José
M. Castillo S.
¿No tuvimos bastante en
la Iglesia con el restauracionismo que Juan Pablo II promovió y defendió con
firmeza, durante su largo pontificado, para frenar y -si hubiera sido posible-
incluso bloquear el impulso renovador que representó el concilio Vaticano II?
¿No ha quedado patente que aquel intento ha desembocado en un alejamiento mayor
de la Iglesia en sus relaciones con la cultura de nuestro tiempo?
A estas alturas, hay
motivos fundados para pensar que aún no hemos reflexionado a fondo lo que ha
significado para la Iglesia el hecho de que un papa teólogo, de la talla de
Benedicto XVI, se haya visto en la apremiante necesidad de tener que presentar
su renuncia al papado.
Sea cual sea el motivo
determinante por el que el papa Ratzinger tomó semejante decisión, parece
razonable pensar que Benedicto XVI se vio en la apremiante urgencia de dejar el
gobierno de la Iglesia en otras manos porque, sin duda alguna, él vio que la
situación no podía ponerse peor de lo que ya estaba. A partir de entonces, el
cónclave que eligió a Francisco se dio cuenta de que la Iglesia necesitaba un
rumbo nuevo. Y, a la vista de todo lo que ha sucedido, ¿vamos a tener el
atrevimiento de tropezar dos veces en la misma piedra?
Pues sí. Efectivamente,
da la impresión de que hay quienes se aferran al empeño por repetir la misma
historia. Como es bien sabido, ya no es un secreto para nadie que cinco
eminentes cardenales (Müller, Caffarra, De Paolis, Brandmüller y Burke) han
buscado el apoyo del ex-papa Ratzinger para que les ayude en su intento de
corregir el nuevo proyecto de papado y de Iglesia que estamos viendo en el papa
Francisco.
Se sabe también que
Benedicto XVI se negó a aceptar las pretensiones de los cinco purpurados. Y no
contento con eso, avisó de inmediato a Bergoglio que se pusiera en guardia por
lo que se le venía encima con las pretensiones de los cinco cardenales
mencionados y del “bloque preconciliar” de Iglesia que, sin duda, esos
purpurados representan.
¿Ha quedado todo
resuelto con este intento frustrado de un más que probable enfrentamiento de
cinco importantes cardenales con el papa Francisco? Nada de eso. Después del
fracaso de los mencionados cinco cardenales, los purpurados han seguido, erre
que erre, en su empeño. Y ahora, lo que han hecho ha sido publicar un libro, en
el que colaboran los cinco, y del que con razón advierte el profesor A. Torres
Queiruga que estamos ante una “sorpresa mayúscula”, incluso ante un
“escándalo”.
¿Por qué? Sin duda, los
cinco eminentes eclesiásticos (y el bloque preconciliar de Iglesia, que ellos
representan) están persuadidos de que el proyecto pastoral de cercanía al
Evangelio, y al sufrimiento de los pobres y excluidos de este mundo, será un
proyecto “enteramente responsable” si “presupone una teología que se abandona a
Dios que se revela, presentándole el pleno obsequio del entendimiento y de la
voluntad” (Card. G. L. Müller).
Si yo me he enterado
bien, estas palabras del Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina
de la Fe, vienen a decir que el papa actual, con sus gestos de profunda
humanidad y cercanía a los que sufren, da pie para pensar (y decir) que no
presupone “una teología que se abandona a Dios”, ni le presenta así (a ese
mismo Dios) “el pleno obsequio del entendimiento y de la voluntad”. ¿Se puede
hacer semejante insinuación contra el papa y quedarse tan fresco? ¿No sospecha
este eminente cardenal que así, al decir eso, lo que en realidad está indicando
es que hasta el papa se tiene que someter a lo que piensa el cardenal prefecto
del Santo Oficio?
Al hacer estas
preguntas, estoy afrontando un problema bastante más serio de lo que algunos se
imaginan. Porque, echando mano de argucias teológicas de este calibre, lo que
en realidad se pone al descubierto es que el Cardenal Prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe le está diciendo a la Iglesia que al
Papa se le acepta, en sus enseñanzas y en su forma de proceder, en la medida (y
sólo en la medida) en que el Papa dice y hace lo que a este Cardenal (y a sus
colegas) les parece bien que se debe decir y enseñar. Pero, entonces y si es
que eso es así, ¿no estamos haciendo trizas la tradición secular de la Iglesia
y las enseñanzas de los concilios Vaticano I y Vaticano II (Denz.-Hün. 3060; LG
22) cuando nos han explicado la naturaleza y la razón de ser del Romano
Pontífice?
No estoy alambicando
sobre el sexo de los ángeles o cosas parecidas. El momento, que estamos
viviendo en la Iglesia, es mucho más grave de lo que seguramente muchos
piensan. El problema de fondo del Vaticano II se repite. Y, de la misma manera
que sucedió entonces, la resistencia al cambio se hace fuerte, seguramente más
fuerte de lo que imaginamos.
El papa Francisco
quiere a toda costa una Iglesia que viva el Evangelio, cercana al sufrimiento
humano y dispuesta, ante todo, a remediar los dolores, humillaciones y
violencias que azotan sobre todo a los más débiles. Y es decisivo comprender que
Francisco quiere una Iglesia entregada a semejante tarea aun cuando para ello
sea necesario anteponer el logro de la felicidad de los que más sufren a
tradiciones, normas y rituales que, en definitiva, lo que consiguen es
tranquilizar conciencias satisfechas por sus “ortodoxias” y sus “observancias”.
Al decir esto, estamos
tocando el nudo del problema. Si las quince enfermedades, que Francisco explicó
y aplicó a los hombres de la Curia, en su discurso del pasado día 22, son la
expresión de lo que realmente ocurre en el Vaticano, se comprende perfectamente
que, en las oficinas de la Curia, abunden los funcionarios eclesiásticos (de
todos los rangos) que no pueden comprender el genuino carácter cristiano de los
dogmas y de las confesiones de fe. Porque se trata de personas que, en las
dignidades, cargos y privilegios alcanzados, se han situado en un status que,
si quieren mantenerlo, por eso mismo no pueden comprender que “el genuino
carácter cristiano de los dogmas de fe está en la peligrosidad crítica y liberadora,
y al mismo tiempo redentora, con la que actualizan el mensaje” de Jesús, de
forma que “los hombres se asusten de él y, no obstante, se vean avasallados por
su fuerza” (J. B. Metz; cf. D. Bonhoeffer).
Así las cosas, yo
entiendo perfectamente que estemos ante un nuevo y desesperado intento de
restauracionismo preconciliar. Como entiendo igualmente que mucha gente piense
en el papa Francisco como un hombre amenazado. Tan amenazado como la unidad de
la Iglesia. Y, por tanto, el futuro de esta Iglesia a la que queremos de
verdad. Una Iglesia en la que no pretendemos ser más papistas que el papa. Y en
la que siempre, y en cualquier caso, aceptamos al sucesor de Pedro, coincida o
no coincida con nuestros puntos de vista.