Andreas Boueke
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Al padre Javier Arteta le importa
que su iglesia este abierta para la juventud.
Desde el principio
del siglo la mayoría de países latinos ha logrado avances significativos en su
desarrollo económico y social. El panorama en Guatemala es diferente. Aquí no
se ha logrado cumplir con los objetivos de desarrollo en cuanto a temas como la
mortalidad infantil, la desnutrición o la pobreza extrema. La violencia cotidiana
está frenando el desarrollo, especialmente en los barrios marginales de los
centros urbanos. En muchos de estos lugares hay una presencia de la Iglesia
católica.
Faltan pocos
minutos para el inicio de la misa dominical en la iglesia San José. Varias mujeres
todavía se esfuerzan en decorar las paredes con flores. Unas trescientas
personas están sentadas en sillas de plástico. Varios hombres visten trajes
formales y unas mujeres se pusieron vestidos elegantes, algo de joyería y
bastante maquillaje. Pero varios fieles tienen puesto zapatos empolvados, lo
que revela su caminata a través de senderos que inician en las profundidades de
los barrancos. Tuvieron que ascender desde su covacha para llegar a la iglesia
católica de La Comunidad, un poblado que se encuentra en el Sur de Mixco. La
mayoría de los 100 mil habitantes son migrantes internos del área rural que se
asentaron durante los últimos 20 años.
El sacerdote
Javier Arteta llegó hace nueve años. Desde entonces no ha logrado inspirar
mucha esperanza en su congregación. Sabe que hablar de un futuro mejor sería
mentira. “Estamos en una zona roja donde la violencia es constante. Tengo que
hacer demasiados funerales de jóvenes asesinados. Llego en la noche y rezo con
la gente, ¿qué más puedo hacer?”.
El padre Javier
tiene acceso a información exclusiva sobre el futuro. A través de la confesión
logra conocer el estado de ánimo de la generación joven. “Ellos están
envenenados. Cuando los niños de primera comunión se confiesan, se notan sus
rencores. Están afectados profundamente porque sus familiares fueron
asesinados. Quizás uno los mira jugando fútbol como si nada, pero ahí hay algo
que no sana. La violencia es como un cáncer. Trato de ayudarles, pero no es
fácil. Cuando llegan a los 15 años, el rencor aflora y empiezan a tomar una
pistola. Hay que tratar de ayudarlos para que se calmen, para que puedan asumir
el dolor y superarlo. No sé qué otra cosa podemos hacer”.
El sacerdote no se
preocupa mucho por su propia seguridad. “Tengo 74 años. Ya no voy a trabajar en
otra congregación. No tengo nada que perder. Pero cuando matan a estos jóvenes
se pierden vidas enteras. ¿Quién sabe qué cosas podrían haber logrado en sus
vidas?”.
El padre Javier no
cree poder cambiar la situación, pero está contento con su trabajo en La
Comunidad. “Aquí la iglesia es pobre, vive pobremente. El arzobispo vive
pobremente. Muchos sacerdotes van a pie, a veces van en bus. No tenemos muchos
medios.”
El
papel de la Iglesia
En el año 2000,
las Naciones Unidas acordaron metas de desarrollo del milenio, incluyendo la
lucha contra la pobreza extrema y la reducción de la mortalidad infantil.
Guatemala es considerado uno de los países con menos avances en el desarrollo.
Aquí no se cumplió con el 60 por ciento de las metas del milenio. Pero Javier
Arteta está orgulloso de algunos éxitos en su congregación. Por ejemplo, el
desayuno nutritivo que se entrega a doscientos niños.
“El padre Javier
hace mucho”, dice Ninfa Alarcón, la coordinadora del programa de los derechos
infantiles de la ODAH. “Me gusta que tenga un espacio abierto para la
comunidad. En su congregación hay vida”.
La activista ha
dado talleres a las mujeres y los jóvenes de la parroquia San José. “Pero claro
que se puede hacer más”, insiste. “La Iglesia tiene un nivel de influencia
fuerte en las comunidades, en las familias. Por ejemplo, puede orientar en
contra del maltrato infantil. Los chiquitos son golpeados, maltratados en el
mismo entorno donde deberían estar protegidos. Hay abuso sexual por parte de
padrastros, tíos, abuelos, papás incluso. La Iglesia debe abordar estos temas”.
Consuelo
para las víctimas
Uno de los
catequistas más activos de la parroquia es César Puac. Un hombre delgado que se
tomó la tarea de apoyar a aquellos fieles que están pasando por una fuerte crisis.
“Aquí hay mucha extorsión”, dice. “Esto resulta en secuestros y asesinatos.
Personas mueren porque decidieron abrir una tienda o algún comercio”.
César Puac parece
cansado, pero todavía logra juntar el ánimo para confrontarse con el
sufrimiento de su prójimo. “Hoy voy a visitar a una madre que está de luto por
la muerte de su hijo”.
Doña Aura vive con
su hija de 15 años en una casa de lámina junto a otras cinco familias. Tuvo
cuatro hijos. Hace un mes mataron a Miguel, su hijo de 21 años. “De primero
murió mi esposo de enfermedad”, relata. “Después murió mi bebé de tres meses y
ahora mi hijo. Ya es el segundo. Mi hijo mayor fue asesinado cuando tenía 20
años”.
¿Cómo es posible
que una madre pueda superar tantos golpes del destino? ¿Cómo logra levantarse
cada día para ir a trabajar? César Puac tiene una respuesta: “No hay de otra”.
El catequista
reconoce que tales historias todavía le impactan. “Uno quisiera hacer más,
apoyar económicamente y también con el corazón. Yo entiendo lo que ella siente.
Mi familia pasó por lo mismo cuando mataron a mi sobrino”.
Ante tanto dolor,
el psicólogo Marco Antonio Garavito se preocupa por los fundamentos éticos de
la sociedad guatemalteca. “Cuando vivimos tales experiencias, todos los seres
humanos pasamos por un proceso de duelo. En el caso de Guatemala este proceso
se ha acelerado. Hay que vivir duelos rapiditos, porque ya vienen muchas
pérdidas más. No puedes poner un duelo encima del otro”.
El Director de la
Liga de Higiene Mental opina que la Iglesia católica no tiene suficiente
capacidad moral para contrarrestar esto. “Históricamente la Iglesia fomentó la
tolerancia hacia la frustración. Te dice que el reino del cielo es tuyo, aunque
aquí en el mundo vives la peor pobreza. Esta idea ha generado un concepto de
fatalismo en la población pobre de toda América Latina. La gente acepta la
pobreza porque supuestamente Dios así lo planteó. Dice: Es mi cruz, pero en el
cielo voy a estar feliz”.
Esas críticas no
le preocupan al padre Javier. Sigue su camino con pasos pequeños. En sus
prédicas habla de la importancia de educar sin violencia. Pero sabe que esos
mensajes no son suficientes para realmente cambiar la situación en La
Comunidad. “Yo no veo ninguna solución. Hacemos lo que podemos”.
Muchas veces el
sacerdote se encuentra con que no hay padre de familia en las casitas más
humildes. Hace poco visitó a una mujer que recoge chatarra para poder darles de
comer a sus tres hijos. “Tratamos de meter los niños a la escuela para que no
resulten ser delincuentes. Les damos ropa, comida. En La Comunidad hay
alrededor de diez mil familias en condiciones similares. Pero bueno, quizá
podemos apoyar a tres familias. Ya es algo”.