el Papa perciba
la cuestionable posición teológica y pastoral del guardián de la fe, Müller;
—Que ponga coto a la Congregación para la
Doctrina de la Fe y la someta a su línea teológica de orientación pastoral;
—Que la elogiable encuesta dirigida a
obispos y católicos laicos con respecto al próximo sínodo sobre las familias
desemboque en decisiones claras, fundadas en la Biblia y cercanas a la realidad.
El papa Francisco
dispone de las necesarias cualidades de capitán para gobernar el barco de la
Iglesia sabia y valerosamente entre las tempestades de la época; la confianza
de la grey de la Iglesia le servirá de apoyo. Ante el viento de proa curial,
muchas veces tendrá que navegar en zigzag. Pero, así lo esperamos, con la
brújula del Evangelio (y no del derecho canónico) mantendrá el rumbo franco
hacia la renovación, el ecumenismo y la apertura al mundo. Evangelii gaudium es a este respecto una etapa importante, pero
ni de lejos la meta.
Hans
Küng es profesor emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga.