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La compasión crece
en el país, conmovido por la tragedia de más de 290 muertos en Mocoa. Niños y
niñas que esperan a las mamás que no llegarán nunca. Jóvenes y adultos raspados
y fracturados, que lloran porque el agua les arrebató a hermanas e hijos.
Mujeres que tratan de sacar la nevera y el armario retenidos por el lodazal.
Multitudes en el cementerio que aguardan la identificación de cadáveres.
Piedras inmensas que testimonian la fuerza del torrente que sepultó 17 barrios.
Todos nos sentimos
llamados a responder con la fraternidad que nos hace nación. La solidaridad ha
llevado a que en Bogotá, Medellín, Cali y las demás ciudades, familias y grupos
de iglesia, empresarios y empleados, universitarios y escolares, taxistas y
comerciantes, católicos, cristianos y humanistas hagamos una sola comunidad de
ciudadanos con los indígenas, campesinos y pobladores de Putumayo. Su
sufrimiento es nuestro. Por eso siguen aumentando las donaciones de sangre,
alimentos, agua, frazadas y dinero, desde todos los estratos sociales.
El presidente Juan
Manuel Santos y su esposa pernoctan en la ciudad destruida. Su presencia
ratifica que ganamos claridad en el sentido de las prioridades: primero la
gente. Sí, primero que la política, que las empresas y las agendas sociales.
Primero las víctimas que el culto religioso. Hemos visto al ejército entregado
a rescatar y proteger la vida de los compatriotas con su experiencia,
disciplina y aviones. La policía ha ido hasta el heroísmo en el joven
patrullero que, salvando a otros, dejó la vida empalizada entre troncos. Allí
han sido incansables religiosas y voluntarias que pasan desapercibidas, la Cruz
Roja Nacional, los bomberos de Cali y muchos otros, incluidos colaboradores
internacionales.
En medio de la
angustia, impresiona la madurez en la fe cristiana de los sobrevivientes. La
confianza de que Dios está con ellos, compartiendo su dolor; la gratitud para
celebrar la vida recobrada en medio de pérdidas descomunales, y la fuerza para
mantener la esperanza.
La solidaridad y
la sabiduría que emergen nos ayudan a volver a creer en nosotros y nos obligan
a ser responsables. Para que la tragedia no vuelva a ocurrir en el Putumayo ni
en ningún lugar del país. Y para esto tenemos
que cambiar nuestro comportamiento con el pueblo y con la naturaleza.
Las víctimas que
habitaban las márgenes peligrosas de los ríos Mulato y Sangoyaco se asentaron
en esos barrancos porque allí no tenía precio el suelo, pues carecían de dinero
y de crédito para vivir en otra parte. No
son pobres, sino empobrecidos por la guerra interminable que los desplazó y
por las injusticias y exclusiones de la sociedad que hemos creado; como si la
economía de mercado estuviera condenada a ser una máquina de egoísmos,
desigualdad y exclusiones.
La montaña, por su
parte, se rompió por las lluvias sorpresivas del cambio climático. Pero también
por lo que hemos hecho deforestando las selvas, hasta obligar a que las aguas
bajen por los cerros como por un tejado, arrancando piedras y árboles que
revientan en avalanchas. Por eso, nuestros ríos botan al mar diariamente más de
un millón de toneladas del suelo de Colombia. Y los lodos sedimentan los cauces
y las ciénagas, haciendo que las aguas sin reposo ni profundidad pasen
enfurecidas haciendo desastres en el Magdalena y en el Cauca.
Si queremos que
las tragedias de avalanchas sean mínimas, paremos la desigualdad social y los
odios, que se vuelven guerra, y detengamos la deforestación.
¿Por qué no crear
400.000 empleos para recuperar los bosques de las cordilleras? Nos darían
montañas sin riesgos, aguas tranquilas, peces por millones y el acrecentamiento
del capital natural, en el que Colombia aventaja a casi todos los países de la
Tierra.