A 150 años de la traición de Sand Creek
Sobre la pradera
Simon J. Ortiz
Ojarasca
www.jornada.unam.mx/dic2014
El 29 de
noviembre de 1864, hace siglo y medio exactamente, ocurrió en el sureste de
Colorado la masacre de Sand Creek. En 1981, el poeta Simon J. Ortiz publicó un
largo poema narrativo para recuperar el terrible momento.
Aquí se publica uno de sus
cantos, donde encontramos cierta resonancia de los cantares mexicanos recogidos
en La visión de
los vencidos. Sobrecogedor conjuro, el extenso poema habla del hecho. De por
sí huyendo del implacable avance de los colonizadores blancos, unos 600
indígenas cheyenne y arapaho acampaban en la ribera del río Sand Creek,
confiados en las promesas del gobierno de paz y respeto.
Ese día, al frente de 700
hombres armados, el muy religioso coronel John W. Chivington arremetió sin
motivo contra los indígenas, logrando asesinar a 105 mujeres y niños, así como
a 28 hombres que los protegían. Pocos meses después, a mediados de 1865, estos
pueblos estaban mermados y fueron expulsados para siempre de sus tierras y del
estado de Colorado.
Subrayando que la masacre
“fue uno de los crímenes más atroces sufridos por los nativos americanos”, el
poeta Thomas McGrath sostenía que “Sand Creek brilla como una estrella negra
sobre un continente de dolor, y proporciona a Ortiz una poderosa visión
personal, sociopolítica e histórica: de condena y de resistencia, pero también
comprensiva y esperanzadora”.
La sangre corrió a la pradera, vaporosa como el aliento una mañana de
invierno;
ese aliento se elevó a las nubes y se convirtió en lluvia reparadora. Estaban sorprendidos
de que la sangre fuera tanta. Respingando chispeante salpicaba, burbujeaba, calentaba
los chorros del arco de los torrentes.
Roja refulgente y vivaz
escurría hacia el pasto de las praderas. Vaporosa. Tan brillante, tan sorpresiva.
Estaban empavorecidos. Les parecía casi mágico
tener tanta sangre.
Ésta sólo seguía brotando
como ríos,
como interminables inundaciones
que cayeran del cielo.
Los relámpagos se hicieron líquidos y el trueno quedó en sus mentes para siempre.
De hecho
han de haber sentido
que debían arrodillarse
y beber esa rara sangre roja,
beberla hasta reparar
su propia pérdida.
Sus manos indefensas
eran como coladeras.