Una Nación es considerada grande cuando defiende la
libertad
Discurso del Papa en el Capitolio
Washington, 240915Les agradezco la invitación que me han hecho a que les dirija la palabra en esta sesión conjunta del Congreso en «la tierra de los libres y en la patria de los valientes». Me gustaría pensar que lo han hecho porque también yo soy un hijo de este gran continente, del que todos nosotros hemos recibido tanto y con el que tenemos una responsabilidad común.
Cada hijo o hija de
un país tiene una misión, una responsabilidad personal y social. La de ustedes
como miembros del Congreso, por medio de la actividad legislativa, consiste en
hacer que este país crezca como nación. Ustedes
son el rostro de su pueblo, sus representantes. Y están llamados a defender y custodiar la dignidad de sus conciudadanos
en la búsqueda constante y exigente del bien común, pues éste es el
principal desvelo de la política.
La sociedad política
perdura si se plantea, como vocación, satisfacer las necesidades comunes
favoreciendo el crecimiento de todos sus miembros, especialmente de los que
están en situación de mayor vulnerabilidad o riesgo. La actividad legislativa siempre está basada en la atención al pueblo.
A eso han sido invitados, llamados, convocados por las urnas.
Se trata de una
tarea que me recuerda la figura de Moisés en una doble perspectiva. Por un
lado, el patriarca y legislador del pueblo de Israel simboliza la necesidad que
tienen los pueblos de mantener la conciencia de unidad por medio de una
legislación justa. Por otra parte, la figura de Moisés nos remite directamente
a Dios y por lo tanto a la dignidad trascendente del ser humano. Moisés nos
ofrece una buena síntesis de su labor: ustedes están invitados a proteger, por
medio de la ley, la imagen y semejanza plasmada por Dios en cada rostro.
En esta perspectiva
quisiera hoy no sólo dirigirme a ustedes, sino con ustedes y en ustedes a todo
el pueblo de los Estados Unidos. Aquí junto con sus representantes, quisiera tener
la oportunidad de dialogar con miles de hombres y mujeres que luchan cada día
para trabajar honradamente, para llevar el pan a su casa, para ahorrar y -poco
a poco- conseguir una vida mejor para los suyos. Que no se resignan solamente a
pagar sus impuestos, sino que -con su servicio silencioso- sostienen la
convivencia. Que crean lazos de solidaridad por medio de iniciativas
espontáneas pero también a través de organizaciones que buscan paliar el dolor
de los más necesitados.
Me gustaría dialogar
con tantos abuelos que atesoran la sabiduría forjada por los años e intentan de
muchas maneras, especialmente a través del voluntariado, compartir sus
experiencias y conocimientos. Sé que son muchos los que se jubilan pero no se
retiran; siguen activos construyendo esta tierra. Me gustaría dialogar con
todos esos jóvenes que luchan por sus deseos nobles y altos, que no se dejan
atomizar por las ofertas fáciles, que saben enfrentar situaciones difíciles,
fruto muchas veces de la inmadurez de los adultos. Con todos ustedes quisiera dialogar y me gustaría hacerlo a partir de
la memoria de su pueblo.
Mi visita tiene
lugar en un momento en que los hombres y mujeres de buena voluntad conmemoran
el aniversario de algunos ilustres norteamericanos. Salvando los vaivenes de la
historia y las ambigüedades propias de los seres humanos, con sus muchas
diferencias y límites, estos hombres y mujeres apostaron, con trabajo,
abnegación y hasta con su propia sangre, por forjar un futuro mejor. Con su
vida plasmaron valores fundantes que viven para siempre en el alma de todo el
pueblo.
Un pueblo con alma
puede pasar por muchas encrucijadas, tensiones y conflictos, pero logra siempre
encontrar los recursos para salir adelante y hacerlo con dignidad. Estos
hombres y mujeres nos aportan una hermenéutica, una manera de ver y analizar la
realidad. Honrar su memoria, en medio de los conflictos, nos ayuda a recuperar,
en el hoy de cada día, nuestras reservas culturales.
Me limito a
mencionar cuatro de estos ciudadanos: Abraham
Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton.
Estamos en el ciento
cincuenta aniversario del asesinato del Presidente Abraham Lincoln, el defensor de la libertad, que ha trabajado
incansablemente para que «esta nación, por la gracia de Dios, tenga una nueva
aurora de libertad». Construir un futuro de libertad exige amor al bien común y
colaboración con un espíritu de subsidiaridad y solidaridad.
Todos conocemos y
estamos sumamente preocupados por la inquietante situación social y política de
nuestro tiempo. El mundo es cada vez más un lugar de conflictos violentos, de
odio nocivo, de sangrienta atrocidad, cometida incluso en el nombre de Dios y
de la religión. Somos conscientes de que ninguna religión es inmune a diversas
formas de aberración individual o de extremismo ideológico.
Esto nos urge a
estar atentos frente a cualquier tipo de fundamentalismo de índole religiosa o
del tipo que fuere. Combatir la violencia perpetrada bajo el nombre de una
religión, una ideología, o un sistema económico y, al mismo tiempo, proteger la
libertad de las religiones, de las ideas, de las personas requiere un delicado
equilibrio en el que tenemos que trabajar.
Y, por otra parte,
puede generarse una tentación a la que hemos de prestar especial atención: el
reduccionismo simplista que divide la realidad en buenos y malos; permítanme
usar la expresión: en justos y pecadores. El mundo contemporáneo con sus
heridas, que sangran en tantos hermanos nuestros, nos convoca a afrontar todas
las polarizaciones que pretenden dividirlo en dos bandos. Sabemos que en el
afán de querer liberarnos del enemigo exterior podemos caer en la tentación de
ir alimentando el enemigo interior. Copiar el odio y la violencia del tirano y
del asesino es la mejor manera de ocupar su lugar.
A eso este pueblo
dice: No.
Nuestra respuesta,
en cambio, es de esperanza y de reconciliación, de paz y de justicia. Se nos
pide tener el coraje y usar nuestra inteligencia para resolver las crisis
geopolíticas y económicas que abundan hoy. También en el mundo desarrollado las
consecuencias de estructuras y acciones injustas aparecen con mucha evidencia.
Nuestro trabajo se centra en devolver la esperanza, corregir las injusticias,
mantener la fe en los compromisos, promoviendo así la recuperación de las
personas y de los pueblos. Ir hacia delante juntos, en un renovado espíritu de
fraternidad y solidaridad, cooperando con entusiasmo al bien común.
El reto que tenemos
que afrontar hoy nos pide una renovación del espíritu de colaboración que ha
producido tanto bien a lo largo de la historia de los Estados Unidos. La
complejidad, la gravedad y la urgencia de tal desafío exige poner en común los
recursos y los talentos que poseemos y empeñarnos en sostenernos mutuamente,
respetando las diferencias y las convicciones de conciencia.
En estas tierras,
las diversas comunidades religiosas han ofrecido una gran ayuda para construir
y reforzar la sociedad. Es importante, hoy como en el pasado, que la voz de la
fe, que es una voz de fraternidad y de amor, que busca sacar lo mejor de cada
persona y de cada sociedad, pueda seguir siendo escuchada. Tal cooperación es
un potente instrumento en la lucha por erradicar las nuevas formas mundiales de
esclavitud, que son fruto de grandes injusticias que pueden ser superadas sólo
con nuevas políticas y consensos sociales.
Apelo aquí a la
historia política de los Estados Unidos, donde la democracia está radicada en
la mente del Pueblo. Toda actividad política debe servir y promover el bien de
la persona humana y estar fundada en el respeto de su dignidad. «Sostenemos
como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que
han sido dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables; que entre
estos está la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad» (Declaración de
Independencia, 4 julio 1776). Si es verdad que la política debe servir a la
persona humana, se sigue que no puede ser esclava de la economía y de las
finanzas. La política responde a la necesidad imperiosa de convivir para
construir juntos el bien común posible, el de una comunidad que resigna
intereses particulares para poder compartir, con justicia y paz, sus bienes,
sus intereses, su vida social. No subestimo la dificultad que esto conlleva,
pero los aliento en este esfuerzo.
En esta sede quiero
recordar también la marcha que, cincuenta años atrás, Martin Luther King
encabezó desde Selma a Montgomery, en la campaña por realizar el «sueño» de
plenos derechos civiles y políticos para los afro-americanos. Su sueño sigue
resonando en nuestros corazones. Me alegro de que Estados Unidos siga siendo
para muchos la tierra de los «sueños». Sueños que movilizan a la acción, a la
participación, al compromiso. Sueños que despiertan lo que de más profundo y
auténtico hay en los pueblos.
En los últimos
siglos, millones de personas han alcanzado esta tierra persiguiendo el sueño de
poder construir su propio futuro en libertad. Nosotros, pertenecientes a este
continente, no nos asustamos de los extranjeros, porque muchos de nosotros hace
tiempo fuimos extranjeros. Les hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de
ustedes que son descendientes de inmigrantes. Trágicamente, los derechos de
cuantos vivieron aquí mucho antes que nosotros no siempre fueron respetados. A
estos pueblos y a sus naciones, desde el corazón de la democracia
norteamericana, deseo reafirmarles mi más alta estima y reconocimiento.
Aquellos primeros contactos fueron bastantes convulsos y sangrientos, pero es
difícil enjuiciar el pasado con los criterios del presente. Sin embargo, cuando
el extranjero nos interpela, no podemos cometer los pecados y los errores del
pasado. Debemos elegir la posibilidad de vivir ahora en el mundo más noble y
justo posible, mientras formamos las nuevas generaciones, con una educación que
no puede dar nunca la espalda a los «vecinos», a todo lo que nos rodea.
Construir una nación nos lleva a pensarnos siempre en relación con otros,
saliendo de la lógica de enemigo para pasar a la lógica de la recíproca
subsidiaridad, dando lo mejor de nosotros. Confío que lo haremos.
Nuestro mundo está
afrontando una crisis de refugiados sin precedentes desde los tiempos de la II
Guerra Mundial. Lo que representa grandes desafíos y decisiones difíciles de
tomar. A lo que se suma, en este continente, las miles de personas que se ven
obligadas a viajar hacia el norte en búsqueda de una vida mejor para sí y para
sus seres queridos, en un anhelo de vida con mayores oportunidades. ¿Acaso no
es lo que nosotros queremos para nuestros hijos? No debemos dejarnos intimidar
por los números, más bien mirar a las personas, sus rostros, escuchar sus
historias mientras luchamos por asegurarles nuestra mejor respuesta a su
situación. Una respuesta que siempre será humana, justa y fraterna. Cuidémonos
de una tentación contemporánea: descartar todo lo que moleste. Recordemos la
regla de oro: «Hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con
ustedes» (Mt 7,12).
Esta regla nos da un
parámetro de acción bien preciso: tratemos a los demás con la misma pasión y
compasión con la que queremos ser tratados. Busquemos para los demás las mismas
posibilidades que deseamos para nosotros. Acompañemos el crecimiento de los
otros como queremos ser acompañados. En definitiva: queremos seguridad, demos
seguridad; queremos vida, demos vida; queremos oportunidades, brindemos
oportunidades. El parámetro que usemos para los demás será el parámetro que el
tiempo usará con nosotros. La regla de oro nos recuerda la responsabilidad que
tenemos de custodiar y defender la vida humana en todas las etapas de su
desarrollo.
Esta certeza es la
que me ha llevado, desde el principio de mi ministerio, a trabajar en
diferentes niveles para solicitar la abolición mundial de la pena de muerte.
Estoy convencido que este es el mejor camino, porque cada vida es sagrada, cada
persona humana está dotada de una dignidad inalienable y la sociedad sólo puede
beneficiarse en la rehabilitación de aquellos que han cometido algún delito.
Recientemente, mis hermanos Obispos aquí, en los Estados Unidos, han renovado
el llamamiento para la abolición de la pena capital. No sólo me uno con mi
apoyo, sino que animo y aliento a cuantos están convencidos de que una pena
justa y necesaria nunca debe excluir la dimensión de la esperanza y el objetivo
de la rehabilitación.
En estos tiempos en
que las cuestiones sociales son tan importantes, no puedo dejar de nombrar a la
Sierva de Dios Dorothy Day, fundadora del Movimiento del trabajador católico.
Su activismo social, su pasión por la justicia y la causa de los oprimidos
estaban inspirados en el Evangelio, en su fe y en el ejemplo de los santos.
¡Cuánto se ha
progresado, en este sentido, en tantas partes del mundo! ¡Cuánto se viene
trabajando en estos primeros años del tercer milenio para sacar a las personas
de la extrema pobreza! Sé que comparten mi convicción de que todavía se debe
hacer mucho más y que, en momentos de crisis y de dificultad económica, no se
puede perder el espíritu de solidaridad internacional. Al mismo tiempo, quiero
alentarlos a recordar cuán cercanos a nosotros son hoy los prisioneros de la
trampa de la pobreza. También a estas personas debemos ofrecerles esperanza. La
lucha contra la pobreza y el hambre ha de ser combatida constantemente, en sus
muchos frentes, especialmente en las causas que las provocan. Sé que gran parte
del pueblo norteamericano hoy, como ha sucedido en el pasado, está haciéndole
frente a este problema.
No es necesario
repetir que parte de este gran trabajo está constituido por la creación y
distribución de la riqueza. El justo uso de los recursos naturales, la aplicación
de soluciones tecnológicas y la guía del espíritu emprendedor son parte
indispensable de una economía que busca ser moderna pero especialmente
solidaria y sustentable. «La actividad empresarial, que es una noble vocación
orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos, puede ser una
manera muy fecunda de promover la región donde instala sus emprendimientos,
sobre todo si entiende que la creación de puestos de trabajo es parte
ineludible de su servicio al bien común» (Laudato si', 129). Y este bien común
incluye también la tierra, tema central de la Encíclica que he escrito
recientemente para «entrar en diálogo con todos acerca de nuestra casa común»
(ibíd., 3). «Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el
desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos
impactan a todos» (ibíd., 14).
En Laudato si',
aliento el esfuerzo valiente y responsable para «reorientar el rumbo» (N. 61) y
para evitar las más grandes consecuencias que surgen del degrado ambiental provocado
por la actividad humana. Estoy convencido de que podemos marcar la diferencia y
no tengo alguna duda de que los Estados Unidos -y este Congreso- están llamados
a tener un papel importante. Ahora es el tiempo de acciones valientes y de
estrategias para implementar una «cultura del cuidado» (ibíd., 231) y una
«aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a
los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza» (ibíd., 139). La
libertad humana es capaz de limitar la técnica (cf. ibíd., 112); de interpelar
«nuestra inteligencia para reconocer cómo deberíamos orientar, cultivar y
limitar nuestro poder» (ibíd., 78); de poner la técnica al «servicio de otro
tipo de progreso más sano, más humano, más social, más integral» (ibíd., 112).
Sé y confío que sus excelentes instituciones académicas y de investigación
pueden hacer una contribución vital en los próximos años.
Un siglo atrás, al
inicio de la Gran Guerra, «masacre inútil», en palabras del Papa Benedicto XV,
nace otro gran norteamericano, el monje cisterciense Thomas Merton. Él sigue
siendo fuente de inspiración espiritual y guía para muchos. En su autobiografía
escribió: «Aunque libre por naturaleza y a imagen de Dios, con todo, y a imagen
del mundo al cual había venido, también fui prisionero de mi propia violencia y
egoísmo. El mundo era trasunto del infierno, abarrotado de hombres como yo, que
le amaban y también le aborrecían. Habían nacido para amarle y, sin embargo,
vivían con temor y ansias desesperadas y enfrentadas». Merton fue sobre todo un
hombre de oración, un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió
horizontes nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de
diálogo, un promotor de la paz entre pueblos y religiones.
En tal perspectiva
de diálogo, deseo reconocer los esfuerzos que se han realizado en los últimos
meses y que ayudan a superar las históricas diferencias ligadas a dolorosos
episodios del pasado. Es mi deber construir puentes y ayudar lo más posible a
que todos los hombres y mujeres puedan hacerlo. Cuando países que han estado en
conflicto retoman el camino del diálogo, que podría haber estado interrumpido
por motivos legítimos, se abren nuevos horizontes para todos. Esto ha requerido
y requiere coraje, audacia, lo cual no significa falta de responsabilidad. Un
buen político es aquel que, teniendo en mente los intereses de todos, toma el
momento con un espíritu abierto y pragmático. Un buen político opta siempre por
generar procesos más que por ocupar espacios (cf. Evangelii gaudium, 222-223).
Igualmente, ser un
agente de diálogo y de paz significa estar verdaderamente determinado a atenuar
y, en último término, a acabar con los muchos conflictos armados que afligen
nuestro mundo. Y sobre esto hemos de ponernos un interrogante: ¿por qué las
armas letales son vendidas a aquellos que pretenden infligir un sufrimiento
indecible sobre los individuos y la sociedad? Tristemente, la respuesta, que
todos conocemos, es simplemente por dinero; un dinero impregnado de sangre, y
muchas veces de sangre inocente. Frente al silencio vergonzoso y cómplice, es
nuestro deber afrontar el problema y acabar con el tráfico de armas.
Tres hijos y una
hija de esta tierra, cuatro personas, cuatro sueños: Abraham Lincoln, la
libertad; Martin Luther King, una libertad que se vive en la pluralidad y la no
exclusión; Dorothy Day, la justicia social y los derechos de las personas; y
Thomas Merton, la capacidad de diálogo y la apertura a Dios.
Cuatro
representantes del pueblo norteamericano.
Terminaré mi visita
a su País en Filadelfia, donde participaré en el Encuentro Mundial de las
Familias. He querido que en todo este Viaje Apostólico la familia fuese un tema
recurrente. Cuán fundamental ha sido la familia en la construcción de este
País. Y cuán digna sigue siendo de nuestro apoyo y aliento. No puedo esconder
mi preocupación por la familia, que está amenazada, quizás como nunca, desde el
interior y desde el exterior. Las relaciones fundamentales son puestas en duda,
como el mismo fundamento del matrimonio y de la familia. No puedo más que
confirmar no sólo la importancia, sino por sobre todo, la riqueza y la belleza
de vivir en familia.
De modo particular
quisiera llamar su atención sobre aquellos componentes de la familia que
parecen ser los más vulnerables, es decir, los jóvenes. Muchos tienen delante
un futuro lleno de innumerables posibilidades, muchos otros parecen
desorientados y sin sentido, prisioneros en un laberinto de violencia, de abuso
y desesperación. Sus problemas son nuestros problemas. No nos es posible
eludirlos. Hay que afrontarlos juntos, hablar y buscar soluciones más allá del
simple tratamiento nominal de las cuestiones. Aun a riesgo de simplificar,
podríamos decir que existe una cultura tal que empuja a muchos jóvenes a no
poder formar una familia porque están privados de oportunidades de futuro. Sin
embargo, esa misma cultura concede a muchos otros, por el contrario, tantas
oportunidades, que también ellos se ven disuadidos de formar una familia.
Una Nación es
considerada grande cuando defiende la libertad, como hizo Abraham Lincoln;
cuando genera una cultura que permita a sus hombres «soñar» con plenitud de
derechos para sus hermanos y hermanas, como intentó hacer Martin Luther King;
cuando lucha por la justicia y la causa de los oprimidos, como hizo Dorothy Day
en su incesante trabajo; siendo fruto de una fe que se hace diálogo y siembra
paz, al estilo contemplativo de Merton.
Me he animado a
esbozar algunas de las riquezas de su patrimonio cultural, del alma de su
pueblo. Me gustaría que esta alma siga tomando forma y crezca, para que los
jóvenes puedan heredar y vivir en una tierra que ha permitido a muchos soñar.
Que Dios bendiga a América.