José
María Castillo Sánchez
www.religiondigital.com/031214
Es evidente que la
Iglesia ha dado pasos de gigante, durante el pontificado de los dos últimos
papas (Benedicto XVI y Francisco), en la defensa de las víctimas de los delitos
de pederastia. Y sabemos que estos pasos han sido decisivos cuando los
delincuentes son clérigos. Reconocer la gravedad de los hechos, pedir perdón
públicamente por semejantes delitos y, lo que es más fuerte, denunciar a los
responsables ante la justicia, todo eso era sencillamente inimaginable hace
pocos años.
Pero, aun reconociendo
la transparencia y la valentía de los dos últimos pontífices en este orden de
cosas, todavía hay que preguntarse: al tratarse de casos de tanta gravedad, ¿se
ha hecho todo lo que se tendría que hacer? Planteo esta pregunta por dos
razones:
1) Porque un menor de
edad, que sufre una agresión así, tan humillante y tan honda, es una criatura
que queda destrozada en su intimidad secreta para mucho tiempo, quizá para
siempre, porque arrastra una herida que seguramente nunca va a cicatrizar en
él.
2) Porque pederastas no
son sólo los curas. Pederastas hay por todas partes y son muchos más de los que
imaginamos. Son individuos que destrozan vidas. Unas vidas que quizá nunca más
se recuperan. Y es evidente que, si la Iglesia se muestra de verdad
intransigente en este asunto, con ello beneficia sobre todo a quienes sufren
las agresiones, vengan de donde vengan. Y es urgente que las autoridades
competentes en el tema, tomen conciencia de la gravedad de lo que está
ocurriendo.
Quienes roban niños
para venderlos a la prostitución infantil organizada, quienes mantienen redes
de pederastia en la red, quienes viajan a países lejanos para poder disfrutar
de forma repugnante abusando de criaturas inocentes, tendrían que pagarlo muy
caro. Lo que pasa es que, como las víctimas son seres inocentes, débiles e
indefensos, eso, aunque sabemos que se toman medidas para impedirlo, tampoco
parece que sea demasiado preocupante para los poderes públicos que podrían y
tendrían que castigarlo con mayor severidad.
Por todo esto, vuelve
mi pregunta: sólo con pedir perdón a las víctimas y a sus familias, sólo con
denunciar los casos en el juzgado de guardia, ¿solamente con eso hace la
Iglesia lo que tendría que hacer?
Respondo a esta
pregunta recordando lo que fue la práctica de la Iglesia, que sepamos con
seguridad, desde el s. III hasta comienzos del s. XIII, es decir, durante más
nueve siglos. Y, por cierto, una práctica que se refería en concreto (entre otras
cosas) a los pecados y delitos que los eclesiásticos pudieran cometer en
materia de sexo. Me refiero a la práctica que consistía en que los clérigos,
incluidos los obispos, que cometían determinadas faltas, eran castigados con la
expulsión del clero o del ministerio que ejercían. Este asunto ha sido
ampliamente analizado por estudiosos del tema, tanto en el caso de la Iglesia
latina como de las Iglesias orientales (C. Vogel, P. M. Seriki,
E. Herman, P. Hinschius, F. Kober, K, Hofmann, J. M. Castillo).
Las conclusiones
seguras a las que se ha llegado en el estudio de este problema son las
siguientes:
1. En la Iglesia latina antigua, hasta finales del s. XII, existía la
secularización de obispos y sacerdotes. Esta secularización llevaba
consigo, en numerosos casos, la pérdida del orden recibido, de tal manera que
el sujeto en cuestión volvía a la condición de laico. Es decir, dejaba de ser
obispo, presbítero, diácono.... Los términos que utilizaban los abundantes
documentos de papas, concilios y sínodos no admiten otra lectura, sino la
supresión y la anulación del orden, los poderes y dignidades, que el sujeto
había recibido mediante la ordenación. La fórmula, que solían utilizar los
cánones, es conocida: “laica communione contentus”. El sujeto quedaba reducido
a vivir la comunión en la Iglesia como laico.
2. De lo dicho se
desprende obviamente que, hasta finales
del s. XII, no existió en la Iglesia una doctrina sobre el “carácter indeleble”,
como realidad ontológica que configura, de una vez para siempre, al sujeto que ha recibido la ordenación.
Se sabe con seguridad que fue, precisamente a partir de la segunda mitad del s.
XII, cuando los teólogos elaboraron las primeras teorías sobre el “carácter
sacramental”. Teorías que siempre han sido objeto de discusión y sobre cuya
autoridad como “dogmas de fe” nunca la Iglesia se ha impuesto. Ni siquiera en
la Sesión VII del concilio de Trento, en el que el “anathema” del concilio no
tiene valor dogmático, cosa que queda patente analizando las Actas de Trento.
Por tanto, hay tres sacramentos (bautismo,
confirmación, orden) que imprimen carácter. Pero nunca se ha definido, como
dogma de fe, en qué consiste eso. Por lo demás, en este asunto no cabe
echar mano del texto de la carta a los Hebreos (5, 5-6) en el que se habla del
“sacerdocio eterno según el orden de Melquisedeq”. Ese texto (Gen 14, 18-20;
Heb 7, 1-3) es simplemente una prefiguración del Cristo glorioso. Pero no se
refiere para nada al ministerio eclesiástico (cf. A.
Vanhoye).
3. Una diferencia, sin
embargo, se establecía, por lo general, entre el clérigo secularizado y el
laico: si el clérigo era readmitido alguna vez al ministerio, no necesitaba ser
ordenado de nuevo. Aunque había casos en que se le volvía a ordenar.
Probablemente a partir de esta praxis evolucionó, más tarde, la doctrina sobre
el “carácter” y sus consecuencias.
4. La pérdida de la
cualidad de clérigo era siempre consecuencia de una sanción. Lo cual quiere
decir lógicamente que había determinados comportamientos que se consideraban
incompatibles con el ministerio eclesial. Pero, más en el fondo, todo esto
significa que el ministerio ordenado era visto como una realidad funcional, es
decir, existía en función del bien a la comunidad de los fieles. De tal manera
que si este bien se veía seriamente amenazado, el ministerio dejaba de existir,
en los casos establecidos en la legislación de los sínodos y concilios.
5. El centro de la vida
de la Iglesia no estaba en los obispos y los sacerdotes, en sus poderes, sus
privilegios y sus intereses. El centro de la vida de la Iglesia estaba en la
comunidad que había aceptado el sujeto y para la que el sujeto era ordenado.
Por eso, las llamadas “ordenaciones absolutas” eran inválidas (Calcedonia,
can. 6) (año 451). Tales ordenaciones eran las que recibía un sujeto que no
era ordenado “para una comunidad concreta”. Y aceptado por dicha comunidad (E.
Schillebeeckx). Por eso, si un obispo o un
sacerdote escandalizaba o dañaba a la comunidad, era expulsado del clero y
perdía el ministerio recibido en la ordenación.
¿Se puede decir que
esta forma de proceder dañaba el “principio misericordia” (J.
Sobrino) que debe ser determinante en la vida de los cristianos y de la
Iglesia? Por supuesto, la misericordia se debe tener con los obispos y con los
sacerdotes. Pero, si somos fieles al Evangelio, ¿no debe prevalecer la
misericordia con los pequeños, con los niños y los menores, con los débiles y
los indefensos?
Por lo demás, si en una
institución (sea del tipo que sea) ve que uno de sus funcionarios daña
gravemente los fines para los que la institución fue creada, ¿no es lógico,
justo y necesario que a ese funcionario se le expulse de la institución y así
se impida que siga haciendo daño? Esto es lo que se hace en las empresas y en
los organismos públicos.
¿Y por qué no se va a
hacer igualmente en la Iglesia? Si un sujeto “ordenado” (de lo que sea) hace
daño a la Iglesia, a la fe y a la buena convivencia en la sociedad, ¿por qué no
se le expulsa, como se hace en todas partes, y que se busque la vida como
pueda, cosa que le ocurre a tanta gente? A mí me parece que la “seguridad” en las ordenaciones y los
cargos eclesiásticos es un principio determinante de la “corrupción” o, al
menos, de la “frivolidad” con que, a veces, se procede en los ambientes clericales.
El día que seamos más
valientes y más libres en este orden de cosas, ese día empezaremos a ser
consecuentes con el Evangelio y con la misma Iglesia.