José
María Castillo Sánchez
www.religiondigital.com/091214
Cuando el mundo entero
recuerda el día en que se firmó la Declaración universal de los Derechos
Humanos (10.XII.1948), resulta inevitable hacerse esta pregunta: ¿por qué el Estado de la Ciudad del
Vaticano no ha firmado todavía los Pactos Internacionales sobre Derechos
Económicos, Sociales, Culturales, Civiles y Políticos, aprobados por Naciones
Unidas (16.XII.1966)? Es decir, ¿por qué el poder central de la Iglesia no
ha aceptado, después de más de 50 años de su promulgación, la puesta en
práctica de los Derechos Humanos, que son tan decisivos para la vida y la
seguridad de cada uno de nosotros?
Sabemos que la Iglesia,
a partir de Juan XXIII, predica insistentemente la importancia de los Derechos
Humanos. Pero el hecho es que esa misma Iglesia, en su gobierno interno y en
sus relaciones públicas con los Estados, no pone en práctica los Derechos
Humanos. Basta leer detenidamente el vigente Código de Derecho Canónico para
darse cuenta de que, por mucho que el clero predique a favor de los Derechos
Humanos, la pura verdad es que la Iglesia no los acepta, sino que su
mentalidad, sus normas de gobierno y la cultura que genera la práctica de la religión
cristiana es una cultura que se opone y está en contradicción con lo que
representan los Derechos Humanos en la sociedad. Por ejemplo, la igualdad de
derechos de hombres y mujeres.
Ahora bien, es evidente
que mientras las cosas sigan así, la Iglesia tiene (y tendrá) una presencia
marginal y una influencia cada día más limitada en el mundo actual y en la
sociedad futura. ¿Qué credibilidad puede
tener y con qué autoridad le va a decir la Iglesia a la gente que cumpla con
sus deberes más básicos, si ella misma es la primera que no tolera
comprometerse a cumplir legalmente y públicamente tales deberes?
Lo digo ya y en pocas
palabras. El Vaticano no ha firmado todavía los Derechos Humanos, ni se ha
comprometido pública y oficialmente a ponerlos en práctica, por la sencilla
razón de que la teología que enseña la
Iglesia no le permite poner en práctica los Derechos Humanos. Lo cual
quiere decir que, mientras no se modifique la teología que tenemos en la
Iglesia, no será posible que la Iglesia ponga en práctica los Derechos Humanos.
Este estado de cosas es
tanto más indignante cuanto que, si este asunto se piensa detenidamente y con
cierta profundidad, enseguida se da uno cuenta de que la teología, que impide
aceptar y poner en práctica en la Iglesia los Derechos Humanos, se podría
modificar sin necesidad de tocar ni un solo punto que sea contrario a la Fe
divina y católica de la Iglesia. Además, si
la Fe “divina” nos impide ser plenamente “humanos”, con todas sus
consecuencias, ¿qué Fe “divina” es ésa? ¿En virtud de qué presunta “divinidad” podemos aceptar unas creencias
que no nos permiten vivir plenamente nuestra “humanidad”?
El fondo del problema
está en que el ejercicio del poder se entiende y se pone en práctica en la
Iglesia de manera que se presenta como divinamente revelado lo que en realidad
no lo es.
Por ejemplo, es
evidente que la definición dogmática del concilio Vaticano I sobre la potestad
plena y suprema del Romano Pontífice, sobre la disciplina y el régimen de la
Iglesia universal (Constitución “Pastor Aeternus”, cap. III, canon.
DH 3064), no da pie ni justifica la afirmación que llegó a hacer el papa san
Pío X: “En la sola jerarquía residen el derecho y la autoridad necesaria para
promover y dirigir a todos los miembros hacia el fin de la sociedad. En cuanto
a la multitud, no tiene otro derecho que el de dejarse conducir y, dócilmente,
el de seguir a sus pastores” (Encícl. “Vehementer Nos”, 11.
Febr. 1906, 8-9).
En cualquier caso, lo
más lógico es pensar y concluir que la definición del concilio Vaticano I no
justifica que la jerarquía de la Iglesia pueda ejercer su poder de forma que,
en la realidad concreta de la vida (privada y pública), el poder religioso
entre en conflicto con los derechos humanos de los ciudadanos. Nadie puede
demostrar que la jerarquía eclesiástica tenga semejante poder.
Por eso, y sin duda
alguna, resulta difícil de entender que los problemas que hoy más preocupan, a
no pocos clérigos y laicos, sean los problemas que se refieren al tema de la
familia, y no los problemas que se han derivado de una forma injustificable de
ejercer el poder religioso por parte de los jerarcas de la Iglesia.
Por eso, si en el
pasado sínodo de la familia, celebrado en Roma, cinco reconocidos cardenales se
han llegado a poner nerviosos y preocupados por los temas que se estaban
tratando, ¿cómo se explica que no se pongan igualmente nerviosos y preocupados
por la forma de ejercer el poder en la Iglesia? ¿No se dan cuenta estos hombres
que, desde semejante mentalidad, lo único que consiguen es hundir más a la
Iglesia?
La conclusión, que se
deduce de todo lo dicho es clara, a saber: por muy importantes y urgentes que
sean los problemas que se han planteado (o se deberían plantear) en el sínodo
sobre la familia, indeciblemente más importante y apremiante es que cuanto
antes la Iglesia tenga la libertad y la audacia de afrontar el problema que se
refiere a definir y delimitar si la “potestad divina” de la Iglesia puede
llegar hasta el extremo de limitar o incluso anular determinados “derechos
humanos” de los creyentes en Jesús el Señor.