Panamá: el camino al país que merecemos ser
Guillermo Castro H.
Universidad de Panamá, 22114
Para Ricaurte
Soler y José de Jesús Martínez, aquí, con nosotros
El debate sobre
los problemas que encara la sociedad panameña a comienzos del siglo XXI suele evadir
lo que debería ser su premisa más evidente: el hecho de que el nuestro ha sido
el último país de nuestra América en culminar su proceso de formación como
Estado nacional soberano. Por primera vez desde los inicios de la República, en
aquel noviembre de 1903, somos enteramente responsables por su destino. Y por
primera vez también, tras 485 años de control extranjero, la ruta interoceánica
de Panamá está bajo control del Estado nacional de los habitantes del Istmo.
Aun así, la
sociedad panameña atraviesa por un momento de profundo malestar en su cultura,
en el que se combinan el descrédito de sus organizaciones y organismos
políticos con la frustración de las expectativas de una vida mejor para la gran
mayoría de los panameños. Casi podría describirse nuestra situación con
aquellos versos del payador uruguayo Alfredo Zitarrosa, escritos en referencia
a su patria en los años en que quien llegaría a ser el presidente José Mujica
guardaba prisión en el aljibe de un cuartel:
En mi país, qué
tristeza,
la pobreza, y el
rencor.
Diversas
circunstancias convergen en esta percepción contradictoria. Está el mal final
de la lucha por la recuperación del Canal, tan tenazmente librada entre 1936 y
1979, que vino a descomponerse en la aventura autoritaria de 1984 a 1989, hasta
desembocar en el golpe de Estado ejecutado por las fuerzas armadas acantonadas
en la que fuera la Zona del Canal.
Y está el mal
final que ya amenaza a la restauración de la vieja institucionalidad
oligárquica tras aquel golpe militar, con su secuela de pérdida de derechos
sociales, privatización de bienes públicos, corrupción generalizada y
descrédito del sistema político y sus instituciones, y de renuncia del Estado a
su deber conducir el desarrollo económico del país, delegando esa función en
las llamadas “fuerzas del mercado”, que en su accionar no reconocen otra ley
que la del más fuerte.
No es de extrañar, en esas circunstancias, que los tres primeros
quinquenios del siglo llevaran al país a una situación de crecimiento económico
con degradación ambiental y deterioro social. El resultado inevitable ha sido
una situación de anomia y desorden, de creciente riesgo para todas las partes
involucradas.
Todo esto ha
ocurrido, por otra parte, en una circunstancia en la que el mundo no atraviesa
por una época de cambios, como quisieran los liberales, sino por un cambio de
épocas, que es lo que más temen los conservadores. Lo que ocurre en Panamá, en
efecto, forma parte de los procesos de desintegración -y de la formación
de opciones de re-integración- que recorren el sistema mundial, en cuyo marco
todas las sociedades del planeta avanzan a tientas, sin columna de fuego que
las guíe a través del desierto de la crisis.
Así las cosas, lo
sensato sería encarar los desafíos que nos plantea el futuro de un modo que nos
permita encaminar los cambios que ya están en curso hacia la transformación de
la sociedad que hemos sido en la que queremos llegar a ser. Y esto obliga, en
primer término, a pensar con orden -que
siempre es más difícil que morir con honra- en la tarea de comprender y encarar los cambios acumulados a lo largo del
proceso de transición del Estado semicolonial al plenamente soberano, que
incluyen, por ejemplo:
1. El paso de una economía de enclave,
articulada a un canal vinculado a la economía interna de los Estados Unidos, a una distinta y más compleja, rápidamente
transnacionalizada, que hoy se estructura como una plataforma de servicios globales
en pleno desarrollo, y un mercado de servicios ambientales en proceso de
formación.
2. La incorporación a la vida nacional de
nuevos sectores emergentes –desde corporaciones transnacionales hasta
movimientos indígenas y campesinos, de trabajadores urbanos y de profesionales
de capas medias-, que se combina con la declinación de actores tradicionales de
gran influencia ayer apenas, como las organizaciones empresariales, cívicas,
sindicales y políticas forjadas en la segunda mitad del siglo XX.
3. El paso desde una sociedad de fuertes
valores rurales y estrechos vínculos entre los sectores populares
y capas medias profesionales de origen reciente, a otra de carácter urbano, de gran desigualdad estructural y
precarios niveles de organización.
4. El paso de los pobres de la ciudad y el
campo, y de amplios sectores de capas medias empobrecidas, desde la situación de aceptación más o
menos pacífica de su condición de marginalidad hacia otra de creciente voluntad
y capacidad para reclamar mejores condiciones de vida.
5. La creciente vinculación de nuestros
movimientos sociales a la vida política de la región, que
va dejando atrás un prolongado período de aislamiento parroquial y abre
posibilidades inéditas de aprendizaje y maduración política a una población que
se caracteriza en su bajísimo nivel de organización, y su alto nivel de
dependencia de los peores hábitos del clientelismo político.
6. Una crisis de identidad que
expresa, en primer término, el agotamiento de la autoridad moral y cultural de
los viejos grupos dominantes, y se acentúa con el ingreso a la vida activa de nuevas
generaciones de jóvenes que han crecido y maduran en el proceso de transición,
sin más referencia al pasado que la que puede brindarles un sistema educativo
hace tiempo agotado, y las mitologías cívicas de las que participan sus
mayores.
Estos cambios, sin
embargo, no se traducen todavía en un verdadero proceso de renovación de la
sociedad panameña y su Estado. Señalan apenas el ingreso a un momento en
nuestra historia en el que se inicia un proceso de transformación que, al menos
en sus primeras fases, será por necesidad lento, contradictorio y de apariencia
errática.
De momento, y en
ausencia de un liderazgo histórico capaz de conducirlo, ese proceso ha dado
lugar a un fenómeno de apariencia aberrante: la formación de un gobierno cada
vez más fuerte y un Estado cada vez más débil, como se aprecia en hechos que
van desde el debilitamiento de la capacidad de gestión pública de los
organismos a cargo de la atención a demandas sociales masivas, como las de
educación, salud y seguridad social, y la creciente militarización de la fuerza
pública, en curso desde mediados de la década de 1990, hasta la decisión de
proteger a la operación del Canal de los riesgos que genera el deterioro de la
sociedad a la que debe servir, reconociendo en la práctica que ese deterioro
puede ser administrado, en el mejor de los casos, pero no revertido en el marco
del ordenamiento estatal y social vigente.
En un tiempo así,
el problema mayor que debemos encarar consiste en crear las condiciones que
hagan posible lo que va siendo percibido como necesario por sectores cada vez
más amplios de nuestra sociedad, cada uno desde su propia perspectiva de
interés: esto es, el interés general de la nación que emerge en el siglo XXI, a
partir de la descomposición de la que se forjó en la lucha contra el
colonialismo a lo largo del siglo XX.
Ese interés, como
sabemos, es el de los grupos sociales fundamentales de nuestra sociedad en
superar un conjunto de obstáculos a su propio desarrollo que afloran en ese
proceso de descomposición, desde la ausencia de control de la gestión pública
por parte de la ciudadanía hasta las limitaciones legales y prácticas al
derecho de los trabajadores a la organización, pasando por las condiciones de
desamparo en que se encuentran los productores nacionales, y por aquellas otras
que fomentan el saqueo del patrimonio natural de la nación y, en particular, de
sus pueblos originarios.
Frente a todo
esto, podemos tener motivos de optimismo bien fundados. Nosotros, los
panameños, hemos sido capaces en el pasado de encarar con éxito desafíos de tan
extraordinaria complejidad como la negociación de los tratados Torrijos Carter,
que pusieron fin tanto al enclave colonial norteamericano en Panamá, como a la
condición semicolonial de nuestro Estado. Trabajar
con la gente, y desde ella, será la mejor manera de vincular entre sí las
iniciativas que ya están en marcha en el país, y de proporcionarles la
orientación que les permita contribuir a establecer en Panamá un Estado capaz
de representar y ejercer el interés general de la nación en este momento de su
historia.
Pausa (que no
conclusión)
Al cerrar la nota
de su cuaderno de apuntes sobre los tiempos de ebullición que le había
correspondido vivir, se preguntaba Martí: “¿Se unirán en consorcio urgente,
esencial y bendito, los pueblos conexos y antiguos de América? ¿Se dividirán,
por ambiciones de vientre y celos de villorrio, en nacioncillas desmeduladas,
extraviadas, laterales, dialécticas…?” La nuestra es, justamente, la última de
aquellas nacioncillas, que por su propio esfuerzo –y a pesar de las conductas a
menudo “desmeduladas, extraviadas, laterales” de sus propios dirigentes– ha
sabido llegar a las vísperas de su plenitud.
Alcanzar esa
plenitud, ejercerla y disfrutarla en la construcción de una vida justa y buena
para todos es, sin duda, el más importante desafío que encaran hoy los hombres
y mujeres de cultura de mi tierra. Para nosotros, ha llegado el momento de
poner en imperativo el himno de la nación que fuimos, para anunciar que si deseamos un país distinto, debemos crear
un sociedad diferente. Identificar esa diferencia, y las formas de
construirla y ejercerla con todos y para el bien de todos los que aspiramos a
vivir en una patria libre, equitativa y efectivamente soberana, es la tarea más
compleja que encaran hoy los panameños. Diga entonces el himno del país
que viene:
“Alcancemos
por fin la victoria,
en el
campo feliz de la unión.
Con
ardientes fulgores de gloria,
se
ilumine la nueva nación.
Es
preciso quitar todo velo,
del
pasado, el calvario y la cruz.
Y que
alumbre el azul de tu cielo,
de
justicia la espléndida luz.”