"Quórum Teológico" es un blog abierto al desarrollo del pensamiento humano y desea ser un medio que contribuya al diálogo y la discusión de los temas expuestos por los diferentes contribuyentes a la misma. "Quórum Teológico", no se hace responsable del contenido de los artículos expuesto y solo es responsabilidad de sus autores.

Ya puedes traducir esta página a cualquier idioma

Déjanos tu mensaje en este Chat

¿Qué iglesia queremos?


José M. Castillo

En www.redescristianas.net/071110

 

¿Una estructura democrática?


Cualquier movimiento (en cuanto desarrollo y propagación de una tendencia religiosa, política, social, estética…), que quiera perpetuarse en la historia, no tiene más remedio que institucionalizarse. De lo contrario, sólo perdurará dos o tres generaciones. Así lo ha demostrado sobradamente la experiencia.

 

Ahora bien, el primer problema, que tiene que resolver un movimiento que se institucionaliza, es el problema del poder: con qué tipo o desde qué modelo de poder se va a gestionar y cómo se ha de ejercer ese poder.

 

Como es sabido, esta cuestión ha sido motivo de un largo debate teológico sobre todo desde mediados del siglo pasado. El problema quedó jurídicamente resuelto por Juan Pablo II, en 1983, al promulgar el vigente CIC.: los cánones 331, 333, 1404 y 1372 concentran la capacidad del poder en la Iglesia y la responsabilidad de su ejercicio en un solo hombre, el papa, como una monarquía absoluta.

 

Pero ocurre que una decisión jurídica, por más que proceda del papa, no puede resolver el problema teológico que consiste en saber si la naturaleza del poder y el ejercicio del poder en la Iglesia, ha de tener siempre una estructura democrática. Y ha de tener esa estructura de tal manera que, si el poder religioso en la Iglesia se ejerce según el modelo de una monarquía absoluta, tendríamos que llegar a la conclusión de que tal forma de ejercer el poder es un abuso de poder que carece de fundamento teológico y que equivale a una usurpación de poder.

 

Según este criterio, es razonable pensar lo que bien supo formular B. Kreis: “El punto neurálgico de la crisis del desarrollo de la Iglesia católica en el momento actual consiste en que en el ámbito eclesiástico no rigen los principios de la democracia moderna”.

 

Y, efectivamente, ahora vemos, con más claridad que hace treinta años, hasta qué punto el poder papal (de estructura monárquica absoluta) es el factor más determinante de los problemas más graves que aquejan a la Iglesia en estos tiempos.

 

El poder monárquico absoluto, cuando es poder religioso, necesita una teología, una espiritualidad y sobre todo un sistema organizativo de absoluta sumisión. Lo que, en tiempos de secularización de la cultura y de pluralismo religioso, resulta ser un sistema incompatible con la mentalidad y con la conciencia de los más amplios sectores de la población.

 

El dato capital de la Iglesia naciente

 

Empezamos por lo más claro. Es un hecho que las primeras comunidades cristianas, cuando decidieron tomar un nombre para designarse a sí mismas, no adoptaron el término synagôgé, sino que asumieron la palabra ekklesía. Lo cual resulta enormemente significativo. Porque hablar de synagôgé, entre los cristianos del s. I en el Imperio (sobre todo si se trataba de judíos helenistas), llevaba consigo la idea de “la comunidad judía, definida por la observancia de la ley y el culto del templo”, un concepto con el que los cristianos, según parece, nunca se sintieron identificados.

 

De hecho, los primeros cristianos no construyeron templos. Ni se ataron a observancias legales, cosa contra la que, empezando por el apóstol Pablo, lucharon sin descanso. Por eso se comprende que, relativamente pronto, cada comunidad se denominó como una ekklesía.

 

Ahora bien, hoy está fuera de duda que esta palabra se tomó del vocabulario de la democracia ateniense. Porque, siglos antes de que se hiciese la traducción al griego del Antiguo Testamento (LXX) y de la época del Nuevo, la ekklesía se definía de un modo unívoco como un acontecimiento político que se repetía siguiendo determinadas reglas.

 

Ya, en Herodoto, ese término designaba la “asamblea del pueblo”, que, con su poder soberano, tomaba las decisiones importantes para la politeía, la “ciudadanía”. Más tarde, en Eurípides (Rhésus 139) y Jenofonte (Anab. 1, 3, 2), se encuentra el término ekklesía designando otras asambleas, que para nada eran oficiales, cosa que se hizo durante siglos.

 

Y es precisamente de esta significación amplia de donde tomaron los cristianos el nombre de sus comunidades locales, primero, y más tarde el nombre de la comunidad universal de los creyentes en Jesucristo. Por tanto, ekklesía no tiene nada que ver con el verbo ékkaleîn (compuesto de kaléo, “llamar”). Ni se desarrolló a partir de la ekklesía kyrou, la “asamblea del Señor”, que en los LXX designaba la asamblea de Israel convocada y reunida.

 

Los primeros cristianos, por tanto, se fueron organizando como incipiente institución a partir de una idea muy clara: ellos se veían como asamblea que, con la participación de todos, tomaban sus decisiones. Precisamente porque aquellos cristianos veían que era así, en la común participación, donde ellos sabían que se manifestaba el Señor. No era, pues, en la obediencia a un jefe, sino en la participación de todos donde encontraban la voluntad de Dios.

 

Lo dicho expresa la idea original que los primeros cristianos se hicieron de sí mismos: ellos se veían como una asamblea de ciudadanos libres y con capacidad para tomar sus propias decisiones. Podría decirse que allí donde “acontecía” la ekklesía, “surgía” la ekklesía, que se reunía desde entonces con la esperanza de encontrar a su Señor.

 

Por eso, Pablo se expresa en términos que confirman esta idea. Y así, se dirige en sus cartas a la “asamblea (ekklesía) que está en Corinto” (1 Cor 1, 2; 2 Cor 1, 2); como habla de la “asamblea (ekklesía) de los tesalonicenses” (1 Tes 1, 1). En otros casos, expresa la idea de la “asamblea” (ekklesía) como “cuerpo” (sôma) (Rom 12, 1 ss; 1 Cor 12, 12-27).

 

Teniendo en cuenta que la metáfora del “cuerpo”, en el ambiente cultural de aquel tiempo, no se refería para nada a la unión mística (por la gracia) de la cabeza (Cristo) con los miembros, sino que indicaba el orden según el cual se conducía el pueblo o el Estado. Así consta en la famosa parábola de Menenio Agripa a los plebeyos romanos (Tito Livio, II, 32) y mucho antes en Platón (Pol. 462 c-d); también en F. Josefo (Bell. Jud., 4, VII, 406).

 

Sin duda alguna, la imagen del cuerpo expresaba el convencimiento de que la asamblea estaba compuesta por diversidad de miembros que todos se sentían unidos entre sí; y todos colaborando los unos con los otros, para la gestión de los asuntos que a todos les concernían. En las culturas mediterráneas del s. I, la “asamblea” era un “cuerpo” unido, responsable de sus propias decisiones.

 

Pero, la vida práctica y concreta de las primeras comunidades cristianas ¿se gestionó según este criterio y funcionó realmente como una ekklesía? Para responder a esta pregunta, es necesario recordar, ante todo, que los primeros datos, que conocemos sobre la vida de aquellas comunidades, son los que nos proporcionan las cartas de Pablo, que se escribieron entre los años 50 y 57 del s. I.

 

Si pensamos que el libro de los Hechos se redactó entre los años 80 y 90, resulta que los datos que encontramos en las cartas de Pablo, corresponden a hechos y situaciones que se produjeron unos treinta años anteriores a la ekklesía que quedó reflejada en los Hechos de los Apóstoles. Pero no es esto lo más importante.

 

Lo que sobre todo interesa tener en cuenta es que las cartas, que Pablo escribió a sus comunidades, expresan la preocupación que siempre tuvo el propio Pablo por afirmar su autoridad. El quería dejar claro, a toda costa, que él era “apóstol”, como los demás apóstoles, de forma que la autoridad que él ejercía derivaba de ese hecho, su condición de apóstol (1 Tes 2, 6; Gal 1, 1; 1 Cor, 1, 1; 9, 1-2; Rom 1, 1; 11, 13). Así, al llamarse a sí mismo apóstol, Pablo se sitúa al nivel de las más altas autoridades de la Iglesia (1 Cor 12, 28; 15, 9-11; 2 Cor 11, 5).

 

Y sin embargo, tan cierto como lo que acabo de indicar es también el hecho de que uno de los rasgos más llamativos, en la relación que Pablo mantuvo con sus comunidades, es la libertad de interpretación y la flexibilidad para tomar decisiones que Pablo daba a sus destinatarios. Las comunidades no deben estar sujetas a los apóstoles o maestros, sino sólo a Cristo. Por eso Pablo afirma que él no fue crucificado por los corintios; ni los corintios fueron bautizados en el nombre de Pablo (1 Cor 1, 13). Por eso Pablo tomó tan en serio la responsabilidad y la libertad de cada comunidad (1 Cor 4, 14; 5, 1-5; 9, 12. 18; 2 Cor 12, 13; 1 Tes 2, 7).

 

La consecuencia de esta situación es que, analizando la relación de Pablo con sus “iglesias” (ekklesíai), “aparece una relación de dependencia-independencia entre Pablo y sus comunidades; permite a sus cristianos depender de él, al mismo tiempo que los exhorta a la independencia”.

 

Sin duda alguna, cuando Pablo se dirigía a la ekklesía, que se reunía en Corinto, Tesalónica…, sabía muy bien lo que decía y era consciente de que la “asamblea” era libre y se constituía, como tal asamblea, precisamente para tomar sus propias decisiones. Pero, tan cierto como eso es que el mismo Pablo quería dejar claro que él se afirmaba como “apóstol” afirmando también su autoridad. De ahí, la claridad y al mismo tiempo la ambigüedad que siempre queda flotando en la relación de Pablo con sus comunidades.

 

En el libro de los Hechos, treinta años después de las cartas de Pablo, la autoridad democrática de la asamblea (comunidad) de discípulos queda mucho más patente. Ya antes de Pentecostés, cuando los primeros discípulos tuvieron que designar al que había de ocupar el puesto que dejó vacío Judas, no fue la decisión de Pedro, ni la deliberación de los Once, la que hizo el nombramiento del sustituto. La solución fue reunirse todos los que pudieron (unas ciento veinte personas) (Hch 1, 15). Y entre todos, mediante el procedimiento elemental de echar suertes, eligieron a Matías. De forma que, en ese gesto de participación de todos, vieron la intervención del Señor (Hch 1, 24-25).

 

Con más claridad aún, la decisión comunitaria (no de los Doce) quedó patente en la elección de los siete que se hicieron responsables del grupo de los helenistas (Hch 6, 1-6). Más adelante, cuando Pedro comprende que Dios no discrimina a nadie (Hch 10, 34) y decide bautizar a Cornelio, el primero de los paganos que fue admitido en la Iglesia (Hch 10, 48), el propio Pedro se sintió en la obligación de explicar a “los apóstoles y a los hermanos de Judea” (Hch 11, 1) que él no podía impedir el bautismo de Cornelio. Porque había sido, no una decisión suya, sino que fue Dios el que “quiso darles (a los paganos) el mismo don que a nosotros” (Hch 11, 17).

 

En este relato capital queda patente la conciencia (en la Iglesia naciente) relativa al sujeto de autoridad: en la Iglesia no existe un apóstol privilegiado que puede tomar decisiones sin contar con el acuerdo de los demás apóstoles y del conjunto de los creyentes. De forma que este punto se consideró imprescindible desde los mismos orígenes de Iglesia. Por una razón que quedó reflejada en la comunidad de Antioquía. Allí fue el Espíritu Santo el que “urgió” a la asamblea para que enviase a Bernabé y Pablo al primer viaje misionero (Hch 13, 2-3).

 

De ahí que, cuando el libro de los Hechos resume este primer viaje de Pablo y Bernabé, nos informa que, “en cada iglesia” (ekklesía) “votaban a mano alzada” (cheirotonésantes) designando así a los responsables de la comunidad (Hch 14, 23). El verbo cheirotonéo se compone de cheir (“mano”) y teíno (“extender”). Así pues, el significado fundamental y primero de este verbo es “votar a mano alzada”, como en 2 Cor 8, 19 (cf. Ignacio, Pol. 7, 2; Fil. 10, 1; Did. 15, 1).

 

Como es sabido, al estudiar los orígenes del “ministerio” en la Iglesia, hay que distinguir entre la cheirotonía (“votación popular”) y la cheirothesía (“imposición de manos”, la llamada ordinatio). La cheirotonía correspondía a la comunidad, mientras que la cheirothesía la realizaban los apóstoles, los dirigentes de las comunidades y, más tarde (a partir del s. III), los obispos. Por último, el llamado concilio de Jerusalén (Hch 15) es el argumento más claro de la organización democrática que tuvo la Iglesia desde sus orígenes.

 

Cuando se planteó un problema serio, que entrañaba el peligro de romper a la Iglesia, la solución no fue tomada ni por Pedro solo, ni solamente por los apóstoles o los dirigentes. La decisión final fue tomada por “los apóstoles y los responsables de acuerdo con la entera comunidad” (Hch 15, 22). Y más adelante: “hemos decidido unánimemente” (Hch 15, 25).

 

 Y así, en esa unánime decisión, pudieron formular la frase antológica, que tendría que haber marcado a la Iglesia y su gobierno para siempre: “hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros…” (Hch 15, 28). La decisión de la Iglesia es decisión del Espíritu cuando es decisión de todos.

 

Cómo se ha de ejercer el poder en la Iglesia

 

Cuando en una institución, sea la que sea, la capacidad de tomar decisiones o de aprobar (o reprobar) las que otros toman, se concentra en una sola persona, la primera consecuencia que se sigue de esto inevitablemente es que derechos, en sentido estricto, sólo tiene la persona que concentra en sí el poder supremo. De los demás miembros de la institución, aunque formalmente se diga que tienen derechos, en realidad no los tienen. Porque todos dependen, en última instancia, de la aceptación o el rechazo del jefe supremo, del jerarca supremo o del sumo gobernante.

 

Ahora bien, cuando las cosas funcionan así en una institución, lo que en realidad hace el jerarca supremo, engañado por su propia conciencia de salvador de la patria o de representante de la divinidad, es agredir incesantemente a todos los que tiene debajo de sí, que son todos los que están en la escala institucional, por muy alto que sea el puesto que ocupan en esa escala. Y, además, comete con todos la agresión suprema, que consiste en faltarles continuamente al respeto. Porque, como se ha dicho muy bien, el respeto a la persona es equivalente al respeto a los derechos de la persona.

 

Si una persona está convencida de que, para ser buen católico, o buen sacerdote, o buen obispo, no le queda más remedio que someterse y callar, esa persona termina envileciéndose.

 

Los antiguos esclavos, los parias de la India o simplemente tantas gentes a quienes la religión les ha metido en la cabeza que su deber en esta vida es obedecer, callar y resignarse, han sido (y siguen siendo) la prueba más clara de que las ideas religiosas pueden entrañar un poder destructivo más fuerte de lo que sospechamos. Porque cuando no se ponen en su sitio los derechos humanos, muchos individuos, sin darse cuenta de lo que realmente les pasa, se envilecen a sí mismos pensando que en esta vida no merecen otra cosa que estar sometidos a quien piensa y decide por ellos.

 

Hace veinte siglos, cuando Jesús andaba por el mundo, no existía la conciencia que hoy se tiene sobre los derechos humanos. Por eso, en aquellos tiempos, la carencia de derechos fundamentales, al no existir la conciencia colectiva de los mismos, se experimentaba, no como carencia de algo básico que le falta a la persona, sino como apetencia de algo que se quiere conseguir.

 

Esto explica, entre otras cosas, que la apetencia fundamental de la gente en las culturas mediterráneas del s. I, no era el dinero sino el honor. Por eso la aspiración más frecuente de la mayoría de los ciudadanos de aquel tiempo era el deseo de subir, situarse por encima de otros, ser importantes, alcanzar los primeros puestos.

 

Pues bien, este hecho cultural entrañaba sobre todo una consecuencia, tan lógica como inevitable: honor y poder estaban indisociablemente unidos. De forma que al máximo honor le correspondía el máximo poder. Y, a la inversa, quien detentaba el poder supremo, por eso mismo gozaba de la dignidad máxima. Lo cual era cierto hasta tal punto que, en la cultura del Imperio, quien tenía el poder supremo, el Emperador, por eso mismo tenía juntamente la categoría absoluta, es decir, era tenido y venerado como Dios. Como se ha dicho con razón: Augusto era el Divino, el Hijo de Dios y el Dios de los Dioses.

 

Era el Señor, el Liberador, el Redentor y el Salvador del mundo, no sólo de Italia o del Mediterráneo, sino de toda la tierra. Por eso no nos debe sorprender que Calpurnio Sícolo, se regocijara con el joven Nerón, nuevo emperador, afirmando que era un “verdadero Dios” (ipse deus). Cosa que afirma dos veces (Églog. 1, 42-47, 63, 84-85). Y, del mismo Nerón, su preceptor, Séneca, llega a decirle: “Tú no puede alejarte de ti mismo, de tu elevado rango; él te posee, y dondequiera que vayas, te sigue con gran pompa”. De manera que, añade Séneca: “La servidumbre propia de tu elevadísimo rango consiste en el hecho de no poder llegar a ser menos importante”.

 

Así pues, en las ideas del s. I, estaba comúnmente aceptado que lo máximo a que se podía aspirar, en esta vida, era al máximo honor. Porque eso es lo que estaba asociado al máximo poder. Ahora bien, el enorme problema, que esto planteaba, es que las ideas de pre-valencia y de pre-potencia, en el fondo, eran la misma cosa.

 

Y aquí, justamente aquí, es donde nos encontramos con una de las claves más fundamentales para entender dos cosas enteramente capitales: la fuerza del Evangelio y la debilidad de la Iglesia. Sin duda alguna, Jesús fue quien vio este asunto con más clarividencia.

 

Por eso se comprende la machacona insistencia de Jesús en subvertir este perverso círculo de honor y poder. Los evangelios ponen en boca de Jesús, repetidas veces, la conocida sentencia: “los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos” (Mc 9, 35; 10, 31; Mt 19, 30; 20, 16; Lc 13, 30). Como reprendió, en distintas ocasiones, a quienes pretendían “situarse en los primeros puestos” (Mt 20, 8; Lc 14, 9-10; cf. Mc 10, 35-45 par; Lc 22, 24-30 par).

 

Con demasiada frecuencia -y con mayor ligereza aún- se ha despachado el significado de estos textos evangélicos, interpretándolos como recomendaciones o elogios de la humildad. Y no se ha tenido debidamente en cuenta que estas interpelaciones de Jesús iban, sobre todo, dirigidas a los apóstoles. Para cortar de raíz sus apetencias de ser los primeros o, lo que es más grave, los más importantes en la gestión de los asuntos del Reino de Dios. Es el caso evidente de Mc 10, 35-43 Par y Lc 22, 24-30. Jesús nunca tuvo conflictos con los discípulos por motivos de dinero. Sí los tuvo por motivos de poder.

 

En este asunto, los evangelios dejan claro que Jesús fue intransigente. Porque, sin duda, vio que en ello lo que la comunidad de discípulos se jugaba el ser o no ser. Es decir, entender y vivir lo que significan estos pasajes es tanto como entender y vivir lo que significa y exige “estar con Jesús”.

 

La conclusión, que se desprende de todo lo dicho, es clara: las cartas de Pablo a sus comunidades, escritas treinta años antes que los evangelios, habían sido redactadas desde las preocupaciones de un hombre que, a toda costa, quería dejar clara y bien probada su “autoridad” de apóstol en las comunidades y sobre las comunidades. De ahí la ambigüedad, en que se mueven estos escritos, siempre en la tensión entre la “independencia” de la comunidad y la “dependencia” que el propio Pablo exigía.

 

No podemos saber si la intención de los evangelistas, al redactar sus evangelios, fue puntualizar asuntos muy serios que, por lo que se sabía y circulaba entre las comunidades, eran formas de conducta y de entender el gobierno que, según lo dicho por Pablo, daban pie a ambigüedades. Cosas, en definitiva, que en la Iglesia no quedaban claras. Pero sabemos que los evangelios fueron terminantes en determinados puntos capitales. Y uno de ellos -sin duda el más decisivo- fue el tema de cómo hay que entender la autoridad y el ejercicio del poder en la Iglesia.

 

Pues bien, así las cosas, lo que el Jesús terreno quiso dejar claro sobre todo es que, en una comunidad o grupo humano, que pretende presentarse en este mundo como portador del mensaje cristiano, el ejercicio del poder no se puede organizar de forma que, para hacer efectivo ese poder, no haya más remedio que situarse el primero, situarse sobre los demás. Un poder así, es un poder usurpado indebidamente y ejercido de forma incompatible con el Evangelio. Es decir, desde un poder, así organizado y así gestionado, la fuerza del Evangelio se pervierte hasta degenerar en la debilidad de la Iglesia. Es justamente lo que estamos viendo y viviendo en estos tiempos.

 

Lo que nos lleva derechamente a la conclusión determinante: para que el ejercicio del poder en la Iglesia no exija proceder anti-evangélicamente, situándose alguno de sus miembros “el primero” y por eso sobre los demás, la única forma de ejercer el poder en la Iglesia tiene que ser el poder democrático.

 

La democracia en la Iglesia durante el primer milenio

 

Los datos históricos son suficientemente conocidos. Desde los primeros años del s. III, la Tradición Apostólica de Hipólito establece: “Que se ordene como obispo al que ha sido elegido por el pueblo, que es irreprochable…, con el consentimiento de todos”. En el año 250, en la persecución de Decio, hubo tres obispos españoles, los de León, Astorga y Mérida, que no confesaron debidamente su fe y dieron mal ejemplo a sus fieles.

 

Ante tal escándalo, las comunidades de esas tres diócesis se reunieron y se sintieron en el derecho de expulsar de sus sedes a aquellos obispos indignos. Pero uno de los obispos depuestos, Basílides, acudió al papa Esteban, que lo repuso en su cargo. La reacción de la comunidad fue acudir al obispo de Cartago, Cipriano, hombre de eminente prestigio en Occidente. Cipriano convocó un concilio en el que participaron 37 obispos. La decisión de este concilio quedó recogida en la carta 67 de Cipriano.

 

En ella se afirman tres cosas fundamentales:

 

1) El pueblo tiene poder, por derecho divino, para elegir a sus ministros (Epist. 67, 4: CSEL 738, 3-5).

2) El pueblo tiene también poder para quitar a los ministros cuando son indignos (Epist. 67, 3: CSEL 737-738, 20-22).

3) El recurso a Roma no debe cambiar la situación, cuando ese recurso no se basa en un informe que corresponde a la verdad (Epist. 67, 5: CSEL 739. 18-24).

 

Así pues, en el s. III, se tenía el convencimiento de que la Iglesia no era una institución centrada en el poder de los que mandan, sino en el derecho de la comunidad.

 

En el s. V, el papa León Magno supo formular perfectamente el criterio determinante: “El que debe ser puesto a la cabeza de todos, debe ser elegido por todos”. Un criterio tan firme y tan asumido, que, en el s. XI, el Decreto de Graciano resume lo que fue la disciplina eclesiástica de los siglos anteriores en una fórmula lapidaria que, en el s. V, había redactado el papa Celestino I: Nullus invitis detur episcopus. Cleri, plebis et ordinis consensus ac desiderium requiratur (“No se imponga ningún obispo a los que no lo aceptan. Se requiere [siempre] el consentimiento del clero, del pueblo y de los ordenados”).

 

Como es bien sabido, este sistema organizativo de la Iglesia cambió radicalmente de paradigma en el s. XI, con el papa Gregorio VII. A partir de las decisiones que tomó este hombre, la comunidad se vio despojada del derecho de intervenir en el nombramiento de sus ministros. Todo el poder quedó concentrado en Roma, en el papa. Y se impuso el criterio que resumió perfectamente Congar: desde entonces, sobre todo, “obedecer a Dios significa obedecer a la Iglesia, y esto, a su vez, significa obedecer al papa y viceversa”.

 

A partir de entonces, la democracia quedó anulada en la Iglesia. ¿Fue y es eso lo mejor para la Iglesia? ¿Es ésa la forma de ejercer el poder que Jesucristo quiere en la comunidad de los que intentamos seguir el Evangelio? ¿Qué decisiones habría que tomar en este momento por cuanto se refiere a este orden de cosas tan decisivo, para bien o para mal, en la Iglesia?

 

La democratización de la Iglesia

 

Llegamos, por último, a las conclusiones de este trabajo. Las más importantes, de estas conclusiones, son cuatro, que expongo a continuación.

 

1. El origen del poder. En la teología católica ha sido clásica la tesis según la cual el poder en la Iglesia es “jerárquico”, no “democrático”. Esto quiere decir, entre otras cosas, que el poder en la Iglesia viene de arriba (de Dios), nunca de abajo (del pueblo). Porque se trata de un poder divino, que sólo Dios puede conceder, ya que es un poder sacramental, que recibe el sujeto por la imposición de manos de un obispo.

 

Esto es lo que se da a entender, aunque no se diga así formalmente, en el cap. III de la Constitución sobre la Iglesia, del Vaticano II (LG 21, 3; 24, 1). Y la consecuencia, que se suele deducir de esta doctrina teológica, es que la Iglesia ni es democrática, ni puede serlo. Porque, como es bien sabido, la democracia es el sistema de gobierno en el que el poder proviene del pueblo, que delega el ejercicio de ese poder en sus legítimos representantes. Cosa que no es posible en la Iglesia.

 

Porque, según la teología más estricta y conservadora, todo lo que es autoridad o poder en la Iglesia ha quedado concentrado en la jerarquía eclesiástica. Y no sólo eso, sino que además la teología del poder jerárquico se ha estructurado de forma que, a juicio de quienes aceptan esa teología de forma incondicional y acrítica, las cosas no pueden ser ni gestionarse de otra manera. Es decir, para quienes piensan así, democratizar la Iglesia sería lo mismo que traicionar su “divina constitución”.

 

Sin embargo, a poco que se piense en este asunto, enseguida se advierte que este razonamiento no prueba nada. Porque, si la Iglesia funcionó democráticamente durante siglos (y era la verdadera Iglesia de Jesucristo), es que ese modo de ejercer el poder es perfectamente compatible con el ser mismo de la Iglesia. Y la razón es clara: una cosa es el origen de poder; y otra cosa es el ejercicio del poder.

 

Cuando hablamos de democracia, lo decisivo no es la teoría que cada cual tenga sobre el origen del poder, sino la praxis que concreta cómo se ejerce el poder. Lo que le importa a la gente no es de dónde viene el poder, sino que quien organiza la gestión del poder lo haga de la forma más razonable y de acuerdo con lo que el pueblo necesita.

 

Por otra parte, como ya dije antes, una cosa era la “designación de los ministros” (cheirotonía) y otra cosa era la “imposición de manos” (cheirothesía), lo que, a partir del s. III, se denominó la ordinatio.

 

Pero aquí es importante recordar que la llamada “ordenación” (ordo u ordinatio), no proviene de la tradición religiosa de Israel, ni de la tradición cristiana del Nuevo Testamento, sino que era una institución jurídica del Imperio que fue asumida por los clérigos para distinguirse y situarse en un rango superior sobre la plebe o pueblo sencillo. Así, el ordo equitum y el ordo senatorum (“caballeros” y “senadores”, los notables de la sociedad) se distinguían del ordo plebeius (la “plebe” o pueblo llano).

 

En realidad, el ordo y la ordinatio eran, en la cultura y las leyes del Imperio, los términos clásicos para designar el nombramiento de los funcionarios imperiales, sobre todo cuando se trataba del emperador. Es verdad que en el Nuevo Testamento se menciona el gesto de “imponer las manos” (epíthesis tôn cheirôn). Pero tal gesto se refiere principalmente a las curaciones de enfermos (Mt 9, 18; Mc 5, 23; 6, 5; 7, 32; 8, 23; Lc 13, 13; Hch 28, 8).

 

Cuando en las cartas pastorales se menciona la imposición de manos a Timoteo (1 Tim 4, 14; 2 Tim 1, 6), el análisis más documentado de estos textos hace suponer que la comunidad de las cartas pastorales expresa así la concesión de la gracia del ministerio pastoral, cosa que se aleja de la idea inicial de San Pablo sobre la libre actuación del Espíritu.

 

Por lo tanto y a la vista de la documentación aportada, es claro que los dirigentes de la Iglesia (obispos, presbíteros, diáconos), al auto-comprenderse y auto-denominarse como los “ordenados”, los poseedores del “ordo”, que les constituía como los “ordinati”, lo que en realidad hicieron fue constituirse como una clase superior sobre la plebe. Afirmando, además, que ellos (y sólo ellos) poseían un poder de origen divino.

 

En cualquier caso, está fuera de duda que la distinción entre el “orden” y el “pueblo”, aplicado a la organización de la Iglesia, fue una innovación introducida por la autoridad eclesiástica. Tertuliano, en el s. III, lo afirma con toda claridad: “la diferencia entre el orden y la plebe fue constituida por la autoridad eclesiástica” (Differentiam inter ordinem et plebem constituit ecclesiae auctoritas).

 

La existencia, por tanto, del clero, como clase superior y grupo de poder en la Iglesia, no proviene de Jesús. Fue una novedad introducida por los propios dirigentes eclesiásticos, para diferenciarse del pueblo y situarse sobre él.

 

2. El sistema electivo en la Iglesia. La teología cristiana ha defendido, por lo menos desde el s. III, el hecho de la “sucesión apostólica”, que históricamente se ha realizado en la “sucesión episcopal”. Este dato no es una “quaestio disputata”, sino que pertenece a la fe de la Iglesia. Pero lo que no pertenece a la fe de la Iglesia es que los “sucesores de los apóstoles” (y sus colaboradores) tengan que ser designados y gestionar el gobierno de la Iglesia como “de facto” todo eso se hace ahora y se viene haciendo, por lo menos, desde el s. XI.

 

Sabemos con seguridad que, en los primeros siglos y durante la Alta Edad Media, las cosas se hicieron de otra manera. Porque, sobre todo, en aquellos tiempos se tenía la viva conciencia de que el Espíritu de Dios se hacía presente, en la comunidad de los cristianos, precisamente cuando todos unánimemente intervenían en la designación del obispo o de sus colaboradores.

 

La intervención divina se manifestaba principalmente en la unanimidad de todos al designar a quienes les habían de gobernar. La documentación de concilios, sínodos locales y autores de los primeros siglos es abundante y no ofrece lugar a dudas en este punto concreto.

 

Esto nos viene a decir, como es lógico, que la democracia en la Iglesia no era ciertamente “representativa”, según el lenguaje usual de la actualidad. Habría que decir, más bien, que la Iglesia practicó la democracia “participativa”, en su forma más extrema y radical. En cuanto que el obispo (pongamos por caso) no era elegido por “mayoría de votos”, sino por “aclamación unánime”.

 

En la actualidad, dado el pluralismo de culturas, creencias, ideologías políticas y tradiciones que se ven obligadas a convivir, sobre todo en los países más industrializados, sería una ingenuidad inalcanzable el solo hecho de pretender que los cargos eclesiásticos fueran designados por aclamación unánime. Por eso parece más coherente proponer que la enseñanza que nos deja la tradición antigua de la Iglesia es que, en cualquier caso, su forma actual de democracia tendría que gestionarse de forma que se llevara a cabo mediante la mayor participación y corresponsabilidad posible de todos los creyentes.

 

3. Propuestas concretas. Ante todo, sería de extrema importancia tomar en serio la lúcida propuesta que ha sabido formular Francisco Fernández B. cuando nos ha puesto en guardia frente a “una concepción meramente procedimental de la democracia”. Es decir, cuando nos fijamos solamente en las normas, reglas o procedimientos formales de expresión de la voluntad del pueblo”. Lo más importante, para que funcione una democracia, no es la normativa democrática, sino “el tipo de ser humano que le corresponde”.

 

En la Iglesia del primer milenio, fue posible aquel sistema democrático porque, antes que en normas y autoridades, se creía en la presencia y en la fuerza determinante del Espíritu, que se hacía presente en la participación unánime de todos. Este punto es capital.

 

En una Iglesia en la que los creyentes centran su fe, ante todo, en la sumisión al papa y al obispo, no es posible la democracia. La Iglesia podrá ser democrática el día en que, antes que en la obediencia al papa, se tome en serio la obediencia al Espíritu de Dios y al Evangelio de Jesús. En la Iglesia antigua, la designación de obispos por aclamación unánime era posible porque los cristianos estaban convencidos de que, si la designación venía del Espíritu, entre ellos no podía haber contradicción.

 

Esto supuesto, y viniendo a los procedimientos, para que el sistema democrático fuera aplicable, el primer paso que habría que dar en la Iglesia, tendría que ser reducir el volumen de las diócesis y de las parroquias. Es evidente que, en una diócesis de cientos de miles de habitantes, no es posible alcanzar un nivel mínimo de coincidencia para ponerse de acuerdo a la hora de elegir a una persona que sea aceptada por todos.

 

Para ello es indispensable que los participantes se conozcan y mantengan entre ellos unos lazos de intereses comunes, por más que exista la razonable heterogeneidad de mentalidades y preferencias en los más diversos órdenes de la vida. En cualquier caso, habría que reducir y multiplicar las diócesis. Como igualmente sería necesario promover otro tipo de parroquia. No la meramente “territorial”, sino parroquias “personales”, aglutinadas por ideales comunes y en las que todos los miembros (de la diócesis o la parroquia) se sintieran responsables de la gestión de los diversos asuntos.

 

Como es lógico, los nombramientos de obispos no deben venir decididos de Roma, ni siquiera por la Conferencia Episcopal. Todos los nombramientos se tendrían que hacer en la propia diócesis, mediante la participación activa de todos los fieles, en las propuestas de candidatos y en la designación final. En cualquier caso, nunca se deberían admitir obispos impuestos desde fuera. Recuerdo de nuevo el principio establecido por el papa Celestino I: Nullus invitis detur episcopus: “No se imponga ningún obispo a los que no lo aceptan”.

 

Y lo que se dice del obispo, tendría que valer igualmente para el caso del párroco. Por otra parte, no se ve razón teológica alguna para que sean los cardenales los electores del obispo de Roma. Si el papa es el obispo de Roma, debe ser la comunidad de la diócesis de Roma (o el conjunto de las diócesis romanas, en caso de que la gran diócesis actual fuera razonablemente fragmentada) quien eligiera, como en las demás diócesis, la persona que debe gobernarla.

 

Otro punto importante: todos los cargos de gobierno tendrían que ser temporales. El tiempo de duración de un cargo eclesiástico (cuatro, seis o más años) debería ser decidido por la Conferencia Episcopal, de acuerdo con la cultura y las posibilidades de cada país. La duración temporal debería aplicarse, ante todo, el obispo de Roma.

 

Este ha sido el sistema de gobierno que ha funcionado en las órdenes y congregaciones religiosas. Y ha dado excelentes resultados. Así se evitaría, entre otros males, la “gerontocracia eclesiástica”. No tiene sentido que un anciano de más de 80 años (y quizá con una salud deficiente) siga al frente de la Iglesia entera. La experiencia enseña que la vejez de los papas suele ser penosa y crea periodos de transición que, en la práctica, son (en gran medida) periodos de desgobierno en la Iglesia.

 

Dos observaciones finales

 

Después del análisis que acabo de presentar, se puede -y creo que se debe- concluir que el mayor daño que la autoridad jerárquica le ha hecho a la Iglesia, ha consistido en la usurpación de un poder que no le corresponde. No porque en la Iglesia no tenga que haber una autoridad jerárquica, sino porque la autoridad jerárquica ha acaparado de tal manera el poder, que ha marginado la presencia y la actuación del Espíritu de Dios en el conjunto de la comunidad de los creyentes.

 

Aunque teóricamente se acepta que el Espíritu está presente y actúa en la Iglesia, en la práctica concreta de la vida eclesiástica el papa y los obispos están persuadidos de que ellos, y sólo ellos, son los portavoces del Espíritu, los que tienen poder para interpretar, explicar y aplicar lo que el Espíritu quiere y dispone para el pueblo cristiano. Con lo cual, en realidad, lo que se ha hecho ha sido marginar al Espíritu y usurpar un poder, una fuerza y un derecho divino que está presente en toda la Iglesia. De manera que el poder en la Iglesia sólo se puede ejercer correctamente contando siempre con esa presencia del Espíritu en todos.

 

Esta usurpación del poder es la que pretendieron los hijos de Zebedeo, cuando quisieron para ellos los primeros puestos. Es la misma usurpación del poder que buscaron los apóstoles cuando discutían quién era el primero o el más importante en el Reino de Dios. Y la misma usurpación del poder que inconscientemente anhelaba Pedro cuando no toleraba que Jesús terminara su vida lavando los pies como un esclavo o -lo que es más grave- colgado de una cruz como un delincuente.

 

Pero sabemos que, en estos casos, y sólo en estos casos, fue cuando Jesús se mostró más intransigente con las apetencias de poder de los primeros apóstoles, incluido Pedro. Sin duda alguna, Jesús vio en esta posible usurpación del poder la mayor perversión para la comunidad de sus seguidores. Esto es lo que vio Jesús. Pero desgraciadamente esto es lo que ha ocurrido en la Iglesia. Y así estamos hasta este momento.

 

Ahora bien, estando así las cosas, lo más razonable es pensar que, en este momento, la Iglesia no está preparada para introducir en ella el sistema democrático. No sólo ni principalmente porque el Vaticano y la jerarquía eclesiástica no estén dispuestos a aceptar la democracia en la Iglesia. Sino, sobre todo, porque quien más incapacitado está hoy para aceptar y poner en práctica el sistema democrático en la Iglesia es el pueblo cristiano. Y la razón es clara. El problema fundamental de la democracia en la Iglesia está en que al pueblo creyente se le ha educado, durante siglos, a obedecer y someterse; y no se le ha enseñado a ser libre y exigir sus derechos.

 

Y sabemos que un pueblo, así educado, es un pueblo “moralmente empobrecido”, ya que en él las personas no pueden sostener las demandas que un sistema de derechos hace posible. Lo que la enorme mayoría de los cristianos quiere es una autoridad que mande. Que mande lo que cada cual quiere. Pero, en todo caso, que sea una autoridad que mande, que tenga poder y prestigio. Y que así nos libere a todos del insoportable peso de la libertad. Es evidente que mientras esta desviación y -lo diré claramente- esta corrupción monumental no se corrija, hablar de democracia en la Iglesia es una digna aspiración y un proyecto motivador. Pero no pasa de eso.

 

De ahí que cada día veo con más claridad que lo más urgente y, en todo caso, lo más necesario, con vistas a la democratización de la Iglesia, es educar al pueblo cristiano en la convicción de que “obedecer es también saber resistir”.

 

El teólogo más experto en eclesiología, en los últimos tiempos, Y. Congar, en su diario personal, escribía en 1954: “Estas últimas semanas me he interrogado de vez en cuando. Me he preguntado si en la forma de simplicidad, de total integridad de mi sumisión, no habría una solución demasiado fácil, una huida, a pesar de todo sencilla, fuera del combate…. ¿Acaso no me encuentro en la situación de alguien comprometido en la Resistencia, pero un tanto cobarde, y en el fondo miedoso…?”.

 

Tenía razón Dostoyevsky cuando puso en boca del Gran Inquisidor esta patética sentencia: “No hay para el hombre libre cuidado más continuo y acuciante que el de hallar a un ser al que prestar acatamiento”. Yo ya no me pregunto, como hacía Congar, si somos cobardes ante la autoridad que se nos impone. Lo que me pregunto es si, en el fondo (y sin darnos cuenta de lo que nos pasa), lo que realmente queremos no es que termine ya este papa y venga otro. ¿Para qué? ¿Para que restaure la democracia perdida en la Iglesia?

 

No. Seguramente lo que nos ocurre es que vemos que este papa tiene cada día menos autoridad. Y por eso queremos otro que sea más universalmente aceptado por todos. No para que nos conceda ser realmente libres, sino para que tenga esa autoridad utópica con fuerza, capaz para someternos a todos en un mismo proyecto. Y si esto efectivamente es así, entonces ¿para qué seguir hablando de democracia en la Iglesia?

 

Esta es la verdadera cuestión que yo quería plantear.