De la presidencia a la prisión:
Otto Pérez Molina y
un día de esperanza para Guatemala
En esta crónica, publicada por The New Yorker en su
edición del 4 de septiembre de 2015, el escritor y periodista Francisco
Goldman, autor de El arte del asesinato político, indaga en la figura de Otto
Pérez Molina desde que se encontró con su nombre por primera vez, cuando este
salió a relucir en las investigaciones del “caso Gerardi”. Con autorización del
autor y de la revista, reproducimos el trabajo en su totalidad.
Otto Pérez Molina,
quien renunció a la presidencia de Guatemala el miércoles por la noche, casi de
la noche a la mañana, hoy es un acusado común en el Centro de Detención
Preventiva para Hombres de la zona 1, Matamoros, en la ciudad capital. Su
captura se debe a que el Ministerio Público (MP) de Guatemala, que trabaja en
estrecha colaboración con la Comisión Internacional Contra la Impunidad en
Guatemala (CICIG), de Naciones Unidas, investiga una red de corrupción
denominada La Línea, a través de la cual las aduanas de Guatemala proponían a
importadores reducir sus impuestos en forma considerable a cambio de comisiones
ilícitas que se repartían entre docenas de funcionarios del Gobierno.
Pérez Molina, un
exgeneral del Ejército de Guatemala y jefe de Inteligencia, por fin renunció a
la presidencia después de cinco meses de protestas semanales organizadas frente
al Palacio Nacional del país para exigir su renuncia; después de que el 8 de
mayo renunciara su vicepresidenta y compañera, Roxana Baldetti, quien fue
acusada de ser uno de los líderes de La Línea; después de que 38 funcionarios
del Gobierno, que incluye al yerno del ahora expresidente, fueran encarcelados
por su participación en el escándalo; después de la renuncia de la mayor parte
del Gabinete de Pérez Molina y de muchos de sus embajadores.
Después de que
incluso entidades que lo apoyaban, como el poderoso grupo del sector privado
Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y
Financieras (CACIF) y la propia Procuraduría General pidiera públicamente su
renuncia; después de que el 21 de agosto su ex vicepresidenta, Baldetti, fuera
enviada a prisión y de que el Ministerio Público y la CICIG anunciaran que sus
continuas investigaciones arrojaban pruebas contundentes de que Baldetti y el
mismo entonces presidente eran los líderes de La Línea; después de quizá la más
extensa y jubilosa protesta en la historia de Guatemala, llevada a cabo el 27
de agosto, cuando cerca de cien mil personas llenaran la plaza frente al
Palacio Nacional y abarrotaran las calles aledañas, a la vez que se realizaban
muchas otras protestas en todo el país; después del voto unánime de 132-0 con
el fin de despojar al ahora expresidente de su inmunidad para que enfrentara un
proceso judicial, por parte de un Congreso que no carece de políticos
corruptos, pero que, con las elecciones nacionales del 6 de septiembre, de
pronto se encontrara acorralado y presionado por la indignación popular y las
exigencias de justicia.
Aún después de un
masivo júbilo público por la pérdida de inmunidad del entonces presidente y las
inminentes comparecencias frente a un juez; después de que la Corte de
Constitucionalidad, que tiene muchos aliados de Pérez Molina que en el pasado
lo habrían apoyado, unánimemente rechazara una petición desesperada presentada
por el abogado del ahora expresidente para anular el voto del Congreso con el
que se le retiró la inmunidad; después de que el presidente del tribunal que
lleva el caso de La Línea dictara orden para prevenir que el entonces presidente
saliera del país; aun después de que el país se viera forzado, básicamente, a
sobrevivir sin un Gobierno interino o líder con credibilidad. “No es que Pérez
Molina tenga un cuero impenetrable, que carezca de emociones, que su cinismo no
conozca fronteras, que su sordera sea profunda. Más bien, está preso de su
propia cobardía y experimenta pánico y pavor de perder su inmunidad
presidencial”, escribió Jose Rubén Zamora, presidente del diario de oposición el
Periódico, quien ha sido uno de los protagonistas de esta historia.
En los últimos días,
Thelma Aldana, la fiscal general del Ministerio Público, e Iván Velásquez
Gómez, juez colombiano que actúa como comisionado de la CICIG, han sido
lacónicamente implacables en sus declaraciones públicas. Ambos han enfatizado
que la investigación de la Administración de Pérez Molina y del propio
expresidente, por su papel en La Línea y en otros casos de corrupción, recién
empieza. Pero el hecho de que las investigaciones se encuentran en proceso no
logró dar cabida a que Pérez Molina ganara más tiempo.
El miércoles,
Velásquez Gómez salió en CNN Español y reiteró que la investigación ya
había dado “evidencia real” de que Otto Pérez Molina era el líder de La Línea y
que una orden de captura era inminente. Más tarde esa misma noche, durante una
entrevista con Canal Antigua, Aldana anunció que la orden de captura ya
había sido enviada al presidente del tribunal a cargo del caso. Respondiendo a
la pregunta de si el proceso judicial podría dar a Pérez Molina la oportunidad
de ser absuelto, Aldana solemnemente respondió: “Yo, que conozco de cerca los
detalles de la investigación, no veo que pudiera existir sentencia alguna que
lo absuelva”.
En el proceso de
indagación de La Línea, los investigadores han analizado cerca de noventa mil
llamadas telefónicas interceptadas, seis mil correos electrónicos y ciento
setenta y cinco mil documentos. Las grabaciones de esas llamadas telefónicas
registran lo dicho por funcionarios del Gobierno que han sido ligados a la red
de corrupción cuando presuntamente describen conversaciones y reuniones
operacionales con “el dueño de la finca”, con “el mero mero” y “con el uno y el
dos”. Los fiscales, tomando en cuenta el contenido de esas conversaciones y las
supuestas identidades de los hablantes, aseveran que esas alusiones son claras
referencias a los ahora expresidente y exvicepresidenta.
La CICIG y los
fiscales del Ministerio Público dicen que también han recopilado evidencia
financiera y bancaria en contra de Pérez Molina. Era una estructura criminal
–presuntamente robando millones y millones de dólares de los impuestos de las
arcas públicas de uno de los países más pobres de Latinoamérica– que parece tan
sórdida y descarada en sus operaciones que se asemeja a una mafia de segunda
categoría del crimen organizado de Nueva Jersey sacada de la serie de
televisión Los Soprano.
Pérez Molina se
mantuvo aislado la mayor parte de sus últimos diez días en el poder. No
obstante, rompió el silencio en un par de inusuales y desafiantes discursos públicos
para insistir en su inocencia. En cuanto a una llamada telefónica grabada en la
que se puede escuchar claramente a Pérez Molina dando órdenes al más alto
funcionario de la Administración Tributaria, Carlos Muñoz (quien fue enviado
posteriormente a prisión por el caso en cuestión), de que despidiera a una
funcionaria veterana de la Administración Tributaria y la reemplazara con otro
funcionario, Sebastián Herrera Carrera (quien desde entonces se encuentra en
prisión), el entonces presidente dijo que él solo estaba “tratando de mejorar
la recaudación tributaria del país”.
Pérez Molina también
arremetió contra la fiscal general Aldana, la CICIG y los “importadores” del
sector privado que se habían beneficiado por colaborar con La Línea. Asimismo,
convocó a la “Guatemala profunda” para que mostrara su apoyo. Era de suponer
que él estaba convocando a una supuesta “mayoría silenciosa” de la zona rural
para que actuara en contra de las protestas de la zona urbana de la capital;
sin embargo, para muchos, estas palabras contenían una amenaza implícita de
violencia de un exgeneral que era conocido por haber sido electo presidente en
2008 al prometer “mano dura” como la solución a los problemas del país.
¿Cuál era esta
“Guatemala profunda” a la que convocaba Pérez Molina? Las protestas en la
capital que pedían su renuncia solo incrementaban en número y fervor. En un
programa de entrevistas con personalidades relacionadas con la política
televisado por Canal Antigua, el sociólogo de 85 años Carlos Guzmán
Böckler dijo que la “Guatemala profunda” eran todos los guatemaltecos
enterrados en fosas clandestinas en las montañas, víctimas de la estrategia
militar conocida como “tierra arrasada” y, específicamente, de las masacres a
comunidades rurales mayas durante la guerra civil que duró 36 años, las cuales
concluyeron con los acuerdos de paz firmados en 1996. Según la ONU y otras
entidades, por lo menos 150 mil civiles murieron en esa guerra; la gran
mayoría, a manos de militares. En 1982, Otto Pérez Molina, en ese tiempo un
oficial joven, por nueve meses comandó una tropa militar en Nebaj, en la región
Ixil, una de las áreas más duramente golpeadas por la violencia.
“Me siento
orgulloso, conmovido y emocionado”, escribió Jose Rubén Zamora en su editorial
principal el día siguiente al que el Congreso votó a favor de despojarle la
inmunidad a Pérez Molina. “Me faltan palabras, me sobran las lágrimas. Sin la
tenacidad, la persistencia y la presión constante de la ciudadanía, que jamás
bajó la guardia, nunca hubiera sucedido”. Pienso que eso siempre será
considerado como el factor más importante de este evento histórico, esto en
verdad se produjo gracias a las protestas pacíficas y la presión de masas de
personas de todos los sectores de la sociedad guatemalteca. Cuando se considera
Guatemala a través de su larga historia de represión violenta, de división
interna, de censura, de injusticia social extrema, de corrupción endémica
protegida por un sistema casi impenetrable de impunidad, lo que ha pasado
parece ser casi un milagro. “A Guatemala se le acabó la paciencia”, escribió la
columnista Dina Fernández en elPeriódico. “Demasiado ha aguantado la
sociedad con la boca callada. Ahora, tras 30 años de abusos continuados, ordena
que los funcionarios respondan como se espera de ellos: a favor del interés de
la población, no de la clica de ladrones y contrabandistas que operaba desde
Casa Presidencial”.
No obstante, la
historia de la caída de Otto Pérez Molina tiene muchos protagonistas y ha sido
anhelada y buscada por mucho más tiempo que lo que ha durado la investigación
de La Línea. La pregunta que puede acechar a los guatemaltecos por mucho
tiempo, y que sin duda será estudiada y analizada, es cómo un hombre como Pérez
Molina, sobre quien ya se sabía tanto, alguna vez fue presidente. Pérez Molina
en sí es una figura central y emblemática en esa búsqueda que, básicamente, ha
sido una batalla para fortalecer el Estado de Derecho en Guatemala, protegiendo
así una democracia en funcionamiento contra todas las fuerzas corrosivas de la
corrupción y la impunidad. Específicamente, ha sido una lucha librada contra la
consolidación del Gobierno como organización criminal que se mantiene por los
poderes criminales atrincherados dentro y fuera del Gobierno, sin importar
quién sea electo presidente. La CICIG en sí, una comisión internacional de
jueces, fiscales e investigadores, establecida en 2007, fue concebida por
aquellos guatemaltecos que estaban preocupados porque el sistema de justicia
del país no solamente necesitaba fortalecimiento, sino también ayuda externa.
Desde que finalizó la larga guerra en el país, los omnipotentes servicios de
Inteligencia militar del Ejército de Guatemala de los años del conflicto armado
buscaban preservar sus poderes y privilegios a través de convertirse en crimen
organizado.
“Durante más de una
década he venido señalando que nuestra democracia experimentó una metamorfosis
siniestra, reduciéndose simplemente a una elección que tiene lugar cada cuatro
años, en la que elegimos un cleptodictador, es decir, un presidente ladrón, que
cogobierna con las mafias criminales, los capos de los carteles de
narcotraficantes, los contratistas y proveedores del Estado y algunos intereses
privados tradicionales”, escribió Jose Rubén Zamora en su diario, en junio
recién pasado. Desde el 2002, elPeriódico ha estado publicando
investigaciones de primera plana como la que en ese año se tituló “La mafia y
el Ejército”. En abril de 2013, elPeriódico publicó Un cuento de
hadas sin final feliz, la historia de una presidencia en crisis, un informe
especial de 19 páginas sobre la clara corrupción del Gobierno de Pérez Molina,
especialmente enfocado en la conducta ostentosa de su vicepresidenta, Roxana
Baldetti.
Zamora, así como
reporteros de elPeriódico, durante años ha pagado muy caro sus tenaces
franquezas. Zamora, un amigo mío cercano, ha sobrevivido a constantes y
repetidas amenazas escabrosas y a más de un intento de asesinato directo. En
2008, después de haber sido secuestrado a altas horas de la noche en un club
nocturno, Zamora fue encontrado tendido en una cuneta de la carretera a
Chimaltenango, a más de 25 kilómetros de la capital, fuertemente golpeado, casi
desnudo y dado por muerto. Sus atacantes no han sido identificados. En años
recientes, Zamora me contó que él y su personal han sido acosados repetidamente
por el Gobierno de Pérez Molina y sus seguidores de diversas maneras, las que
incluyen una campaña de intimidación contra los anunciantes de elPeriódico,
la que dio lugar a que casi quebrara el diario.
Yo tengo una historia
personal con Pérez Molina que se remonta al asesinato, en 1998, del obispo Juan
Gerardi, y la investigación y los casos judiciales subsiguientes. Gerardi fue
brutalmente golpeado hasta morir en el garaje de su casa parroquial, en la
ciudad de Guatemala, dos noches después de haber presidido la publicación de un
informe sin precedentes de derechos humanos titulado: Guatemala Nunca más,
que indagaba sobre las atrocidades cometidas durante la guerra civil del país.
La información
contenida en ese informe parecía que ponía en peligro la amnistía que se auto otorgaron
los militares para evitar la persecución judicial por crímenes de guerra y, por
consiguiente, la sujeción de estos al verdadero poder, específicamente al que
ejercían los grupos élites de inteligencia militares. De hecho, aunque el
Ejército guatemalteco poco después perdió su amnistía después de que un informe
posterior de la Comisión de la Verdad de la ONU lo acusara de crímenes contra
la humanidad –específicamente, por genocidio perpetrado en contra de los
indígenas mayas– solo unos cuantos procesos judiciales contra oficiales
militares avanzaron en un sistema legal aún intimidado y corrompido por el
poderío militar.
El asesinato de
Gerardi, escenificado para que pareciera un delito familiar, sometió a la
población del país a años de confusión sobre lo que realmente ocurrió. Pero
aquellos para quienes el mensaje del asesinato había sido proyectado
–trabajadores de derechos humanos y de justicia, específicamente– se creyeron
ese mensaje. Esto no hizo que muchos de ellos dejaran de luchar por la
justicia, pero, tras el asesinato de Gerardi, nadie tenía la impresión de que
iba a ser menos difícil o riesgoso lograr justicia en tiempos de paz de lo que
había sido antes de la firma de los acuerdos de paz en 1996.
Primero empecé a
reportar el caso en 1998, pocos meses después del asesinato, al escribir un
artículo para esta revista; me encontré siguiendo ese laberinto e intensamente
rebatí el caso por otros nueve años, a través de un juicio en el 2001 y una
larga serie de apelaciones. Finalmente, en el 2007, publiqué un libro titulado El
arte del asesinato político, en el cual cité a un testigo central del caso,
quien identificó a Pérez Molina como uno
de los cerebros de esa conspiración de asesinato.
Cuando estuve en la
ciudad de Guatemala, hacia finales de julio, el pasado se metió en el presente
de tal manera que me hizo recordar que, al fin y al cabo, esos eventos no
habían sucedido hacía tanto tiempo. Yo estaba participando en la protesta de
cada sábado frente al Palacio Nacional con un amigo, el conocido periodista
mexicano y autor Diego Osorno, quien resultó estar en la ciudad para la FILGUA,
la feria guatemalteca del libro. Él me pidió que lo llevara a la iglesia San
Sebastián, donde, la noche del 26 de abril de 1998, el obispo había sido
asesinado. La iglesia estaba a solo unas cuadras del lugar de las protestas en
la Sexta Avenida. Caminamos y pasamos las oficinas presidenciales y el antiguo
cuartel de la Guardia Presidencial y del Estado Mayor Presidencial (EMP), el
personal militar presidencial, el grupo de Inteligencia que, durante el juicio
del 2001, se supo que había sido el actor principal del asesinato. A la
derecha, a menos de una cuadra frente al pequeño parque que da a la iglesia San
Sebastián, pasamos por una sombría y pequeña tienda que estaba abierta, detrás
de una puerta con barrotes.
Era la tienda de don
Mike, donde, según el testigo clave del caso, Rubén Chanax Sontay, tres
oficiales del Ejército, ahora exoficiales, habían estado presentes el 26 de
abril, a eso de las diez de la noche, para vigilar el crimen. Chanax, un
pequeño pero musculoso indígena de unos veinte años, al parecer era uno de los
indigentes que todas las noches dormían frente al garaje de la iglesia, pero a
la vez era un informante adiestrado por la inteligencia militar y cuyo trabajo
era el de observar los movimientos del obispo, como parte de la denominada
Operación Pájaro, la cual culminó con el asesinato del obispo. De don Mike, el
dueño de la pequeña tienda, quien, según Chanax, había estado platicando con
los tres oficiales cuando se produjo el asesinato, se rumoraba que también era
un informante de los militares. Sin embargo, en el juicio del 2001 por
asesinato, él se rehusó a atestiguar para la parte acusadora y para la defensa.
Conforme Osorno y yo
nos acercábamos, vi a un hombre de pelo largo, quien lucía una barba tiesa
grisácea, vestía una camisa playera sucia y atendía a los clientes, pasándoles
gaseosas y otras cosas a través de los barrotes de su pequeña tienda.
Indudablemente se trataba de don Mike. Yo no lo había visto desde el 2001, pero
era muy fácil identificarlo porque le faltaba un dedo en una de sus manos. No
quería hablar con él, casi como si yo ahora tuviera una aversión física hacia
los aspectos más oscuros y más dolorosos de lo que había sido mi larga
participación en la investigación de ese crimen; solo quería pasar rápido. Pero
Osorno, fiel a su insaciable y curiosa naturaleza, paró para platicar con él.
“¿Usted es don Mike?” le preguntó, y el desconfiado y temeroso hombre que se
encontraba detrás de los barrotes lo negó. Dijo que él era el hijo de don Mike,
aun después de que un joven cliente se acercó y lo saludó llamándolo “don
Mike”. Osorno, aun así, comenzó a preguntarle sobre la noche del asesinato, lo
cual hizo que don Mike rápidamente hiciera una breve serie de declaraciones
reveladoras. “¡Esos jueces y fiscales eran unos mentirosos: mire dónde está
esta tienda! ¿Cómo podían ellos ver desde aquí lo que estaba sucediendo?”, dijo
al referirse a los poderosos oficiales de inteligencia militar que
supuestamente llegaron a su tienda para controlar el extremadamente riesgoso
asesinato político. “¡La iglesia no se puede ver desde aquí!”.
Sin embargo, yo, al
igual que don Mike, había estado presente el día del año 2001, durante el
juicio del caso Gerardi, cuando el tribunal de jueces, fiscales y abogados de
la defensa se habían desplazado desde la sala del tribunal hasta la pequeña
tienda para un procedimiento probatorio, mientras policías francotiradores
estaban en guardia en los techos de las vecindades. Recuerdo cómo el fiscal,
Leopoldo Zeissig, salió de la tienda, cruzó la calle levemente en diagonal
hacia la acera de enfrente y estableció claramente que desde donde él estaba
parado podía ver directamente el parque y la iglesia San Sebastián, así como al
garaje de la casa parroquial. Ahora don Mike nos dijo a Diego Osorno y a mí,
“miren a toda la gente que pasa caminando por aquí en la acera; ¿quién va a
creer que algún oficial militar iba a hacer eso aquí, con tantos testigos
alrededor?”. Pero, por supuesto, era sábado a mediodía, y la acera estaba llena
de gente que venía de una protesta festiva contra Pérez Molina que se estaba
llevando a cabo cerca de ahí –ese día, bandas de rock y punk tocaban música en
la plaza frente al Palacio Nacional–. En 1998, entrada la noche de un día
sábado, a pocas cuadras de las más temidas instalaciones de inteligencia
militar del país, no había nadie en esas aceras. ¿Por qué don Mike estaba dando
esos argumentos forzados que podrían fácilmente haber engañado a cualquiera que
no supiera los detalles del crimen? Porque él todavía encarna una época en la
que nadie se atrevía a acusar al Ejército de Guatemala de algo, cuando tales
encubrimientos eran de rutina. En la noche, don Mike, aun cuando su tienda está
abierta, apaga todas las luces y se queda parado en la oscuridad detrás de los
barrotes, sabiendo que los transeúntes no lo pueden ver, aunque él se encuentra
allí parado observando. Su constante miedo y paranoia eran palpables. Era como
una figura congelada en el tiempo.
Ese junio de 2001,
del juicio resultaron las primeras condenas de oficiales militares
guatemaltecos por una ejecución respaldada por el Estado. Cuando le tocaba
testificar, Chanax había implicado directamente a los tres militares que, con
el tiempo, fueron encontrados culpables. Chanax afirmó que dos de los
militares, el capitán Byron Lima Oliva y el sargento Obdulio Villanueva, habían
ido al garaje inmediatamente después del asesinato para inspeccionar y alterar
la escena del crimen. El tercer hombre declarado culpable era el padre del
capitán, el coronel Byron Lima Estrada, un exdirector de Inteligencia G-2. Él,
según Chanax, era uno de los tres militares que estaban en la tienda de don Mike.
Pero, ¿quiénes eran los otros dos hombres que estaban en la tienda –hombres que
no fueron condenados por el crimen, pero que habían desempeñado algún papel?–.
Chanax, en las
tantas y largas conversaciones antes del juicio sostenidas con Zeissig, el fiscal
y Rafael Guillamón, el investigador español de MINUGUA, el grupo pacifista de
la ONU asignado al país, había identificado, por medio de una fotografía, a uno
de los dos oficiales militares que Chanax dijo que habían estado en la tienda
de don Mike. Él no sabía el nombre del oficial o que el hombre que él había
identificado era un oficial del EMP. Entonces, Chanax también mencionó a Pérez
Molina como uno de los oficiales que habían estado en la tienda y como uno de
los líderes de la conspiración. “Él, obviamente, estaba muerto de miedo de
decir algo sobre el general (Pérez Molina) a la hora de testificar”, me dijo
Guillamón. Chanax confirmó sus acusaciones contra Pérez Molina cuando lo
entrevisté en el 2005 en la ciudad de México, donde él estaba viviendo, muy
tranquilamente, como asilado protegido de la ONU. Guillamón, quien
posteriormente se convirtió en investigador de la CICIG, nunca perdió su
confianza en la fiabilidad de Chanax como testigo. El testimonio de Chanax
sobre los hombres declarados culpables, según recalcó Guillamón más tarde en
una conversación que sostuvimos, “resistió los desafíos de varias apelaciones
durante muchos años”.
Con el tiempo, Pérez
Molina negaría las acusaciones, diciendo que él, la noche en que ocurrió el
asesinato, estaba en Washington D.C. fungiendo como delegado de Guatemala en la
Junta Interamericana de Defensa y que él tenía los sellos en el pasaporte para
probarlo. No obstante, una investigación que realizó Claudia Méndez Arriaza, en
ese entonces reportera de elPeriódico que había estado cubriendo el caso
Gerardi por años, reveló que Pérez Molina en realidad tenía, por lo menos, seis
pasaportes y que pudo haber salido de y entrado a Guatemala con cualquiera de
ellos.
Otras
investigaciones periodísticas escarbaron sobre el asunto pero, a la larga, la
interrogante del paradero de Pérez Molina en esa noche probablemente solo se
pueda responder mediante investigación criminal y juicio. Como Pérez Molina
ascendió al poder, el caso Gerardi se detuvo completamente, aunque los fiscales
asignados siguieron acumulando evidencias. El pueblo estaba atemorizado por el
poder del exgeneral y por la violencia que él representaba, así como del poder
que tenían otras figuras potencialmente implicadas en el caso. Intentar
procesar judicialmente la cadena de mando del crimen era considerado algo muy
controversial, políticamente hablando, y para citar una frase que a menudo se
oye, “potencialmente desestabilizador”. Así como Chanax en la sala del
tribunal, la gente no se atrevía a expresar sus acusaciones en público, de viva
voz. Tal vez ahora, en los próximos años, el caso Gerardi vuelva a avanzar.
En el 2007, cuando El
arte del asesinato político salió publicado en inglés, elPeriódico
publicó algunos extractos traducidos, incluyendo un párrafo en el cual Chanax
identificaba a Pérez Molina como uno de los hombres que estaban en la tienda de
don Mike. A Pérez Molina, de hecho, se le mencionó muy poco en ese largo libro
que trata de dar una narración detallada del crimen y de las investigaciones y
batallas legales que resultaron. Pero cuando el diario le dio la oportunidad de
responder, Pérez Molina reaccionó como si todo el libro hubiera tratado acerca
de él y como si él hubiera sabido de este con antelación. “Tenemos información
que el libro fue pagado por un político”, afirmó, sin dar el nombre del
político o presentar alguna prueba.
En 1998, por
supuesto, cuando comencé la investigación que culminaría en el libro, vagamente
sabía de la existencia de Pérez Molina, si acaso, y, desde luego, no anticipaba
que sería un candidato presidencial en Guatemala. Y, para más sorpresa, Pérez
Molina declaró que él no conocía personalmente al capitán Byron Lima. Algunos
lectores del diario inmediatamente escribieron, en forma anónima, para dar
testimonio de lo que ahora se sabe que es una relación cercana, personal, casi
de mentor-protegido entre los dos hombres.
Más importante aún,
Rafael Guillamón me contó que MINUGUA había documentado varias visitas al
capitán Lima por parte de Pérez Molina. Cuando Guillamón estaba en MINUGUA
pronosticó que, a cambio de que guardara silencio por todo lo que sabía y no
implicara a otros oficiales en el asesinato de Gerardi, al capitán Lima se le
daría rienda suelta para que estableciera y dirigiera una mafia criminal desde
la prisión. Esta predicción se hizo realidad.
La relación entre
Byron Lima y Pérez Molina, de hecho, desempeñó un papel fundamental en la caída
del ahora expresidente. En septiembre de 2014, en medio de una campaña cada vez
más mordaz por parte del gobierno de Pérez Molina y sus aliados para sacar a la
CICIG del país al no renovar su mandato, la CICIG formuló cargos contra Byron
Lima por algunos de los crímenes relacionados con la mafia criminal que él
supuestamente ha construido en la prisión, la cual, según la CICIG, le ha dado
mucha riqueza y poder al prisionero. Se dio a conocer que, durante la
presidencia de Otto Pérez Molina, Lima se había convertido en el líder de facto
del sistema penitenciario, responsable de nombrar 36 de sus aliados civiles en
puestos del sistema penitenciario de Guatemala. Cuando Lima fue capturado en
una de sus aparentemente habituales idas y venidas de la prisión en una
caravana de vehículos tipo SUV y guardaespaldas, resultó que algunos de esos
vehículos habían sido utilizados por el partido político de Pérez Molina en
eventos de campaña. Se reveló que una fábrica que Lima dirige dentro de la
prisión hasta tenía un contrato para fabricar camisas playeras para el partido
político de Pérez Molina.
En Guatemala, el
vínculo entre Pérez Molina y Lima era un secreto a voces. Los cargos de la
CICIG contra Lima fueron como un disparo de advertencia al Gobierno de Pérez
Molina, pues un proceso judicial podría llevar plausiblemente al ahora
expresidente también. En ese punto, se volvió políticamente imposible para
Pérez Molina y sus aliados terminar con el mandato de la CICIG: Sería un
esfuerzo demasiado evidente para protegerse a sí mismo, a su propio Gobierno y
a sus aliados. Con Estados Unidos, la Unión Europea y, por ahora, la oposición
política guatemalteca a favor de la CICIG, e incluso ante una extensión de sus
facultades, Pérez Molina no tuvo espacio para maniobrar. Tal y como Manfredo
Marroquín, el jefe de Transparencia Internacional en Guatemala, me contó, el
auto de procesamiento de la CICIG contra Lima en aquel septiembre “fue el
principio del fin”.
Durante años ha
habido otras acusaciones de crímenes formuladas contra Otto Pérez Molina. Un
cable desclasificado del Pentágono de EE. UU. lo identifica como uno de los
responsables de la desaparición y asesinato del guerrillero Efraín Bámaca,
cargo que el expresidente ha negado. Según un informe sobre grupos ilegales en
Guatemala emitido en el 2003 por la Oficina en Washington para Asuntos
Latinoamericanos, Pérez Molina estaba vinculado con el “fraude aduanero” y era
el líder del grupo militar clandestino denominado El Sindicato.
En 2008, en un caso
que involucraba un misterioso “desvío” de Q82 millones del Congreso de
Guatemala, resultó que Q688 mil de esos quetzales fueron “desviados” a la
cuenta bancaria de Pérez Molina. Él se defendió argumentando que era un
préstamo. Según Claudia Méndez Arriaza, el caso nunca avanzó ni se aclaró.
Rafael Guillamón, quien estaba en la CICIG en 2007, cuando tres miembros
salvadoreños del Parlamento Centroamericano fueron emboscados y asesinados poco
después de haber entrado a Guatemala en su automóvil, me contó que existían
pruebas contundentes que mostraban que parte de la gran suma de dinero que
ellos llevaban –suma que había sido robada en el crimen– había sido destinada a
la campaña de Otto Pérez Molina para las elecciones correspondientes al período
presidencial que iniciaba el 2008. Esta lista fácilmente podría continuar.
La conducta seria y
calmada, de suave voz, de Pérez Molina le dio, a los ojos de muchos, un aire de
honrada credibilidad. Durante su ascenso en la posguerra al poder político,
desempeñó bien el papel de modernizador del Ejército, listo para conducir el
país hacia una nueva era democrática, incluso argumentando en favor de la
legalización de las drogas. Durante la campaña para las elecciones
correspondientes al período presidencial que iniciaba el 2008, las cuales Pérez
Molina terminó perdiendo, el embajador de la Administración de Bush, James
Derham, públicamente se refirió a Pérez Molina como un “buen muchacho”. Anita
Isaacs, una especialista en el tema de Guatemala, escribió un artículo de
opinión en el Times en junio, en el cual señaló que había entrevistado a
Pérez Molina “media docena de veces en la década pasada” y lo describió como
“un maestro de la manipulación”. Pérez Molina siempre ha negado cada una de las
acusaciones en su contra. Su típica estrategia es la de rápidamente darle la
vuelta a la tortilla a sus acusadores, siempre listo para responder con acusaciones
propias e incluso categóricas difamaciones, las cuales articula con su calmada
e inocente voz, tal y como lo ha estado haciendo ahora contra la CICIG y Thelma
Aldana.
Sin embargo,
últimamente, una nueva histeria y el pánico se han filtrado en esa voz y
conducta. Después de que el juez Gálvez ordenara que Pérez Molina pasara la
noche en la Prisión de Matamoros por ser considerado un riesgo de fuga, este se
paró en un pasillo fuera de la Torre de Tribunales, rodeado de policías,
despotricando con voz casi jadeante frente a reporteros y otros espectadores
contra sus fustigadores: acusó a Thelma Aldana de intentar destruirlo, exigió a
la CICIG la captura del sector privado [sic] y argumentó suplicante que con él
no había riesgo de fuga, ya que pudo haber dejado el país en cualquier momento
que hubiera querido y que pudo haber pedido asilo político (aunque estar
acusado de un crimen no es, en realidad, motivo para otorgar asilo político).
Se trató de una extraordinaria, desconcertante e íntima mirada hacia una
confusa caída en picada del poder, capturada en vivo por la televisión.
Finalmente, mientras los fotógrafos de la prensa se arremolinaban a su
alrededor y la Policía los empujaba, Pérez Molina fue llevado a un vehículo
tipo SUV para un corto recorrido a la prisión donde él pasaría la noche.
Otto Pérez Molina es la encarnación del papel que el Ejército ha
desempeñado en Guatemala durante los últimos 50 años: en los
años posteriores al golpe de 1954, el cual dio lugar a la dictadura militar de
Carlos Castillo Armas; en la transición de la dictadura militar a la
democracia, en 1985; y en los años que le siguieron. Pérez Molina es un
exsoldado de las temidas fuerzas especiales de los kaibiles, exalumno de la
Escuela de las Américas de EE. UU. y oficial que subió a la cúspide de un
turbio aparato de Inteligencia militar que hoy en día es considerado –dentro y
fuera de Guatemala– sinónimo de asesinato, desapariciones, tortura, prisiones y
fosas clandestinas, así como corrupción. Este no era un languideciente Augusto
Pinochet en una clínica de Londres; tampoco era el hoy decrépito exdictador y
exgeneral guatemalteco Efraín Ríos Montt que se agazapaba de miedo fingiendo
estar enfermo y que finalmente fue llevado para enfrentar la justicia, en un
reciente juicio por genocidio en Guatemala.
Pérez Molina
representó una unión perfecta de los terrores pasados de Guatemala y su actual
modelo de poder. Ahora, en menos de 24 horas, él ha pasado de ser presidente a
ser un preso, desplomado por la indignación y el repudio de sus ciudadanos y
por un sistema de justicia vigorosamente fortalecido que además nunca se rindió
en el cumplimiento de su deber de investigar y procesar crímenes, sin
considerar el estatus del acusado.
Incluso, los
comentaristas guatemaltecos que yo estaba viendo en la televisión se
sorprendieron ante la intensidad de la celebración que se desató en la
espontánea multitud, que se había reunido en las afueras de la Prisión de
Matamoros, cuando el grupo de vehículos tipo SUV Toyota que llevaban al expresidente
se acercaba. Se quemaron ametralladoras de cohetes; la gente agitaba banderas
de Guatemala y saltaba y gritaba de alegría, en reivindicación, y probablemente
también con un sentimiento de venganza colectiva satisfecha, sin darse cuenta
de que los policías antimotines los empujaban bruscamente con escudos y les
rociaban gas pimienta.
Mientras yo miraba
las imágenes en la televisión, pensaba que ésta era la dura y cruda felicidad
de un pueblo silenciado por décadas de temor y testigo de la más que simbólica
caída de un poder corrupto que ese pueblo pensó que nunca tendría fin, de un
poder implícitamente violento cuyo derrumbe ocurrió gracias a esa gente que se
volcó en forma pacífica. Estos eran verdaderos gritos de liberación, y al ver
los reportajes en vivo transmitidos en directo por Canal Antigua en la
pantalla de mi computadora, al fin me encontré creyendo lo que muchos dicen que
es cierto: que Guatemala –aunque todavía queda mucho por hacer antes de poder
decir que el país verdaderamente ha cambiado– en realidad nunca más volverá a
ser la misma.