Guillermo
Castro H.
Para el guna
Arysteides Turpana, desde el mestizo que soy.
En cada uno de sus
textos, Arysteides Turpana nos recuerda que siempre es bueno recordar los
puntos de origen de los problemas que hoy encaran los pueblos originarios de
nuestra América. En ese punto de origen, por ejemplo, está el hecho de que en
el momento de la Conquista ibérica no había ni indios ni indígenas en América,
sino una multitud de pueblos y culturas que habían llegado a esta región del
mundo 30 mil años antes, al menos, y se habían expandido por ella hasta
ocuparla por completo, como lo habían hecho en otras fechas otros grupos
humanos en Europa, Asia y Oceanía, todos provenientes de una matriz común
africana. El indio, en este sentido, es
una creación de la conquista, como el negro es una creación de la esclavitud.
La población
originaria que sobrevivió a la conquista española y portuguesa se vio escindida
en dos grandes grupos. Uno de ellos estuvo conformado por las etnias que se
vieron incorporadas al sistema de servidumbre en torno al cual fue organizada
la economía en las regiones controladas por las monarquías ibéricas. Esa forma
de organización de la vida indígena en encomiendas, que combinaban la propiedad
comunitaria del suelo adyacente a las grandes haciendas señoriales con el pago
de tributo en trabajo gratuito, fue dominante en los altiplanos andino y
mesoamericano, que antes de la conquista habían albergado las poblaciones más
numerosas y de desarrollo civilizatorio más avanzado.
El otro grupo se vio
marginado a las regiones que escaparon al control directo de las monarquías,
como el litoral atlántico mesoamericano, y la mayor parte del Darién –Chocó, la
Amazonía, la Orinoquia, la actual Patagonia argentina, y Chile al sur del
Bío–Bío. La mayor parte de la población originaria panameña proviene de este
segundo grupo.
Entre los siglos
XVII y XIX, ambos grupos conocieron una segunda reducción de orden
etnocultural, debida al mestizaje y la aculturación de una parte de sus
integrantes, en un marco de lenta recuperación demográfica que –según estiman
diversos estudios– para mediados del XX había restablecido el número de los
miembros de pueblos originarios a sus niveles de fines del siglo XV. Las
estructuras sociales –y sus expresiones territoriales– generadas por estos
procesos de larga duración demostraron una extraordinaria resistencia al
cambio, antes aún de las guerras de independencia. Tal fue el caso, por
ejemplo, de las luchas de resistencia a la Reforma Borbónica, que atentaba
contra el lugar y los derechos de los indígenas y los criollos pobres en el
pacto colonial ibérico.
De esa resistencia
provino el comentario a la vez terrible y esclarecedor de José Martí, en
1891: “El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino
el cambio de espíritu.” Y de allí también su colofón:
Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema
opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. [...] La
colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está
salvando de sus grandes yerros – de la soberbia de las ciudades capitales, del
triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las
ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítica de la raza aborigen –
por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república
que lucha contra la colonia.[1]
El programa de esa
lucha de la república contra la colonia, sin embargo, nunca llegó a un
planteamiento definitivo en relación al llamado “problema indígena”, que a fin
de cuentas era el de la participación de los encomendados de ayer en la vida y
el desarrollo económico, político, social y cultural en aquellas repúblicas,
nacidas de semilla liberal sembrada en un suelo largamente feudalizado.
El propio Martí, el
mejor representante del pensamiento liberal democrático más avanzado y radical
de fines del siglo XIX, planteaba así el problema de la diversidad étnica en
los Estados nacionales formados a partir del ciclo de luchas por la
Independencia, entre 1810 y 1825:
Éramos una visión, con el
pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una
máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón
norteamericano y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas
alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El
negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido,
entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de
indignación, contra la ciudad, contra su criatura. Éramos charreteras y togas,
en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la
cabeza. El genio hubiera estado
en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los
fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado
al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y
vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el
prebendado.[2]
Las propuestas del
liberalismo de entonces, como las del contemporáneo, nunca fueron más allá de
la transformación de la propiedad comunitaria en propiedad privada, mediante el
reparto de parcelas a la población indígena, y la aculturación acelerada de las
poblaciones originarias mediante el recurso a la educación necesaria para
incorporarla a los escalones más bajos del capitalismo dependiente, que por
entonces pasaba a ser la forma dominante de inserción de nuestras economías en
el mercado mundial.
Más allá de la buena
o mala voluntad de los proponentes, aquel programa hacía parte del interés, más
amplio, de crear el mercado de tierras y de trabajo necesario para el
desarrollo de aquella economía, entonces emergente. Y con esto se llega al
medular de la discusión: ¿pueden
subsistir formas no capitalistas de propiedad en el marco de sociedades
capitalistas?
La primera respuesta
fue positiva. La proporcionaron las empresas mineras y de agro negocios que
desde la década de 1870 establecieron en la región economías de enclave, cuya
rentabilidad se veía incrementada por la de obra barata proveniente de las
regiones de pueblos originarios, cuyo costo además era subsidiado por la propia
economía indígena.
La segunda, sin
embargo, presenta ya otras complejidades. Primero, porque los espacios
marginales de ayer son las (últimas) grandes fronteras de recursos de hoy.
Pero, y sobre todo, porque quienes pueblan esos espacios son mucho más
numerosos, están mejor educados, tienen mayor conciencia de su condición y sus
derechos, y están mucho más y mejor organizados que sus antecesores de ayer.
Los pueblos originarios, en efecto, ya no sólo luchan para no
desaparecer. Lo hacen además, y sobre todo, para culminar el
conflicto entre la república y la colonia, trascendiendo el marco liberal de
origen y planteamiento de esa lucha. Su base territorial ya no está constituida
por zonas marginales sin interés para los grandes poderes que controlan los
Estados de la región, sino por espacios ganados a lo largo de luchas que les
permitieron constituirse en sujetos políticos de pleno derecho, que pueden y
deben aspirar a recuperar el control de sus vidas y destinos.
En Panamá, Guna Yala
dejó hace mucho –desde 1924, al menos-, de ser la Intendencia de San Blas, como
la Comarca Ngöbe dejó de ser la región del Guaymí, en ambos casos por la
creciente resistencia de sus habitantes, y no por generosa concesión de
filántropos liberales.
Bolivia nos
proporciona, ahora, el ejemplo más avanzado y exitoso de lo que puede ser
logrado en esta circunstancia nueva. Y ese ejemplo práctico de república
multinacional con una economía que crece en términos que reducen la inequidad,
vuelve a poner sobre el tapete el problema de origen: ¿pueden coincidir esas formas de vida y organización indígena no ya con
el capitalismo, sino con su transformación en una economía y una sociedad
distintas?[3]
No se trata de un
problema nuevo. Lo enfrentaron en su momento, con mejor o peor fortuna, los
grandes procesos de transformación revolucionaria ocurridos en zonas
periféricas o semiperiféricas del mercado mundial, como Rusia a principios del
siglo XX, y China en la segunda mitad del mismo, en las cuales el papel de las
minorías étnicas y las formas de vida económica no capitalistas fueron objeto
de debates muy intensos, como de soluciones a menudo muy represivas.
En nuestra América,
fue planteado por primera vez de manera integral en 1928 por el peruano José
Carlos Mariátegui, en sus 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad
Peruana. Allí dijo aquel que pasaría a la historia de nuestra cultura como
el Amauta[4]:
Todas las tesis sobre el
problema indígena, que ignoran o eluden a éste como problema económico-social,
son otros tantos estériles ejercicios teoréticos, y a veces sólo verbales,
condenados a un absoluto descrédito. No las salva a algunas su buena fe.
Prácticamente, todas no han servido sino para ocultar o desfigurar la realidad
del problema. La crítica socialista lo descubre y esclarece, porque busca sus
causas en la economía del país y no en su mecanismo administrativo, jurídico o
eclesiástico, ni en su dualidad o pluralidad de razas, ni en sus condiciones
culturales y morales. La cuestión
indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de
propiedad de la tierra. Cualquier intento de resolverla con medidas de
administración o policía, con métodos de enseñanza o con obras de vialidad,
constituye un trabajo superficial o adjetivo, mientras subsista la feudalidad
de los “gamonales”.[5]
En este campo, al
propio tiempo, nuestra América nunca fue –ni será nunca– el mero espacio en que
se reproduzcan otras circunstancias. Somos realmente un nuevo mundo, surgido de
circunstancias inéditas e irrepetibles, y estamos haciendo una contribución de
singular trascendencia a la creación de un mundo nuevo.
Fue desde nosotros
que surgió la teoría del desarrollo –esto es, de la necesidad de un crecimiento
económico capaz de traducirse en bienestar colectivo y vida en democracia-, que
tanto contribuyó a dar forma visible a la idea martiana de que no había en
nuestra América batalla “entre la civilización y la barbarie, sino entre la
falsa erudición y la naturaleza”, nutrida y confrontada a un tiempo por el
formidable ciclo revolucionario que se iniciara en México en 1910 para culminar
en Cuba en 1961. Fue desde nosotros, también, que recibió el mundo a la
pedagogía de la transformación, elaborada a partir de la vida y obra de Paulo
Freire, y la Teología de la Liberación, que ha podido ser universal por lo
auténticamente nuestra que es.
Y ha sido desde
nosotros, también, que ha recibido sus impulsos más vitales la crítica al
carácter insostenible del desarrollo que conocemos, y la necesidad de pasar a
formas que hagan sostenible el desarrollo de la especie que somos. Esas formas,
en efecto, tendrán que ser por necesidad afines al Sumak Kawsay, el buen vivir k’chwa, que sintetiza de manera
tan admirable la experiencia colectiva de nuestros pueblos originarios en una
perspectiva ética y de conocimiento que contradice todo intento de justificar
la destrucción de las fuentes mismas de la vida en aras de la acumulación
incesante de capital.
Lo que ya es evidente es que no hay salida viable a los problemas que
hoy encara nuestra especie –y que afectan de manera tan directa a los
trabajadores manuales e intelectuales, del campo y de la ciudad– dentro del
orden que se nutre de esos problemas. Si deseamos un mundo distinto, tendremos
que culminar el proceso de creación de una sociedad diferente, que ya ha sido
puesto en marcha por los pueblos de nuestra América. Y tendremos que aprender a
hacerlo como nos lo pidiera Martí: “con todos y para el bien de todos” los que
entienden que es imprescindible llevar a buen término la batalla de la
república contra la colonia –y la de la naturaleza contra la falsa erudición–
si queremos sobrevivir.