José Mª Castillo
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Recordamos aquí a Alberto
Iniesta. Y la Iglesia que él quiso y que nosotros necesitamos. Pero este
recuerdo será acertado, si tenemos presente que recordamos a Alberto y su
gestión como obispo de Vallecas cuando estamos viviendo una “crisis” y una
“estafa”. Y hacemos este recuerdo cuando nos damos cuenta de que la crisis va
disminuyendo, pero la estafa no disminuye.
Además, lo peor del caso es
que no pocos de nuestros obispos dan la impresión de que o no se enteran de la
estafa que estamos soportando; o (lo que sería más grave) se enteran, pero, más
allá de algunas exhortaciones superficiales y genéricas, con las que algunos
prelados despachan un asunto de tanta gravedad, las preocupaciones apostólicas
de tales pastores –al menos por lo que dicen– parece que se centran en los
temas en los que ponen mayor énfasis: el sexo, la identidad de género, la
homofobia, el poder y los privilegios de la Iglesia, aunque estas cosas no se
digan nunca así, tal como son y tal como suenan.
Alberto Iniesta
Alberto Iniesta ha sido,
sin duda ni exageración, uno de los hombres más ejemplares que hemos tenido en
España, en nuestra reciente historia del siglo XX. Su proyecto de la Asamblea
de Vallecas, en marzo de 1975, cuando estaba agonizando la dictadura franquista
en nuestro país, fue una intuición que se adelantó a los sueños de democracia,
que, con dudas e indecisiones, los políticos y los clérigos de aquellos años
gestionaron, en la transición que desembocó en la Constitución del 78.
Dicho en pocas palabras, la
Asamblea de Vallecas fue, no sólo un “proyecto de Iglesia”. Además de eso, fue
un “proyecto de sociedad”. Una sociedad en la que el pueblo toma la palabra. Y
toma, sobre todo, la capacidad de
decidir. Para resolver los problemas más graves que nos afectan a todos los
ciudadanos. Sobre todo, los problemas que nos impiden ser ciudadanos libres,
que viven en una sociedad igualitaria y justa.
Conocí a Alberto Iniesta en
abril de 1971. En aquel abril, antes de la “Asamblea Conjunta
Obispos-Sacerdotes”, se celebró en Ginebra un Encuentro de los Consejos
Presbiterales de Europa, en el que participaron más de doscientos sacerdotes.
La representación española, presidida por el entonces obispo de Málaga, Angel
Suquía, estaba compuesta por un grupo de sacerdotes, entre los que estábamos
Alberto Iniesta y yo. Y precisamente a Iniesta y a mí se nos encargó hacer y
presentar la ponencia sobre la Iglesia que estábamos necesitando. Un trabajo
que tuvimos que hacer en pocos días. Fue entonces cuando quedé impresionado por
la genialidad, la humanidad y la profunda espiritualidad de Alberto Iniesta. Un
hombre que sólo quería el bien de la Iglesia, para bien de la sociedad.
Así las cosas, lo que más
me impresionó, en mis muchas horas de convivencia y conversación con Alberto
Iniesta, en Madrid, en Ginebra, en octubre de 1971 (en Roma), en el Sínodo
Mundial de Obispos, cuyo tema fue el “sacerdocio” y “la justicia en el mundo”,
lo que más me impresionó –repito– fue la convicción más firme, que tenía
Alberto Iniesta: la Iglesia necesita, de forma apremiante, una reforma a fondo.
No se trata de una “reforma doctrinal”, sino de una “reforma de vida”, en la “gestión del gobierno” y en la “participación
del pueblo” en la toma de decisiones.
Como era de esperar –y de
temer–, ni el sistema religioso del Vaticano, ni el sistema político de Franco,
podían permitir el planteamiento pastoral, participativo y democrático de
Iniesta. En consecuencia, sucedió lo que era de temer. A última hora, en
vísperas de la Asamblea de Vallecas, de Roma vino la prohibición de darle a la
Iglesia aquel nuevo giro, que era el primer paso de una reforma y una
renovación a fondo, no sólo de la Iglesia, sino igualmente de la sociedad [1].
Además, todo aquello se
ejecutó de la forma más tajante y (yo añadiría que también) más cruel que se
podía ejecutar. Alberto Iniesta fue llamado urgentemente a Roma. Y –por lo que
después se pudo saber-, a Iniesta, no sólo se le prohibió, de forma terminante,
la celebración de la Asamblea, sino que además el bueno de Alberto fue (y se
sintió) ofendido y humillado por el cardenal prefecto de la congregación de obispos.
Ofendido y humillado hasta el extremo de verse hundido e incapacitado, durante
años, en un monasterio cisterciense, a donde se retiró para superar su profunda
depresión. Hasta que ya, en edad de jubilación, regresó a su diócesis de
origen, Albacete, para terminar sus días en paz, estudio y oración.
La Iglesia que necesitamos: volvamos al
origen
¿Qué Iglesia quiso Alberto
Iniesta? ¿Por qué la Iglesia, que quiso Alberto Iniesta, resultó ser
intolerable, absolutamente inaceptable, para el sistema político de una
dictadura y para el sistema religioso del Vaticano?
La respuesta fácil,
convencional, que tienen estas preguntas, es conocida. Y es, por eso, la
respuesta que siempre damos. La Iglesia, que se buscaba mediante la Asamblea de
Vallecas, en marzo de 1975, no cabía, no pudo caber o encajar en el régimen
dictatorial del franquismo, ni en el Código de Derecho Canónico de la
Iglesia Católica. Por eso, aquello tuvo el final que tuvo. El fracaso de un
proyecto que muchos añoramos.
¿Es posible en este momento
volver a intentarlo? Hay que hacerlo. Pero va a necesitar tiempo y paciencia.
Después de 30 años, bloqueando la renovación que inició el Vaticano II, la
Iglesia está viviendo una situación de desconcierto. ¿Por qué este
desconcierto? Cuando tenemos un papa, Francisco, que quiere limpiar el papado
de la pompa y el hieratismo que nunca quiso Jesús, el boato y la mentira que
condena el Evangelio, en esta situación, un sector señalado del episcopado, en
lugar de alegrarse y unirse al papa Francisco, lo que están haciendo quienes se
han vinculado a ese sector de cardenales, obispos y clérigos es poner
dificultades al papa. Y así, aumentar el desconcierto en determinados sectores
de la Iglesia.
¿Qué hacer, estando así las
cosas? Vamos a ir derechamente al origen. Y a lo más original de la Iglesia. Todo
comenzó, como sabemos, con el anuncio, que realizó Jesús, de la “Buena
Noticia”, es decir, la llegada del Reinado de Dios [2].
Es verdad que quien fundó y gobernó las primeras “asambleas” cristianas (“ekklesiai”)
fue Pablo. Pero también es verdad que, si Pablo pudo fundar y gobernar aquellas
“iglesias”, lo hizo porque antes que él y su experiencia en el camino de
Damasco, había existido Jesús de Nazaret, su mensaje, su forma de vida y su
muerte en una cruz.
La “fe” y el “seguimiento”
Si el origen primitivo de
la Iglesia se analiza detenidamente, lo que llama la atención, en este proceso
incipiente de “fundación” de la Iglesia, es que los evangelios (especialmente
los sinópticos) no ponen en, el centro de este origen primero de la Iglesia, la
“fe” (“pistis”, “pisteuo”) de los discípulos de Jesús, sino el
“seguimiento” (“akoloutheo”) que aquellos discípulos aceptaron para
compartir su vida con la vida que llevó Jesús. Baste pensar que, en los
evangelios sinópticos, mientras que la fe se elogia 36 veces, del seguimiento
de Jesús se habla 56 veces. O sea, el “seguimiento” aparece 20 veces más que la
“fe”.
Pero lo importante no es la
cantidad de veces que se menciona la fe o el seguimiento. Lo elocuente, en este
asunto capital, es la significación relevante que los relatos evangélicos le
dan al seguimiento de Jesús. Y lo que ese seguimiento representa en la vida. En
efecto, según los sinópticos, cuando Jesús empezó a reunir el primer grupo de
discípulos y las primeras multitudes de gente, que se iban con él y le
escuchaban, en ningún relato se dice que Jesús les propusiera el tema de la fe,
como pregunta, como exigencia, como condición para estar con él, para vivir el
proyecto que él les presentaba. Y menos aún. En ninguna parte dicen los evangelios
que la fe fuera la condición para estar con Jesús o para ser discípulo suyo.
Esto necesita alguna
explicación. En los evangelios sinópticos, se habla de la fe en los relatos de
curaciones, cuando Jesús resuelve las situaciones de sufrimiento de enfermos o
personas excluidas. A estas personas, Jesús les dice siempre lo mismo: “tu
fe te ha salvado”, es decir, “tu fe te ha curado”. Es la fe-confianza, la
fe de quienes se fían de Jesús, viendo en él la solución del sufrimiento de
este mundo. Y es importante caer en la cuenta de que esto es así, según los
evangelios, incluso en los casos de personas que, sin duda, tenían otra
religión y otras creencias, como ocurrió con el centurión romano (Mt 8:5,13
par), con la curación de la mujer cananea (Mc 7:24-30 par) y en la sanación del
leproso galileo (Lc 17:11-19) [3].
Sin embargo –y en contraste
con lo que acabo de indicar-, lo que la teología no ha tenido debidamente en
cuenta es que, cuando los evangelios afrontan el problema fundamental de quienes
pueden o no pueden estar con Jesús, la clave de la respuesta a este problema es
el “seguimiento” de Jesús, tanto para los “discípulos” (Mc 1:16-20; Mt 4:12,17;
Lc 4:14-15), como para el “pueblo” (“óchlos”) (Mt 4:25; 8:1).
Por eso, lo primero que
hizo Jesús fue llamar a los discípulos al seguimiento (Mc 1:16-20; Mt 4:12-17;
Lc 5:11; cf. Jn 1:37-43). Jesús no empezó por pedir a aquellos hombres una
“profesión de fe” o la aceptación de un “credo”. No. Lo primero fue una
palabra: “sígueme”.
Ahora bien, si esto
efectivamente es así, queda patente lo que con tanta lucidez dijo Juan Bautista
Metz: “Sólo siguiendo a Cristo saben los cristianos a quién se han confiado y
quién los salva”. Lo que, a su vez, significa algo que es mucho más fuerte: “El
saber cristológico no se constituye ni se transmite primariamente mediante
conceptos, sino en los relatos de seguimiento” [4].
Esto significa algo que seguramente jamás hemos pensado: a Jesús y su
Evangelio, no lo conocemos –ni nos relacionamos con él– mediante creencias o
actos religiosos, sino siguiendo a Jesús.
Es decir, a Jesús lo
conocemos en la medida en que abandonamos todo lo que sea necesario abandonar,
para poder compartir la forma de vivir, las convicciones y el proyecto de vida
de Jesús. Baste recordar que, según los evangelios, Jesús sólo pronuncia una
palabra: “Sígueme” (“akolouthei moi”) (Mc 2:14 par). Esto es todo
(Bonhoeffer). Es lo que le dijo Jesús a un “publicano”, un pecador, un hombre
de vida escandalosa. Un hombre al que Jesús no le preguntó si “creía” o “no
creía”. Ni “en qué creía”. Ni si “se arrepentía” de su mala vida. A Jesús, por
lo visto, no le interesaba nada de eso que tanto les suele interesar a los
confesores, a los predicadores.
Pero hay más. Cuando Jesús
llama a alguien para que le siga, Jesús no propone “para qué” llama, ni
presenta un determinado “proyecto”, un “ideal”, un “programa” de vida, unas
“condiciones” [5].
Incluso algo más fuerte: según los relatos de las llamadas al “seguimiento” (Mt
8:21-22; Lc 9:59-60; Mc 10:17-22; Mt 19:16-22; Lc 18:18-23), Jesús exige el
“despojo total”. O sea, “abandonar toda seguridad” o condiciones de seguridad
en la vida: ni familia, ni dinero, ni trabajo fijo, ni vivienda, ni despedirse
de la propia familia, ni siquiera enterrar al propio padre (Mt 8:22) [6].
¿Significa esto que ser
cristiano (o pertenecer a la Iglesia) equivale a convertirse en un “carismático
itinerante”? ¿Tiene que ser la Iglesia “un movimiento de auto-marginados”? [7].
Quienes intentamos seguir a Jesús, por eso mismo, ¿no tenemos más remedio que
vivir según las pautas de una “conducta desviada”? [8].
¿Esto es posible y recomendable?
Jesús solo, como “seguridad”
Aquí tocamos la cuestión
capital. No sólo para entender el Evangelio. Además de eso, para entender la
Iglesia. Me explico: Es evidente que lo que Jesús exige, cuando le dice al que
pretende ser creyente: “Sígueme”, en realidad lo que le dice es que
abandone su casa, su familia, su trabajo, su dinero, sus observancias
religiosas (hasta la cima de tales observancias, el entierro del propio padre).
Y todo esto, sin ofrecerle, al que es llamado, ni un programa, ni un proyecto,
ni una misión, ni unas condiciones, nada.
¿Qué significa esto? ¿Es
esto razonable o realizable? Si somos consecuentes con la llamada de Jesús a
“seguirle”, sólo una cosa queda en pie,
en la vida del que es llamado: “Jesús solo”. Y esto, ¿qué significa y qué
representa?
Lo que está aquí en juego
es el problema de la “seguridad” en la vida. Sin pensarlo, tantas veces;
sin darnos cuenta de lo que más nos angustia y más deseamos, en el fondo,
siempre tenemos planteado el problema de nuestra seguridad en la vida. La casa,
la familia, el dinero, la profesión, el prestigio, la salud, el estatus social,
la institución a la que pertenecemos, la política, el derecho, la economía, las
relaciones que mantenemos con los demás, la religión…. Todo eso es un conjunto
de cosas tan importantes, porque nos dan seguridad en la vida. O, si no tenemos
esas cosas, nos sentimos en la inseguridad y en la soledad. Esto nos suena a
patético, por el miedo que nos provoca.
Esto supuesto, la
insistencia de Jesús en el llamamiento a “seguirle” nos viene a decir que
CREEMOS EN JESÚS SI PONEMOS SÓLO EN JESÚS NUESTRA SEGURIDAD. En definitiva, si
ponemos nuestra absoluta “seguridad (Sicherheit) y alivio” (Geborgenheit)
[9]
en la convicción de que estamos con Jesús, vivimos con él y como él. Porque
sólo cuando nuestra vida se proyecta así, entonces es CUANDO SOMOS
VERDADERAMENTE LIBRES. Y es que, en el
fondo, el problema que nos plantea el Evangelio es el problema de la libertad.
Por esto Jesús insiste en
la libertad ante la familia, ante el poder, ante el dinero, ante la religión.
Jesús insiste en la libertad en estas situaciones y ante estas realidades, no
porque estas cosas –como es lógico– sean malas, sino porque estas cosas tienen
tanta presencia y tanta fuerza en nuestra vida, que nos limitan o hasta nos
privan de la libertad.
El fondo del problema
Estamos tocando el fondo
del problema más grave y más apremiante, que tiene que afrontar la Iglesia. Es
el problema que era patente cuando Alberto Iniesta convocó la Asamblea de
Vallecas. Y bien sabemos la dura respuesta que Iniesta tuvo que soportar, tanto
del poder político, como del poder religioso. ¿Por qué ambos poderes son tan brutalmente
intolerantes en situaciones como la que presentó Alberto Iniesta?
Porque, para los poderes
que dominan y sostienen el sistema que nos rige, es determinante mantener la
desigualdad. Una desigualdad que potencian, mantienen o consienten los poderes
económicos, los poderes políticos, los poderes jurídicos y los poderes
religiosos. De ahí, entre otras cosas, los “silencios sociales” [10],
que mantienen estos poderes en las cuestiones más determinantes de las
desigualdades.
Todos estos poderes están
inter-determinados de tal forma que, para que sigan funcionando con la eficacia
que a ellos les interesa, esa eficacia no se consigue sino a base de producir y
potenciar las desigualdades. Sean cuales sean las teorías, que cada cual tenga
o defienda, para mantener los intereses de los que mandan, no hay más remedio
que mantener las desigualdades económicas, políticas, jurídicas y religiosas.
Por ejemplo, en economía:
casi la mitad de la riqueza mundial está en manos solo del 1 por ciento de la
población. En política, la cosa resulta patente cuando es un hecho que el
hombre políticamente más poderoso del mundo es Donald Trump. En
derecho-justicia, no hay que dar muchas explicaciones después de lo que estamos
viendo y viviendo en España con motivo del comportamiento de determinados
tribunales y sus jueces, de acuerdo con lo que les permite el vigente derecho
penal o procesal. En religión, lo más fuerte es la violencia, el terrorismo, y
en la Iglesia católica, el vigente Código de Derecho Canónico, que arrastra la
violencia totalitaria del medievo hasta los tiempos actuales, cuando ya nos
gloriamos de vivir en la “tercera Ilustración”.
Pues bien, estando así las
cosas, todo esto nos ha llevado hasta una situación, que seguramente no podíamos
imaginar: cuando hemos alcanzado el progreso tecnológico y científico más
elevado, ahora precisamente es cuando vivimos en el mundo más inseguro. Estamos
destrozando el planeta Tierra, estamos matando o dejando que se mueran millones
de seres humanos cada año, hemos multiplicado el sufrimiento en el mundo, nos
sentimos amenazados por incontables peligros, son ya demasiados los jóvenes que
se ven sin futuro, los países más ricos levantan muros de separación, etc,
etc…..
La consecuencia, que
inevitablemente se ha seguido de este estado de cosas, es que a todos nosotros
–seguramente sin que nos demos cuenta de lo que nos pasa– nos han invadido dos
experiencias paralizantes y destructivas: la inseguridad y el miedo. Casi nadie
habla de esto a fondo. Casi nadie se atreve a pensar en serio lo que vive en su
más secreta intimidad. Pero sospecho que la inseguridad y el miedo son el peso
y la carga que todos llevamos a cuestas. Y son la causa inconfesable de “los
silencios sociales y otras artimañas” con las que, no sólo los poderosos nos
ocultan la realidad, sino igualmente con las que los débiles nos escapamos de
complicaciones y así perpetuamos la situación de sufrimiento en que vivimos.
La Iglesia que queremos y necesitamos
Ahora se comprende mejor la
Iglesia que queremos y la Iglesia que necesitamos. He explicado cómo nació
el primer germen de la Iglesia. Y en los evangelios consta que los relatos
del origen de la Iglesia son relatos de llamadas al seguimiento de
Jesús. Esto quiere decir que el “seguimiento” de Jesús es constitutivo del
ser mismo de la Iglesia. Como es igualmente constitutivo de la cristología.
Por otra parte, sabemos que
lo que destacan los relatos de “seguimiento” es la llamada al despojo de los
soportes fundamentales que nos dan seguridad: dinero, familia, trabajo,
instalación, estatus social, religión. Jesús pidió a aquellos hombres –los
primeros apóstoles– el “despojo total”. No por motivos de “ascética”, como lo
interpretaron los monjes a partir del siglo tercero. Menos aún, por el
“desprecio del mundo” y de todo lo que nos produce felicidad y disfrute de la
vida, como lo entendió la espiritualidad medieval. No para obtener la paz
personal e interior, el “Dharma”, según la tradición budista laica [11].
Lo que Jesús vio como
específico y determinante, para la Iglesia y para los cristianos, es la
superación del miedo y la inseguridad. Porque solamente así, podremos integrar
en nuestras vidas el “proyecto de vida” que llevó Jesús y nos exigió Jesús, si
es que queremos de verdad hacer presente el Evangelio en nuestra sociedad. Y
nunca tendríamos que olvidar los creyentes en Cristo que, por trazar el camino
que supera el miedo y la inseguridad, “Jesús aceptó la función más baja que una
sociedad puede adjudicar: la de delincuente ejecutado” [12].
Sin duda, a esto se refería
Jesús cuando les dijo, no solo a sus discípulos, sino “a todos” (Lc 9:23):
“Si uno quiere venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su
cruz y entonces me siga” (Mc 8:34; Mt 16:24; Lc 9:23). Hoy no es posible
interpretar estas palabras de Jesús como un llamamiento “para vivir en los
márgenes” [13]
de la vida y de la sociedad. Seguir a Jesús es cargar con su cruz. Pero, ¿qué
significa esto y qué es lo que exige?
En la sociedad de la
“corrupción” y la “desigualdad”, que genera el “miedo” y la “inseguridad”,
seguir a Jesús, creer en Jesús, vivir en la Iglesia, no es una exigencia de
heroísmos y singularidades que nos empujarían a tener que andar, como una
especie de fugitivos, por los márgenes de la vida, como excluidos sociales. No
se trata de eso. La exigencia de Jesús es enteramente razonable. Es lo que
tendría que ser lo común para todo ciudadano. Estamos hablando sencillamente de
“ser ciudadanos honrados y honestos, que cumplen con sus obligaciones
cívicas y, si es que en algo los cristianos se diferencian de los demás,
tendría que ser por su sensibilidad ante el sufrimiento y la desigualdad que
impone el desorden establecido”.
La Iglesia como factor de cambio
La Iglesia “que queremos y
necesitamos” es la gran comunidad de creyentes en Jesús, que produce este
proyecto de vida, lo cultiva, lo fomenta, lo mantiene. Pero aquí lo que importa
es entender bien lo que queremos decir cuando hablamos de “la gran comunidad”.
Es evidente que, en los
evangelios, la presencia y la importancia de los “Doce” (“discípulos” o
“apóstoles”) se destaca en la vida y en el proyecto de Jesús. Pero, tan cierto
como eso, es que, en la antigüedad tardía (en los primeros siglos de la
Iglesia), el cristianismo fue un factor de cambio decisivo. Un cambio, no sólo
religioso, sino también social. Además, esto se realizó no sólo por la doctrina
que enseñaban los obispos, sino sobre todo por la forma de vida que llevaron
los cristianos, en la crisis del imperio ya ante de Constantino (s. IV) [14].
¿En qué y por qué fue el cristianismo “factor de cambio”?
“Durante el siglo II e
incluso el III, el cristianismo aún era en gran parte (aunque con algunas
excepciones) un ejército de desheredados” [15].
Pero también es cierto que el cristianismo, además de sus promesas para la otra
vida y sus prácticas religiosas, poseía un sentido comunitario más fuerte que
todo cuanto ofrecían los otros grupos mistéricos de aquel tiempo, sobre todo
“por la forma común de vida, como acertadamente advirtió Celso” [16].
Sabemos con seguridad que,
en aquellos tiempos de miseria, escasez y hambre, la Iglesia ofrecía todo lo
necesario para constituir una especie de seguridad social: cuidaba de huérfanos
y viudas, atendía a los ancianos, a los incapacitados y a los que carecían de
medios de vida [17].
Y, más que nada, ofrecía un sentimiento de grupo que el cristianismo de
entonces estaba en condiciones de fomentar. La Iglesia consistía, sobre todo,
en comunidades de acogida en las que la gente se sentía protegida por derechos
que la sociedad no le ofrecía.
Hoy, cuando nos estamos
dando cuenta de que se puede salir de la “crisis” económica, manteniendo a
grandes sectores de la población en la “estafa” cruel de los que se ven
hundidos en lo más bajo de la desigualdad, comprendemos mejor lo que explicó
admirablemente el profesor E. R. Dodds.
Me refiero al horror del
sentimiento de desamparo que puede experimentar cualquier ser humano en medio
de sus semejantes. Debieron ser muchos los que experimentaron este desamparo,
en la antigüedad tardía: los bárbaros urbanizados, los campesinos llegados a
las ciudades en busca de trabajo, los soldados licenciados, los rentistas
arruinados por la inflación y los esclavos manumitidos. Para todas estas
gentes, el entrar a formar parte de la comunidad cristiana debía ser el único
medio de conservar el respeto hacia sí mismos y de dar a su propia vida algún
sentido. Y es que dentro de la comunidad cristiana se experimentaba el calor
humano y se tenía la prueba de que alguien se interesaba por nosotros, en este
mundo y en el otro [18].
Por esto, exactamente por
esto, el cristianismo fue un agente decisivo de transformación de la cultura y
de la sociedad. Los historiadores mejor documentados lo han dicho sin rodeos,
al explicar lo que representó “la caída del imperio romano”: “el cristianismo
fue en cierto sentido una fuerza igualadora y promotora de una progresiva
democratización. Insistía en que todo el mundo, con independencia de cuál fuera
su posición económica o social, tenía un alma y un valor parejo en el drama
cósmico de la salvación, y algunos de los textos evangélicos sugerían incluso
que las riquezas de este mundo podían constituir un obstáculo para la
salvación” [19].
La iglesia que humanizó el imperio,
hasta que ella misma se dejó corromper por la fuerza perversa de los poderes,
las riquezas y los privilegios, esa iglesia que queremos y necesitamos, fue la
gran comunidad que igualaba al pueblo, a la sociedad, a los ciudadanos. La iglesia
de los que no se daban por satisfechos con la fe cristiana, sino que, junto a
la fe y por la fuerza de aquella fe, vivían el seguimiento que Jesús exigió a
los apóstoles, a los discípulos y al pueblo en general, según los numerosos
relatos evangélicos que nos han conservado esta “memoria peligrosa”, que nos
resistimos a recordar. Y, sobre todo, la memoria que no soportamos actualizar,
hacerla viva y presente en esta Iglesia nuestra de hoy.
Conclusión
Mi conclusión es clara. Hay
dos maneras de entender la iglesia y de vivir en ella. La iglesia de la
“sumisión” y la iglesia de la “necesidad”. ¿Qué significan estas dos
maneras de entender y vivir la iglesia? Cuando lo importante y decisivo en la iglesia
es el “poder” de los que mandan, la iglesia no tiene más remedio que ser la iglesia
de la “sumisión”. Cuando lo importante y decisivo en la iglesia es el
“sufrimiento” del mundo y en el mundo, la iglesia no tiene más remedio que ser
la Iglesia de la “necesidad”.
La iglesia del “poder”,
somete a sus fieles. Eso es lo principal para ella. Y utiliza los grandes temas
de la teología para someter: la fe, los sacramentos, la muerte, el infierno, la
moral, la predicación, la liturgia, el derecho canónico, la catequesis, la
espiritualidad, todo sirve y es eficaz para tener a la gente sumisa. Y el
gobierno eclesiástico es un gran ejercicio de sumisión. Se somete el
pensamiento y la capacidad de pensar, se somete la voluntad y la capacidad de
decidir, se premia al sumiso, se castiga al desobediente. Y todo el gobierno de
la iglesia se organiza según este imponente tinglado de poder y sumisión.
La iglesia de la
“necesidad”, se afana, trabaja, lucha, por lo que más necesita la gente: palpar
y vivir que todos, siendo “diferentes” en los hechos patentes que vemos y
tocamos, sim embargo todos somos “iguales” en dignidad y derechos.
Porque la iglesia no se
gestó, ni nació, del poder, sino que se gestó y nació del Evangelio. El Evangelio
en el que leemos que lo más importante, para Jesús, no fue mantener e imponer
su poder, sino remediar el sufrimiento, responder a lo que más necesita la
gente, que es aliviar, remediar, suprimir sus muchos sufrimientos. Por esto,
Jesús curó a los enfermos, perdonó a los pecadores, alivió el yugo que nos
impone este mundo y sus leyes, no obligó nunca a nada, ni exigió obediencia a
nadie.
Sobre eta base, nació la iglesia.
Y desde esta base, Jesús nos enseñó, no sólo ni principalmente la importancia
de la fe, sino, junto a la fe y antes que la fe, el seguimiento de Jesús. Por
eso, la “iglesia de la sumisión” produce
esclavos. Mientras que la “iglesia de la necesidad” produce personas libres.
Teniendo siempre en cuenta
que solamente las personas verdaderamente libres pueden superar y vencer el
miedo y la inseguridad. Las dos grandes ataduras que nos impiden ser agentes de
cambio en esta sociedad nuestra, la sociedad de la crisis y la estafa. Lo que
nos empuja constantemente a los “silencios sociales” cómplices, que perpetúan
el sufrimiento que estamos soportando; y el que les espera a las generaciones
que vendrán después de nosotros.
A no ser que nos empeñemos,
con el poder del Espíritu y la luz del Evangelio, en recuperar la capacidad de
factor de cambio que caracteriza a la Iglesia de Jesús, el Mesías, el Señor.
[1] Un buen análisis de aquella prohibición y su significado, en Pastoral
Misionera, 3 (1975). El 27 de abril de aquel mismo año (1975), se celebró
en El Escorial, una asamblea en la que participaron más de 100 comunidades de
base para analizar el significado de la prohibición de la Asamblea de Vallecas.
Cf. R. Díaz Salazar, Iglesia Dictadura y Democracia, Madrid, Ediciones
HOAC, 1981, 282.
[6] Por influjo de los Jasidim y de los Fariseos, el último servicio a los
muertos había sido enaltecido a la cima de todas las buenas obras. Martin
Hengel, Seguimiento y Carisma. La radicalidad de la llamada de Jesús,
Santander, Sal Terrae, 1981, 21.
[7] Gerd Theissen, El Movimiento de Jesús. Historia social de una
revolución de valores, Salamanca, Sígueme, 2005, 35-37.
[11] Kotaró Suzuki, “El Buda histórico y el Buda eterno”: Teologías en
entredicho, Fundación UIMP (Universidad Internacional Menéndez Pelayo),
Campo de Gibraltar, 2011, 59-68.
[12] Gerd Theissen, El movimiento de Jesús. Historia de una revolución de
valores, Salamanca, Sígueme, 2005, 33.
[13] Warren Carter, Mateo y los márgenes. Una lectura sociopolítica y
religiosa, Estella, Verbo Divino, 2007, 499.
[14] E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia,
Madrid, Cristiandad, 1975, 173-179.
[15] E. R. Dodds, o. c., 175. Cf. Justino, Apol., II, 10. 8;
Atenágoras, Leg., 11. 3: Tácito, Orat., 32, 1; Min. Felix, Oct.,
8, 4; 12. 7; Orígenes, C. Celsum 1, 27. Aunque esto podía decirse
igualmente, en buena medida, de los paganos.
[17] Cf. Hendrik Bolkestein, Wohltätigkeit
und Armenpflege im Vorchristlichen Altertum, Utrecht, Ootoek, 1939. Y sobre todo, Allmecht Dihle, Die Goldene Regel, Göttingen,
Vandenhoet & Ruprecht, 1962, 61-71; 117-127. Cf. E. R. Dodds, o. c., 178, n. 109.