El sínodo sobre la familia, freno a la reforma de
Francisco
Juan José Tamayo
www.atrio.org/271014
La reforma de Francisco parece haber naufragado o, al menos, encallado
en el Sínodo celebrado en Roma del 5 al 19 de octubre, que ha
reunido a cerca de 200 obispos de todo el mundo para reflexionar sobre la
concepción, la actitud y la práctica pastoral de la Iglesia católica en torno a
diferentes orientaciones sexuales, a los diferentes modelos de familia y otras
cuestiones vinculadas con ella.
Éramos muchas las
personas de fuera y de dentro de la Iglesia católica que esperábamos un cambio
de mentalidad, de orientación y de rumbo en un tema que se caracteriza por
planteamientos anclados en el pasado sin apertura alguna a los cambios
producidos en las últimas décadas en la sociedad. Pero éramos también
conscientes de los obstáculos que se interponían y del peligro de que se
produjera un estancamiento.
El primer obstáculo lo constituían los propios protagonistas del Sínodo:
los obispos. ¿Qué aportaciones podían hacer unas personas que
no son especialistas en el tema, ni siguen de cerca los estudios especializados
en las diferentes disciplinas que se ocupan del fenómeno de la familia en toda
su complejidad? Personas que, además, han renunciado a formar una familia para
dedicarse en exclusiva al servicio de la Iglesia. Es verdad que fueron
invitados expertos y matrimonios, pero sin apenas influencia en los debates y
sin voto a la hora de aprobar las proposiciones finales.
El segundo era la herencia de los papas anteriores. Pablo
VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI se mantuvieron instalados rígidamente en el
paradigma tradicional de la familia y de la doctrina sobre la sexualidad y
condenaron los modelos de familia que no se atuvieran a la imagen conservadora
del matrimonio “cristiano”. Pablo VI, beatificado el pasado domingo por
Francisco, condenó los métodos anticonceptivos en 1968 en la encíclica Humanae vitae, en clara
oposición a las orientaciones del concilio Vaticano II, que defendía la
paternidad responsable, y en contra de la mayoría de la Comisión de científicos
y de teólogos que le asesoraba y que era partidaria del uso de dichos métodos
para poner en práctica el principio conciliar de la referida paternidad
responsable.
La encíclica provocó
una de las más graves rupturas de los teólogos, las teólogas y de los
movimientos cristianos críticos con el Vaticano y generó un clima de malestar
profundo dentro de la Iglesia, que desembocó en una actitud de justificada
desobediencia colectiva a las orientaciones papales tanto en la teoría como en
la práctica.
En la encíclica Familiaris consortio Juan Pablo
II ya alertaba sobre los signos más preocupantes en torno al tema que ha
discutido el Sínodo reciente, entre los cuales citaba “la facilidad del
divorcio y del recurso a una nueva unión por parte de los mismos fieles; la
aceptación del matrimonio puramente civil, en contradicción con la vocación de
los bautizados a “desposarse en el Señor”; la celebración del matrimonio
sacramento no movidos por una fe viva, sino por otros motivos; el rechazo de
las normas morales que guían y promueven el ejercicio humano y cristiano de la
sexualidad dentro del matrimonio”.
El cardenal
Ratzinger, siendo presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
dirigió en 1986 una durísima carta a los obispos norteamericanos en la que
afirmaba que la particular inclinación de la persona homosexual, aunque en sí
no sea pecado, constituye, sin embargo, una tendencia, más o menos fuerte,
hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral. Por
este motivo la inclinación misma debe ser considerada objetivamente
desordenada.
El documento
reaccionaba ante quienes creíamos –y seguimos creyendo– que oponerse a la
actividad homosexual y a su estilo de vida constituye una forma de
discriminación injusta, y osaba aseverar, negando la evidencia, que la actitud
de la Iglesia contra la homosexualidad no comporta discriminación alguna, sino
que busca la defensa de la libertad y de la dignidad de la persona.
En coherencia con este
planteamiento, Ratzinger pedía a los obispos que no incluyeran en ningún
programa pastoral a organizaciones de personas homosexuales sin antes dejar
claro que toda actividad homosexual es inmoral, ordenaba retirar todo apoyo
a organizaciones que pretendieran subvertir la enseñanza de la Iglesia en esta
materia, prohibía el uso de locales “propiedad de la Iglesia” para actos de
grupos homosexuales e instaba a defender los valores del matrimonio frente a
proyectos legislativos que defiendan las reivindicaciones de los colectivos
homosexuales.
Por esas fechas, la
Congregación romana para la Educación Católica publicaba la Instrucción
sobre los criterios de discernimiento vocacional de las personas con tendencias
homosexuales con vistas a su admisión en el seminario y a las órdenes sagradas,
que prohibía a los homosexuales ingresar en los seminarios y acceder al
sacerdocio. Prohibición que sigue manteniéndose hoy a rajatabla.
No resultaba fácil
romper en el Sínodo con esa tendencia excluyente de las personas homosexuales y
de las personas católicas divorciadas y vueltas a casar, ya que en ella fueron
educados –mejor, instruidos– muchos de los padres sinodales.
Un tercer obstáculo fue la creación, desde el comienzo
de la preparación del Sínodo, de un
“frente” de oposición a cualquier cambio, liderado por el cardenal Gerhard
Ludwig Müller, presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe,
nombrado por Benedicto XVI para mantener la ortodoxia y evitar cualquier
desviación en materia doctrinal y moral. Se apresuró a escribir un libro sobre
la familia recordando la doctrina tradicional, que considera inamovible, y
firmó un documento junto con otros cardenales en contra de la reforma que en
este tema pretendía introducir Francisco.
Pero no todas eran
inercias, obstáculos y problemas. Había también síntomas de apertura. Fue el
propio papa Francisco quien, al poco de ser elegido, propició un nuevo clima y
abrió el debate sobre la actitud de la Iglesia hacia los homosexuales y el
acceso de las personas católicas divorciadas y vueltas a casar a los
sacramentos. En el propio Sínodo reinó un clima de libertad y los participantes
en el mismo pudieron expresar sin ningún tipo de restricciones en lo referencia
a la expresión de sus ideas. Dicho clima fue favorecido por Francisco, quien
asistió a las sesiones en actitud de escucha y sin interferir en las
discusiones.
Ya en el viaje de
vuelta de Brasil en julio de 2013, preguntado a bordo del avión por su actitud
hacia los homosexuales, respondió de esta guida: “Si alguien es gay y busca al
Señor y tiene buena voluntad ¿quién soy yo para juzgarle? No debemos marginar a
la gente por esto, deben ser integrados a la sociedad”.
En otra ocasión
insinuó la posibilidad de revisar la actual prohibición del acceso de los
divorciados que han vuelto a casarse y adoptar una actitud menos excluyente que
la actual. Hubo cardenales que remaron en la dirección del papa y mostraron una
actitud más abierta y favorable al cambio, entre ellos el cardenal Kasper que,
en respuesta a los cardenales firmantes del documento conservador, respondió
que “la verdad católica no es un sistema cerrado” y defendió el acceso de las
personas divorciadas vueltas a casar a la eucaristía, si bien imponiendo unas
condiciones muy severas:
“Si un divorciado
vuelto a casar: 1. Se arrepiente de su fracaso en el primer matrimonio 2. Se
han esclarecido las obligaciones del primer matrimonio, y se ha definitivamente
excluido que regrese atrás. 3. Si no puede abandonar sin otras culpas las
responsabilidades asumidas con el matrimonio civil. 4. Si, sin embargo, se
esfuerza por vivir del mejor modo según sus posibilidades el segundo matrimonio
a partir de la fe y de educar a los propios hijos en la fe. 5. Si tiene el
deseo de los sacramentos como fuente de fuerza para su situación, ¿debemos o
podemos negar, después de un tiempo de nueva orientación (metanoia), los
sacramentos de la penitencia y después de la comunión?”.
Su respuesta es
afirmativa, pero con importantes matices y precisiones: “Este posible camino no
sería una solución general. No es el camino ancho de la gran masa, sino más
bien el estrecho camino de la parte probablemente más pequeña de los
divorciados vueltos a casar, sinceramente interesados en los sacramentos. ¿No
es necesario tal vez evitar aquí la peor parte? (o sea la pérdida de los hijos
con la pérdida de toda una segunda generación)… Un matrimonio civil como el que
fue descrito con criterios claros debe distinguirse de otras formas de
convivencia irregular, como los matrimonios clandestinos, las parejas de hecho,
sobre todo la fornicación, de los así llamados matrimonios salvajes. La vida no
es solo blanco y negro. De hecho, hay muchos matices”.
La propia
metodología seguida en la preparación del Sínodo permitía albergar esperanzas
de cambio. El Vaticano envió una encuesta a todos los cristianos y cristianas
en torno a las cuestiones que se iban a abordar en la asamblea episcopal para
conocer la opinión de las diferentes comunidades católicas del mundo sobre el
tema. La mayoría de las respuestas eran favorables a una mayor apertura y a una
actualización de la doctrina sobre la familia más acorde con los cambios
producidos en las últimas décadas.
Pero ese clima de
apertura enseguida se encontró con la réplica del cardenal Müller, que apelaba
a argumentos de carácter dogmático y jurídico para oponerse incluso a la
posibilidad de discutir sobre el tema: “Si el matrimonio precedente de unos
fieles divorciados y vueltos a casar era válido, en ninguna circunstancia su
nueva unión puede considerarse conforme a derecho; por tanto, es imposible que
reciban los sacramentos”.
En el Sínodo se han
producido, es verdad, cambios importantes en el análisis de la situación de la
familia y en las críticas hacia sus patologías, en las actitudes y en el
lenguaje empleado. La proposición 8 hace un buen análisis de las situaciones
más graves por las que pasa hoy la familia: discriminación de las mujeres y
creciente violencia de género contra ellas, con demasiada frecuencia dentro de
la familia; abusos sexuales de los niños y de las niñas; penalización de la
maternidad en vez de su consideración como valor; mutilación genital en algunas
culturas; efectos negativos de las guerras, el terrorismo y el crimen
organizado en las familias; crecimiento del fenómeno de los niños de la calle
en las grandes metrópolis y en sus periferias.
La actitud ante los
matrimonios civiles y las parejas de hecho es más comprensiva y acogedora, ya
que, se dice, en ellos deben descubrirse elementos positivos, y en la actitud
hacia los homosexuales. Muestra la necesidad de acoger las personas en
situaciones difíciles como el divorcio y de buscar nuevos caminos pastorales
para las familias heridas, no basadas en “soluciones únicas”
Pero en las cuestiones de fondo no se ha
producido cambio alguno. Dos ejemplos. La proposición 52 describe las dos
tendencias de los padres sinodales en torno a la posibilidad –solo la
posibilidad– de que los divorciados vueltos a casar puedan acceder a los
sacramentos de la penitencia y de la eucaristía: la que se muestra partidaria
de mantener las actuales normas prohibitivas en vigor, y la partidaria de
permitir el acceso a los sacramentos, pero con muchas restricciones: no de
manera generalizada, sino en algunas situaciones especiales y con condiciones
muy precisas. Además, el eventual acceso a los sacramentos debe ir precedido de
un “caminar penitencial” bajo la responsabilidad del obispo diocesano. Aun con
todas estas restricciones, esta proposición contó con el rechazo de 74 padres
sinodales y no logró los 2/3 tercios.
Otro ejemplo es la
proposición 55 sobre los homosexuales. Defiende la necesidad de una acogida
respetuosa y de un trato no discriminatorio hacia ellos, pero es contundente en
el rechazo de los matrimonios homosexuales, hasta el punto de excluirlos del
plan de Dios sobre la familia y el matrimonio. Con todo, la proposición fue
rechazada por 62 padres sinodales y tampoco logró los 2/3.
Para frenar la
lógica sensación pesimista que deja el Sínodo en quienes esperaban que la
apertura fuera real ya, se afirma, como consuelo, que en este Sínodo no
se ha dicho la última palabra y que hay que esperar al de octubre de 2015, que
elaborará las conclusiones definitivas sobre la familia.
Yo pregunto:
¿Cambiará entonces el panorama y se reconocerá sin trabas, prejuicios y
prevenciones el acceso de las personas católicas divorciadas y vueltas a casar
el matrimonio a los sacramentos de la eucaristía y de la penitencia y el
reconocimiento del matrimonio homosexual como lo hace la Iglesia Anglicana, o
volverán a emplearse fórmulas ambiguas del “sí, pero no”, tan propias del
lenguaje eclesiástico. ¿O se dejará la respuesta ad kalendas graecas?
¿Se seguirá pensando
con categorías jurídicas o se hará al ritmo de la vida y atendiendo a los
problemas reales de la familia? ¿Se buscarán las respuestas apelando al Código
de Derecho Canónico o a la racionalidad dialógica? ¿Se seguirá expulsando de la
comunidad eclesial y de la eucaristía que, según el Vaticano II, es el centro
de la vida cristiana, a quienes se considera pecadores por el hecho de haber
iniciado un nuevo proyecto de vida común y de haber formado una nueva familia?
¿Se respetarán y
reconocerán en la Iglesia católica las diferentes identidades sexuales: gays,
lesbianas, bisexuales, transexuales, que de hecho existen entre los cristianos
y las cristianas como existen en la sociedad? ¿Caminará la Iglesia oficial al
ritmo de la sociedad y será sensible, como pedía Juan XXIII, a los signos de
los tiempos, entre los cuales se encuentra el reconocimiento explícito de los
diferentes modelos de familia, o perderá de nuevo el tren de la historia?
Y una reflexión
final en clave de realismo. Yo creo que considerar un problema el acceso a la
eucaristía a personas divorciadas vueltas a casar y a los matrimonios
homosexuales solo existe en las mentes de los jerarcas, no en la práctica. Y
negar dicho acceso se encuentra en el Código de Derecho Canónico, no en la vida
de las comunidades cristianas. Son muchas las comunidades eclesiales de todo el
mundo (parroquias, comunidades de base, grupos de matrimonios, etc.) que ni
siquiera se plantean el problema.
Las cristianas y los
cristianos divorciados que han vuelto a casarse y las parejas homosexuales son
acogidas sin ningún tipo de reserva en dichas comunidades, de las que forman
parte, y participan en los sacramentos como el resto de los creyentes. Y lo
hacen con toda naturalidad, sin ningún complejo de culpa, sin consultar ni
pedir permiso a los clérigos y obispos, ni preguntarse si actúan conforme a la
disciplina de la Iglesia, sin someterse a ningún “camino de penitencia”.
Bastante penitencia ha tenido y sigue teniendo su vida como para añadirle
todavía otra más.