La gran división
Boaventura
de Sousa Santos *
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Las elecciones de
Brasil llamaron la atención de la comunicación social en todo el mundo. En gran
medida, hubo una cobertura hostil para la candidata Dilma Rousseff que fue
celosamente seguida por los grandes medios brasileños. El paroxismo del odio
anti Partido de los Trabajadores (PT) llevó a una revista de gran circulación,
Veja, a dirigirse por una vía probablemente delictiva. El diario The New York
Times nunca se refirió a la candidata del PT sin caracterizarla como “ex
guerrillera”. Con la misma inconsistencia de siempre, no se le ocurriría a ese
periódico –ni a tantos otros que siguen su línea– referirse a Angela Merkel
como “ex comunista”, a Barroso como “ex maoísta” o al presidente de China como
“el comunista” Xi Jinping.
Los intereses que
sustentan a esta prensa corporativa esperaban y querían que la candidata del PT
fuera derrotada. El terrorismo económico de las agencias de calificación, de
las publicaciones Financial Times y The Economist, de la Bolsa de Valores,
intentó condicionar a los votantes brasileños y llegó a una virulencia
sorprendente, teniendo en cuenta la moderación del nacionalismo desarrollista
de Brasil, y el hecho evidente de que son factores principalmente globales
(léase, China) los que afectan al ritmo del crecimiento de países como Brasil. ¿Por qué tanta y tan desesperada
hostilidad?
Los factores externos
Las razones externas
son mucho más profundas que el mero apetito del capital internacional por las
grandes privatizaciones del pre-sal y de Petrobras, o que la violenta respuesta
del capital financiero a cualquier límite a su codicia, por más moderado que
sea.
Hoy, Brasil es el
ejemplo internacionalmente más importante y consolidado de la posibilidad de
regular el capitalismo para garantizar un mínimo de justicia social e impedir
que la democracia sea totalmente capturada por los dueños del capital, como
sucede actualmente en los Estados Unidos y un poco por todas partes.
Y Brasil no está
solo. Es apenas el país más importante de un continente donde muchos otros
países –Venezuela, Argentina, Chile, Bolivia, Ecuador, Uruguay– buscan
soluciones con la misma orientación política general, aunque difiriendo en las
dosis de nacionalismo o populismo (como Ernesto Laclau, no condeno en bloque ni
a uno ni a otro). Por otra parte, estos países han buscado construir formas de
solidaridad regional que no pasan por la bendición de los Estados Unidos, al
contrario de lo que ocurría antes.
¿Cuál es el significado global de esta rebeldía?
Configura una nueva guerra fría, una guerra fría ya no entre capitalismo y
socialismo, sino entre un capitalismo neoliberal global –sin vestigio
nacionalista o popular– y un capitalismo con alguna dimensión nacional y
popular, un capitalismo socialdemócrata o una socialdemocracia capitalista.
Este último capitalismo puede asumir muchas formas y puede llegar a estar
presente tanto en Rusia como en China, en India o Sudáfrica, o sea, en los
llamados Brics (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica).
El fin de la Guerra
Fría histórica no fue sólo el fin del socialismo en su versión histórica; fue
también el fin de la socialdemocracia europea, la única existente en ese
momento, porque a partir de entonces el capitalismo ya no se sintió obligado a
sacrificar su lucro inmediato para garantizar la paz social, siempre amenazada
por la existencia de una alternativa potencialmente más justa. Entonces se
declaró, solemnemente, el fin de la historia y la ausencia de alternativas al
capitalismo neoliberal.
Así fue cómo la
Guerra Fría desarmó a la socialdemocracia europea. Pero, paradójicamente, hizo
posible la emergencia de la socialdemocracia latinoamericana. No hay que
olvidar que América latina fue una de las grandes víctimas de la Guerra Fría histórica.
Durante ese período, el capitalismo sólo hacía concesiones socialdemocráticas
dentro de Europa, obligado por la tragedia de las dos guerras mundiales. Fuera
de Europa, las zonas de influencia del capitalismo eran tratadas con máxima
violencia para liquidar cualquier posible alternativa. Esa violencia abarcaba
guerra financiera, ajuste estructural, desestabilización social y política,
intervención militar.
La osadía de América latina en los últimos quince años consistió en
construir una nueva guerra fría aprovechando, tal como en la anterior, un
momento de flaqueza del capitalismo hegemónico. Encerrado desde los años
noventa del siglo pasado en Medio Oriente para saciar al insaciable complejo
militar-industrial y su avidez de petróleo, el Imperio dejó que avanzaran en su
patio formas de nacionalismo y de populismo que, a diferencia de las
anteriores, ya no estaban dirigidas a la clases medias urbanas medias, sino a
la gran masa de los excluidos y marginados. Tenían, por tanto, una fuerte
vocación por la inclusión social.
Esta emergencia fue
también posible gracias a un descubrimiento copernicano realizado por un gran
líder mundial llamado Lula da Silva. Este descubrimiento, simple como todos los
descubrimientos genuinos, consistió en ver que el impulso democratizante que
venía desde la lucha en contra de la dictadura había preparado a la sociedad
brasileña para una opción moderada por los pobres. Se trataba de una opción que
la Iglesia Católica había asumido durante un tiempo y que luego había abandonado
cobardemente. No se trataba de socialismo, sino de un capitalismo sujeto a
algún control estatal para desarrollar políticas públicas relativamente
desvinculadas de los intereses directos e inmediatos de la acumulación
capitalista.
Este descubrimiento
transformó la naturaleza de la hegemonía en Brasil y rápidamente se volvió
hegemónico en el continente. Digo hegemónico porque los propios adversarios
tuvieron que utilizar sus términos para enfrentarlo, y porque su vocación
inclusiva se expandió rápidamente a otras áreas, particularmente a la inclusión
étnica y racial. La sociedad brasileña se volvía más inclusiva en el preciso
momento en que se reconocía no sólo como una sociedad injusta, sino también
como una sociedad racista, y se disponía a minimizar tanto la injusticia social
como la injusticia histórica, étnica y racial.
El hecho de que este
descubrimiento no haya quedado confinado a Brasil y se haya expandido a otros
países, cada uno con trazos específicos y propios de sus trayectorias
históricas, combinado con el hecho de que en otros continentes, por diferentes
vías, hayan surgido formas convergentes de rebelión ante el capitalismo
neoliberal –al que supuestamente no había alternativas– originó una nueva
guerra fría. Esta sufriría un fuerte golpe si Brasil, el país que más avanzó en
este sentido, decidiese volver al redil neoliberal y regresar al rebaño, tal
como está sucediendo en Europa, que resistió durante algún tiempo el destino
que la caída del Muro de Berlín le había dictado.
De ahí, la enorme
inversión realizada en pos de la derrota de la presidenta Dilma. Al final, el
descubrimiento brasileño reveló una vitalidad que, tal vez, ni sus propios
protagonistas esperaban. Pero, obviamente, no hay que esperar que el
capitalismo neoliberal global desista. Se siente lo suficientemente fuerte como
para no tener que convivir con el statu quo europeo previo a la caída del Muro.
Recurrirá al boicot sistemático de toda alternativa, por más moderada e
incompleta que sea.
Quizá no recurra a
las formas más violentas que en el pasado desencadenaron “cambios de régimen”
en los países grandes de América latina, y que hoy se limitan a países pequeños
como Haití (2004), Honduras (2009) o Paraguay (2012). Serán acciones de
desestabilización social y política, aprovechando el descontento popular,
financiando organizaciones no gubernamentales (ONG) con posturas “amigas”,
proporcionando consultoría técnica para el control de las protestas y, de esa
manera, obteniendo información crucial. Esta intervención va a ser más evidente
en países como Venezuela y Argentina, dada la urgencia por poner un punto final
al antiimperialismo chavista o peronista. Pero en todos los países con
gobiernos de centroizquierda se esperan acciones de desestabilización interna.
Los factores internos
La agresividad de
los grandes medios, la desesperación que llevó a algunos a incurrir en actos
probablemente delictivos, se basa en el interés de la gran burguesía por
recuperar el control pleno de la economía y conseguir ganancias extraordinarias
con las privatizaciones por realizar. No se trata más que del brazo brasileño
de una burguesía transnacional bajo el dominio del capital financiero. Al no
haber podido derrotar a la candidata del PT, va a seguir presionando
abiertamente por (y es probable que consigan) la conformación de un equipo
económico instalado en el corazón del gobierno que satisfaga los “imperativos
del mercado”.
El brazo brasileño
del capital transnacional arrastró consigo a sectores importantes de la clase
media tradicional y hasta de la nueva clase media, que es un producto de las
políticas de inclusión de los gobiernos del PT. También estos sectores
asumieron el discurso de la agresividad, que transforma al adversario en
enemigo. Y ese discurso no se explica sólo por razones de clase. Hay factores
que son específicos de una sociedad que fue engendrada bajo el colonialismo y
la esclavitud. Son funcionales a la dominación capitalista, pero operan a
través de marcadores sociales, formas de subjetividad y sociabilidad que poco tienen
que ver con la ética del capitalista weberiano.
Se trata de la línea
abisal que separa al pobre del rico y que, al estar lejos de ser apenas una
división económica, no puede ser superada con medidas económicas
compensatorias. Por el contrario, puede ser exacerbada por ellas. Desde la óptica de los marcadores sociales
colonialistas, el pobre es una forma de subhumanidad, una forma degradada de
ser que combina cinco formas de degradación: ser ignorante, ser inferior, ser
atrasado, ser vernáculo o folklórico, ser perezoso o improductivo. El rasgo
común a todas ellas es que el pobre no tiene el mismo color que el rico.
El hecho de que el
poder político en la época de Lula haya identificado esa línea abisal y haya
intentado superarla mediante políticas compensatorias y contra la
discriminación racial es un insulto a la nación bienpensante y un desperdicio
criminal de recursos. En este caso concreto, tuvo además otra consecuencia, el
inoportuno encarecimiento del servicio doméstico.
Es importante tener
en cuenta que el ideario colonialista no es monopolio de las clases dominantes
y sus aliados. Habita en las mentes de los que más sufren sus consecuencias. Y,
sobre todo, habita las mentes de quienes fueron ayudados a dejar su estatuto de
inferioridad, pero que rápidamente se olvidan de esa ayuda para pensar tan bien
como piensa la sociedad bienpensante, la sociedad que está de este lado de la
línea abisal en que acaban de integrarse. Me refiero a sectores de la llamada
nueva clase media.
*
Doctor en Sociología del Derecho, universidades de Coimbra (Portugal) y de
Winsconsin (EE.UU.).