José M. Castillo S.
www.religiondigital.com/090417
Una de las cosas que quedan más
claras, en los relatos de la pasión del Señor, que la Iglesia nos recuerda en
estos días de Semana Santa, es el miedo que da el Evangelio. Sí, la vida de
Jesús nos da miedo. Porque, a fin de cuentas, lo que no admite duda alguna es
que aquella forma de vivir –si es que los evangelios son el verdadero recuerdo
de lo que allí pasó– llevó a Jesús a terminar sus días teniendo que aceptar el
destino más repugnante que una sociedad puede adjudicar: el destino de un
delincuente ejecutado (G. Theissen).
La muerte de Jesús no fue un
“sacrificio religioso”. Es más, se puede asegurar que la muerte de Jesús, tal
como la relatan los evangelios, fue lo más opuesto que, en aquella cultura, se
podía entender como un sacrificio sagrado. Todo sacrificio religioso, en aquel
tiempo, debía cumplir dos condiciones: se tenía que realizar en el templo (en
lo sagrado) y se tenía que hacer cumpliendo las normas de un ritual religioso.
Ninguna de estas dos condiciones se dio en la muerte de Jesús.
Más aún, Jesús fue crucificado, no
entre dos “ladrones”, sino entre dos “lestaí”, una palabra griega de la que
sabemos que se utilizaba para designar, no sólo a los “bandidos” (Mc 11, 17
par; Jn 28, 40), sino además a los “rebeldes políticos” (Mc 15, 27 par), como
advierte F. Josefo (H. W. Kuhn; X. Alegre). Por eso se comprende que, en su
hora final y decisiva, Jesús se vio traicionado y abandonado por todos: el
pueblo, los discípulos, los apóstoles… Aquello, de religioso, tuvo los
sentimientos del propio Jesús. Y sabemos que su sentimiento más fuerte fue la
conciencia de verse abandonado incluso por Dios (Mt 27, 46; Mc 15, 34). La vida
de Jesús aconteció de forma que acabó así: solo, desamparado, abandonado.
¿Qué nos viene a decir todo esto?
La Semana Santa nos viene a decir, en los textos bíblicos que leemos estos
días, que Jesús vino a poner en cuestión la realidad en que vivimos. La
realidad violenta, cruel, en la que se impone “la ley del más fuerte” frente a
“la ley de todos los débiles”.
Sabemos que Pablo de Tarso
interpretó el relato mítico del pecado de Adán como origen y explicación de la
muerte de Jesús, para redimirnos de nuestros pecados (Rom 5, 12-14; 2 Cor
12-14). Es la interpretación de la que echan mano los predicadores, que centran
nuestra atención en la salvación del cielo. Eso es bueno. Pero tiene el peligro
de desviar esa atención nuestra de la trágica realidad que estamos viviendo. La
realidad de la violencia que sufren los “nadies”, la corrupción de los que
mandan y, sobre todo, el silencio de quienes saben estas cosas y se las callan
para no perder su poder, sus dignidades y sus privilegios.
La belleza, el fervor, la devoción
de nuestras liturgias sagradas y de nuestras cofradías nos recuerda la pasión
del Señor. Pero, ¿nos pone en cuestión la durísima realidad que están viviendo
tantos millones de seres humanos? ¿Nos recuerda la vida que llevó a Jesús a su
fracaso final? ¿O nos distrae con devociones, estéticas y tradiciones que
utilizan la “memoria passionis”, el “recuerdo peligroso” de Jesús, para pasarlo
bien con buena conciencia?