MENSAJE
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLVIII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
FRANCISCO
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLVIII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1
DE ENERO DE 2015
NO ESCLAVOS, SINO HERMANOS
1. Al comienzo de un
nuevo año, que recibimos como una gracia y un don de Dios a la humanidad, deseo
dirigir a cada hombre y mujer, así como a los pueblos y naciones del mundo, a
los jefes de Estado y de Gobierno, y a los líderes de las diferentes
religiones, mis mejores deseos de paz, que acompaño con mis oraciones por el
fin de las guerras, los conflictos y los muchos de sufrimientos causados por el
hombre o por antiguas y nuevas epidemias, así como por los devastadores efectos
de los desastres naturales. Rezo de modo especial para que, respondiendo a
nuestra común vocación de colaborar con Dios y con todos los hombres de buena
voluntad en la promoción de la concordia y la paz en el mundo, resistamos a la
tentación de comportarnos de un modo indigno de nuestra humanidad.
En el mensaje para el 1 de enero pasado,
señalé que del «deseo de una vida plena… forma parte un anhelo indeleble de
fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en los que encontramos
no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer».[1] Siendo el hombre un ser relacional,
destinado a realizarse en un contexto de relaciones interpersonales inspiradas
por la justicia y la caridad, es esencial que para su desarrollo se reconozca y
respete su dignidad, libertad y autonomía.
Por desgracia, el
flagelo cada vez más generalizado de la explotación del hombre por parte del
hombre daña seriamente la vida de comunión y la llamada a estrechar relaciones
interpersonales marcadas por el respeto, la justicia y la caridad. Este
fenómeno abominable, que pisotea los derechos fundamentales de los demás y
aniquila su libertad y dignidad, adquiere múltiples formas sobre las que deseo
hacer una breve reflexión, de modo que, a la luz de la Palabra de Dios,
consideremos a todos los hombres «no esclavos, sino hermanos».
A la escucha del
proyecto de Dios sobre la humanidad
2. El tema que he
elegido para este mensaje recuerda la carta de san Pablo a Filemón, en la que
le pide que reciba a Onésimo, antiguo esclavo de Filemón y que después se hizo
cristiano, mereciendo por eso, según Pablo, que sea considerado como un hermano.
Así escribe el Apóstol de las gentes: «Quizá se apartó de ti por breve tiempo
para que lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino como algo
mejor que un esclavo, como un hermano querido» (Flm 15-16). Onésimo se
convirtió en hermano de Filemón al hacerse cristiano. Así, la conversión
a Cristo, el comienzo de una vida de discipulado en Cristo, constituye
un nuevo nacimiento (cf. 2 Co 5,17; 1 P 1,3) que regenera
la fraternidad como vínculo fundante de la vida familiar y base de la
vida social.
En el libro del
Génesis, leemos que Dios creó al hombre, varón y hembra, y los bendijo,
para que crecieran y se multiplicaran (cf. 1,27-28): Hizo que Adán y Eva fueran
padres, los cuales, cumpliendo la bendición de Dios de ser fecundos y
multiplicarse, concibieron la primera fraternidad, la de Caín y Abel.
Caín y Abel eran hermanos, porque vienen del mismo vientre, y por lo tanto
tienen el mismo origen, naturaleza y dignidad de sus padres, creados a imagen y
semejanza de Dios.
Pero la fraternidad
expresa también la multiplicidad y diferencia que hay entre los hermanos, si
bien unidos por el nacimiento y por la misma naturaleza y dignidad. Como hermanos
y hermanas, todas las personas están por naturaleza relacionadas con las
demás, de las que se diferencian pero con las que comparten el mismo origen,
naturaleza y dignidad. Gracias a ello la fraternidad crea la red de
relaciones fundamentales para la construcción de la familia humana creada por
Dios.
Por desgracia, entre
la primera creación que narra el libro del Génesis y el nuevo nacimiento
en Cristo, que hace de los creyentes hermanos y hermanas del «primogénito entre
muchos hermanos» (Rm 8,29), se encuentra la realidad negativa del
pecado, que muchas veces interrumpe la fraternidad creatural y deforma
continuamente la belleza y nobleza del ser hermanos y hermanas de la
misma familia humana. Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata
por envidia cometiendo el primer fratricidio. «El asesinato de Abel por parte
de Caín deja constancia trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser
hermanos. Su historia (cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad de
la tarea a la que están llamados todos los hombres, vivir unidos, preocupándose
los unos de los otros».[2]
También en la
historia de la familia de Noé y sus hijos (cf. Gn 9,18-27), la maldad de
Cam contra su padre es lo que empuja a Noé a maldecir al hijo irreverente y
bendecir a los demás, que sí lo honraban, dando lugar a una desigualdad entre
hermanos nacidos del mismo vientre.
En la historia de
los orígenes de la familia humana, el pecado de la separación de Dios, de la
figura del padre y del hermano, se convierte en una expresión del rechazo de la
comunión traduciéndose en la cultura de la esclavitud (cf. Gn 9,25-27),
con las consecuencias que ello conlleva y que se perpetúan de generación en
generación: rechazo del otro, maltrato de las personas, violación de la
dignidad y los derechos fundamentales, la institucionalización de la
desigualdad.
De ahí la necesidad
de convertirse continuamente a la Alianza, consumada por la oblación de Cristo
en la cruz, seguros de que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia...
por Jesucristo» (Rm 5,20.21). Él, el Hijo amado (cf. Mt
3,17), vino a revelar el amor del Padre por la humanidad. El que escucha el
evangelio, y responde a la llamada a la conversión, llega a ser en Jesús «hermano
y hermana, y madre» (Mt 12,50) y, por tanto, hijo adoptivo de
su Padre (cf. Ef 1,5).
No se llega a ser
cristiano, hijo del Padre y hermano en Cristo, por una disposición divina
autoritativa, sin el concurso de la libertad personal, es decir, sin
convertirse libremente a Cristo. El ser hijo de Dios responde al
imperativo de la conversión: «Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros
en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis
el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38). Todos los que respondieron con la
fe y la vida a esta predicación de Pedro entraron en la fraternidad de
la primera comunidad cristiana (cf. 1 P 2,17; Hch 1,15.16; 6,3;
15,23): judíos y griegos, esclavos y hombres libres (cf. 1 Co 12,13; Ga
3,28), cuya diversidad de origen y condición social no disminuye la dignidad de
cada uno, ni excluye a nadie de la pertenencia al Pueblo de Dios. Por ello, la
comunidad cristiana es el lugar de la comunión vivida en el amor entre los
hermanos (cf. Rm 12,10; 1 Ts 4,9; Hb 13,1; 1 P
1,22; 2 P 1,7).
Todo esto demuestra
cómo la Buena Nueva de Jesucristo, por la que Dios hace «nuevas todas las
cosas» (Ap 21,5),[3]
también es capaz de redimir las relaciones entre los hombres, incluida aquella
entre un esclavo y su amo, destacando lo que ambos tienen en común: la
filiación adoptiva y el vínculo de fraternidad en Cristo. El mismo Jesús dijo a
sus discípulos: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace
su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os
lo he dado a conocer» (Jn 15,15).
Múltiples rostros de
la esclavitud de entonces y de ahora
3. Desde tiempos
inmemoriales, las diferentes sociedades humanas conocen el fenómeno del
sometimiento del hombre por parte del hombre. Ha habido períodos en la historia
humana en que la institución de la esclavitud estaba generalmente aceptada y
regulada por el derecho. Éste establecía quién nacía libre, y quién, en cambio,
nacía esclavo, y en qué condiciones la persona nacida libre podía perder su
libertad u obtenerla de nuevo. En otras palabras, el mismo derecho admitía que
algunas personas podían o debían ser consideradas propiedad de otra persona, la
cual podía disponer libremente de ellas; el esclavo podía ser vendido y
comprado, cedido y adquirido como una mercancía.
Hoy, como resultado
de un desarrollo positivo de la conciencia de la humanidad, la esclavitud,
crimen de lesa humanidad,[4] está oficialmente abolida en el mundo. El
derecho de toda persona a no ser sometida a esclavitud ni a servidumbre está
reconocido en el derecho internacional como norma inderogable.
Sin embargo, a pesar
de que la comunidad internacional ha adoptado diversos acuerdos para poner fin
a la esclavitud en todas sus formas, y ha dispuesto varias estrategias para
combatir este fenómeno, todavía hay millones de personas –niños, hombres y
mujeres de todas las edades– privados de su libertad y obligados a vivir en
condiciones similares a la esclavitud.
Me refiero a tantos trabajadores
y trabajadoras, incluso menores, oprimidos de manera formal o informal en
todos los sectores, desde el trabajo doméstico al de la agricultura, de la
industria manufacturera a la minería, tanto en los países donde la legislación
laboral no cumple con las mínimas normas y estándares internacionales, como,
aunque de manera ilegal, en aquellos cuya legislación protege a los
trabajadores.
Pienso también en
las condiciones de vida de muchos emigrantes que, en su dramático viaje,
sufren el hambre, se ven privados de la libertad, despojados de sus bienes o de
los que se abusa física y sexualmente. En aquellos que, una vez llegados a su
destino después de un viaje durísimo y con miedo e inseguridad, son detenidos
en condiciones a veces inhumanas.
Pienso en los que se
ven obligados a la clandestinidad por diferentes motivos sociales, políticos y
económicos, y en aquellos que, con el fin de permanecer dentro de la ley,
aceptan vivir y trabajar en condiciones inadmisibles, sobre todo cuando las
legislaciones nacionales crean o permiten una dependencia estructural del
trabajador emigrado con respecto al empleador, como por ejemplo cuando se
condiciona la legalidad de la estancia al contrato de trabajo... Sí, pienso en
el «trabajo esclavo».
Pienso en las personas
obligadas a ejercer la prostitución, entre las que hay muchos menores, y en
los esclavos y esclavas sexuales; en las mujeres obligadas a casarse, en
aquellas que son vendidas con vistas al matrimonio o en las entregadas en
sucesión, a un familiar después de la muerte de su marido, sin tener el derecho
de dar o no su consentimiento.
No puedo dejar de
pensar en los niños y adultos que son víctimas del tráfico y
comercialización para la extracción de órganos, para ser reclutados como
soldados, para la mendicidad, para actividades ilegales como la producción
o venta de drogas, o para formas encubiertas de adopción internacional.
Pienso finalmente en
todos los secuestrados y encerrados en cautividad por grupos terroristas,
puestos a su servicio como combatientes o, sobre todo las niñas y mujeres, como
esclavas sexuales. Muchos de ellos desaparecen, otros son vendidos varias
veces, torturados, mutilados o asesinados.
Algunas causas
profundas de la esclavitud
4. Hoy como ayer, en
la raíz de la esclavitud se encuentra una concepción de la persona humana que
admite el que pueda ser tratada como un objeto. Cuando el pecado corrompe el
corazón humano, y lo aleja de su Creador y de sus semejantes, éstos ya no se
ven como seres de la misma dignidad, como hermanos y hermanas en la humanidad,
sino como objetos. La persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios,
queda privada de la libertad, mercantilizada, reducida a ser propiedad de otro,
con la fuerza, el engaño o la constricción física o psicológica; es tratada
como un medio y no como un fin.
Junto a esta causa
ontológica –rechazo de la humanidad del otro– hay otras que ayudan a explicar
las formas contemporáneas de la esclavitud. Me refiero en primer lugar a la pobreza,
al subdesarrollo y a la exclusión, especialmente cuando se combinan con la falta
de acceso a la educación o con una realidad caracterizada por las escasas,
por no decir inexistentes, oportunidades de trabajo. Con frecuencia, las
víctimas de la trata y de la esclavitud son personas que han buscado una manera
de salir de un estado de pobreza extrema, creyendo a menudo en falsas promesas
de trabajo, para caer después en manos de redes criminales que trafican con los
seres humanos. Estas redes utilizan hábilmente las modernas tecnologías
informáticas para embaucar a jóvenes y niños en todas las partes del mundo.
Entre las causas de
la esclavitud hay que incluir también la corrupción de quienes están
dispuestos a hacer cualquier cosa para enriquecerse. En efecto, la esclavitud y
la trata de personas humanas requieren una complicidad que con mucha frecuencia
pasa a través de la corrupción de los intermediarios, de algunos miembros de
las fuerzas del orden o de otros agentes estatales, o de diferentes
instituciones, civiles y militares.
«Esto sucede cuando
al centro de un sistema económico está el dios dinero y no el hombre, la
persona humana. Sí, en el centro de todo sistema social o económico, tiene que
estar la persona, imagen de Dios, creada para que fuera el dominador del
universo. Cuando la persona es desplazada y viene el dios dinero sucede esta
trastocación de valores».[5]
Otras causas de la
esclavitud son los conflictos armados, la violencia, el crimen
y el terrorismo. Muchas personas son secuestradas para ser vendidas o reclutadas
como combatientes o explotadas sexualmente, mientras que otras se ven obligadas
a emigrar, dejando todo lo que poseen: tierra, hogar, propiedades, e incluso la
familia. Éstas últimas se ven empujadas a buscar una alternativa a esas
terribles condiciones aun a costa de su propia dignidad y supervivencia, con el
riesgo de entrar de ese modo en ese círculo vicioso que las convierte en
víctimas de la miseria, la corrupción y sus consecuencias perniciosas.
Compromiso común
para derrotar la esclavitud
5. Con frecuencia,
cuando observamos el fenómeno de la trata de personas, del tráfico ilegal de
los emigrantes y de otras formas conocidas y desconocidas de la esclavitud,
tenemos la impresión de que todo esto tiene lugar bajo la indiferencia general.
Aunque por desgracia
esto es cierto en gran parte, quisiera mencionar el gran trabajo silencioso que
muchas congregaciones religiosas, especialmente femeninas, realizan
desde hace muchos años en favor de las víctimas. Estos Institutos trabajan en
contextos difíciles, a veces dominados por la violencia, tratando de romper las
cadenas invisibles que tienen encadenadas a las víctimas a sus traficantes y
explotadores; cadenas cuyos eslabones están hechos de sutiles mecanismos
psicológicos, que convierten a las víctimas en dependientes de sus verdugos, a
través del chantaje y la amenaza, a ellos y a sus seres queridos, pero también
a través de medios materiales, como la confiscación de documentos de identidad
y la violencia física.
La actividad de las
congregaciones religiosas se estructura principalmente en torno a tres
acciones: la asistencia a las víctimas, su rehabilitación bajo el aspecto
psicológico y formativo, y su reinserción en la sociedad de destino o de
origen.
Este inmenso
trabajo, que requiere coraje, paciencia y perseverancia, merece el aprecio de
toda la Iglesia y de la sociedad. Pero, naturalmente, por sí solo no es
suficiente para poner fin al flagelo de la explotación de la persona humana. Se
requiere también un triple compromiso a nivel institucional de
prevención, protección de las víctimas y persecución judicial contra los
responsables. Además, como las organizaciones criminales utilizan redes
globales para lograr sus objetivos, la acción para derrotar a este fenómeno
requiere un esfuerzo conjunto y también global por parte de los diferentes
agentes que conforman la sociedad.
Los Estados
deben vigilar para que su legislación nacional en materia de migración,
trabajo, adopciones, deslocalización de empresas y comercialización de los
productos elaborados mediante la explotación del trabajo, respete la dignidad
de la persona. Se necesitan leyes justas, centradas en la persona humana, que
defiendan sus derechos fundamentales y los restablezcan cuando son pisoteados,
rehabilitando a la víctima y garantizando su integridad, así como mecanismos de
seguridad eficaces para controlar la aplicación correcta de estas normas, que
no dejen espacio a la corrupción y la impunidad. Es preciso que se reconozca
también el papel de la mujer en la sociedad, trabajando también en el plano
cultural y de la comunicación para obtener los resultados deseados.
Las organizaciones
intergubernamentales, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, están
llamadas a implementar iniciativas coordinadas para luchar contra las redes
transnacionales del crimen organizado que gestionan la trata de personas y el
tráfico ilegal de emigrantes. Es necesaria una cooperación en diferentes
niveles, que incluya a las instituciones nacionales e internacionales, así como
a las organizaciones de la sociedad civil y del mundo empresarial.
Las empresas,[6] en efecto, tienen el deber de garantizar
a sus empleados condiciones de trabajo dignas y salarios adecuados, pero
también han de vigilar para que no se produzcan en las cadenas de distribución
formas de servidumbre o trata de personas. A la responsabilidad social de la empresa
hay que unir la responsabilidad social del consumidor. Pues cada persona
debe ser consciente de que «comprar es siempre un acto moral, además de
económico».[7]
Las organizaciones
de la sociedad civil, por su parte, tienen la tarea de sensibilizar y
estimular las conciencias acerca de las medidas necesarias para combatir y
erradicar la cultura de la esclavitud.
En los últimos años,
la Santa Sede, acogiendo el grito de dolor de las víctimas de la trata de
personas y la voz de las congregaciones religiosas que las acompañan hacia su
liberación, ha multiplicado los llamamientos a la comunidad internacional para
que los diversos actores unan sus esfuerzos y cooperen para poner fin a esta
plaga.[8] Además, se han organizado algunos
encuentros con el fin de dar visibilidad al fenómeno de la trata de personas y
facilitar la colaboración entre los diferentes agentes, incluidos expertos del
mundo académico y de las organizaciones internacionales, organismos policiales
de los diferentes países de origen, tránsito y destino de los migrantes, así
como representantes de grupos eclesiales que trabajan por las víctimas. Espero
que estos esfuerzos continúen y se redoblen en los próximos años.
Globalizar la
fraternidad, no la esclavitud ni la indiferencia
6. En su tarea de
«anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad»,[9] la Iglesia se esfuerza constantemente en
las acciones de carácter caritativo partiendo de la verdad sobre el hombre.
Tiene la misión de mostrar a todos el camino de la conversión, que lleve a
cambiar el modo de ver al prójimo, a reconocer en el otro, sea quien sea, a un
hermano y a una hermana en la humanidad; reconocer su dignidad intrínseca en la
verdad y libertad, como nos lo muestra la historia de Josefina Bakhita, la
santa proveniente de la región de Darfur, en Sudán, secuestrada cuando tenía
nueve años por traficantes de esclavos y vendida a dueños feroces. A través de
sucesos dolorosos llegó a ser «hija libre de Dios», mediante la fe vivida en la
consagración religiosa y en el servicio a los demás, especialmente a los
pequeños y débiles.
Esta Santa, que
vivió entre los siglos XIX y XX, es hoy un testigo ejemplar de esperanza[10] para las numerosas víctimas de la
esclavitud y un apoyo en los esfuerzos de todos aquellos que se dedican a
luchar contra esta «llaga en el cuerpo de la humanidad contemporánea, una
herida en la carne de Cristo».[11]
En esta perspectiva,
deseo invitar a cada uno, según su puesto y responsabilidades, a realizar
gestos de fraternidad con los que se encuentran en un estado de sometimiento.
Preguntémonos, tanto comunitaria como personalmente, cómo nos sentimos
interpelados cuando encontramos o tratamos en la vida cotidiana con víctimas de
la trata de personas, o cuando tenemos que elegir productos que con
probabilidad podrían haber sido realizados mediante la explotación de otras
personas.
Algunos hacen la
vista gorda, ya sea por indiferencia, o porque se desentienden de las
preocupaciones diarias, o por razones económicas. Otros, sin embargo, optan por
hacer algo positivo, participando en asociaciones civiles o haciendo pequeños
gestos cotidianos –que son tan valiosos–, como decir una palabra, un saludo, un
«buenos días» o una sonrisa, que no nos cuestan nada, pero que pueden dar
esperanza, abrir caminos, cambiar la vida de una persona que vive en la
invisibilidad, e incluso cambiar nuestras vidas en relación con esta realidad.
Debemos reconocer
que estamos frente a un fenómeno mundial que sobrepasa las competencias de una
sola comunidad o nación. Para derrotarlo, se necesita una movilización de una
dimensión comparable a la del mismo fenómeno. Por esta razón, hago un
llamamiento urgente a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, y a todos
los que, de lejos o de cerca, incluso en los más altos niveles de las
instituciones, son testigos del flagelo de la esclavitud contemporánea, para
que no sean cómplices de este mal, para que no aparten los ojos del sufrimiento
de sus hermanos y hermanas en humanidad, privados de libertad y dignidad, sino
que tengan el valor de tocar la carne sufriente de Cristo,[12] que se hace visible a través de los
numerosos rostros de los que él mismo llama «mis hermanos más pequeños» (Mt
25,40.45).
Sabemos que Dios nos
pedirá a cada uno de nosotros: ¿Qué has hecho con tu hermano? (cf. Gn
4,9-10). La globalización de la indiferencia, que ahora afecta a la vida de
tantos hermanos y hermanas, nos pide que seamos artífices de una globalización
de la solidaridad y de la fraternidad, que les dé esperanza y los haga reanudar
con ánimo el camino, a través de los problemas de nuestro tiempo y las nuevas
perspectivas que trae consigo, y que Dios pone en nuestras manos.
Vaticano, 8 de
diciembre de 2014
FRANCISCO
[4] Cf. Discurso a la Asociación internacional de Derecho
penal, 23 octubre 2014: L’Osservatore Romano, Ed. lengua
española, 31 octubre 2014, p. 8.
[5] Discurso a los participantes en el encuentro mundial
de los movimientos populares, 28 octubre 2014: L’Osservatore
Romano, Ed. lengua española, 31 octubre 2014, p. 3.
[6] Cf. Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz, La vocazione del
leader d’impresa. Una riflessione, Milano e Roma, 2013.
[8] Cf. Mensaje al Sr. Guy Ryder, Director general de la
Organización internacional del trabajo, con motivo de la Sesión 103 de la
Conferencia de la OIT, 22 mayo 2014: L’Osservatore Romano, Ed. leng.
española 6 junio 2014, p. 3.
[10] «A través del conocimiento de esta esperanza ella fue “redimida”, ya no
se sentía esclava, sino hija libre de Dios. Entendió lo que Pablo quería decir
cuando recordó a los Efesios que antes estaban en el mundo sin esperanza y sin
Dios» (Benedicto XVI, Carta. enc. Spe salvi, 3).
[11] Discurso a los participantes en la II Conferencia
internacional sobre la Trata de personas: Church and Law Enforcement in
partnership, 10 abril 2014:
L’Osservatore Romano, Ed. leng. española 11 abril 2014, p. 9; cf.
Exhort. ap. Evangelii gaudium,
270.