Atilio A. Borón
www.atilioboron.com.ar/abril2017
Acosado por sucesivas derrotas en
el congreso –el rechazo a su proyecto de eliminar el Obamacare- y en la órgano
judicial, por el tema de los vetos a la inmigración de países musulmanes,
Donald Trump apeló a un recurso tan viejo como efectivo: iniciar una guerra
para construir consenso interno.
El magnate neoyorquino estaba
urgido de ello: su tasa de aprobación ante la opinión pública había caído del
46 al 38 por ciento en pocas semanas; un sector de los republicanos lo asediaba
“por izquierda” por sus pleitos con los otros poderes del estado y sus
inquietantes extravagancias políticas y personales; otro hacía lo mismo “por
derecha”, con los fanáticos del Tea Party a la cabeza que le exigían más dureza
en sus políticas anti-inmigratorias y de recorte del gasto público y, en lo
internacional, ninguna concesión a Rusia y a China.
Por su parte, los demócratas
no cesaban de hostigarlo. En el plano internacional las cosas no pintaban
mejor: mal con la Merkel durante su visita a la Casa Blanca, un exasperante
subibaja en la relación con Rusia y una inquietante ambigüedad acerca del
vínculo entre Estados Unidos y China. Con el ataque a Siria, Trump espera dotar
a su administración de la gobernabilidad que le estaba faltando.
Los frutos de su iniciativa no
tardaron en aparecer. En el flanco interno, el chauvinismo y el belicismo de la
sociedad y la cultura política norteamericanas le granjearon el inmediato apoyo
de republicanos y demócratas por igual. Quien antes aparecía como un peligroso
neofascista o un incompetente populista emergió de los escombros de la base
aérea de Al Shayrat como un sabio estadista que “hizo lo que debía hacer”.
Tanto la impresentable Hillary
Clinton como el anodino John Kerry no ahorraron elogios al patriotismo y la
determinación con que Trump enfrentó la inverosímil amenaza del régimen sirio,
a quien se le acusó, contra toda la evidencia, de haber utilizado el gas sarín
que días atrás produjo la muerte de al menos ochenta personas en un ataque
perpetrado en la ciudad de Jan Sheijun.
Mentiras. Fuentes independientes señalan
que esa macabra operación no pudo ser causada por Damasco sino por los
“rebeldes” amparados y protegidos por Occidente, las tiranías petroleras del
Golfo y el gobierno fascista de Israel. El área en donde se produjo la masacre
estaba bajo el control del Al-Nusra, rama de Al Qaida que Naciones Unidas y
EEUU habían calificado como terrorista.
En el 2013 el gobierno sirio firmó
su adhesión a la Convención para la Prohibición de Armas Químicas (OPAC) y tres
años más tarde el país fue declarado territorio libre de armas químicas. Así
reza el informe que esa organización elevó al Consejo de Seguridad de Naciones
Unidas. Claro está que una parte de ese arsenal pudo haber sido capturado y
escondido por Al-Nusra, facilitada esta maniobra por la debacle en que estaba
sumida Siria a causa de la guerra.
Pero al bombardear la base
aérea de Al Shayrat Washington destruyó al equipo y el arsenal militar que
presuntamente podría haber probado que fue el ejército sirio quien cometió el
crimen con el gas sarín. ¿Por qué destruir la evidencia que eventualmente
podría culpabilizar (o inocentizar) a Al-Assad, se preguntaba la vocera de la
cancillería rusa? Destruir pruebas es un delito, o por lo menos una actitud
sospechosa, sobre todo si se atiende a la inevitable pregunta que hace Günter
Meyer, director del Centro de Investigaciones del Mundo Árabe, con sede en
Maguncia, Alemania, y que reproduce un cable de la Agencia Deutsche Welle. En
cualquier película policial-asegura Meyer- cuando se investiga un crimen los
detectives se preguntan quién gana y quien pierde con lo ocurrido.
En este caso la pregunta tiene una
clara respuesta: "De semejante ataque con gas letal solo pueden
beneficiarse los grupos opositores armados” y (agrego por mi parte) sus aliados
en Occidente, a la vez que sólo puede perjudicarse el gobierno sirio. Entonces,
¿por qué cometería semejante crimen? ¿Puede Al-Assad ser tan estúpido? No
parece, porque de haberlo sido ya habría sido derrocado hace años.
Todas estas consideraciones fueron
soslayadas por Trump. Y en esto el outsider demostró no serlo tanto
porque siguió al pie de la letra el guión al cual se ajustaron los presidentes
que le precedieron, desde Bush padre a Barack Obama, pasando por Bill Clinton y
Bush hijo: atacar, invadir, ocupar naciones usando como pretexto un torrente de
mentiras y difamaciones –eufemísticamente llamadas “posverdad” por los infames
manipuladores de la opinión pública mundial- que persiguen justificar lo
injustificable.
Todos conocemos la historia de las
“armas de destrucción masiva” que supuestamente tenía en su poder Saddam
Hussein y que jamás se hallaron, ni antes de la destrucción del régimen ni
después. Pero la tragedia igual fue consumada a partir del 2003 porque la
mentira se había arraigado en la sociedad americana. Todo sabían, además, que
el único país de la región que las poseía era Israel, pero como es el gendarme
regional del imperio, eso es una nimiedad que se oculta cuidadosamente ante los
ojos de la opinión pública y que intencionadamente marginan de sus
análisis los más sesudos especialistas.
Con el ataque del viernes pasado
Washington violó, por enésima vez, la Carta de las Naciones Unidas demostrando
más allá de toda duda que el presunto “orden mundial” no es tal sino un brutal
e inmoral “desorden mundial” en donde rige la máxima bárbara del derecho del
más fuerte. Pero no sólo eso: Trump también violó la Carta de la OEA, que en su
Capítulo 2, inciso 9, dice textualmente que “los Estados americanos condenan la
guerra de agresión: la victoria no da derechos”. Sería bueno que el secretario general
de esa siniestra organización, Luis Almagro, tan preocupado por aplicar la
Carta Democrática a la República Bolivariana de Venezuela tomara nota de esto y
denunciara a Washington, con el mismo ardor con que enjuicia a Caracas,
por su agresión a Siria.
Ante la gravedad de la situación es obvio que Rusia no permanecerá de brazos cruzados: tiene en Siria una vital base naval en Tartus que le abre las puertas del Mediterráneo (y de ahí al Atlántico Norte) a su flota del Mar Negro anclada en Sebastopol y también una base aérea en Latakia. China e Irán también tienen intereses en juego en Siria y una Rusia cercada por tierra -con la OTAN estacionada a lo largo de toda su frontera occidental con lo que algunos observadores consideran como el mayor despliegue de fuerzas y equipos de toda su historia- y por mar si llegara a producirse la caída de Al-Assad.
En tal caso Moscú no tendría sino
dos alternativas: aceptar mansamente su sumisión a los dictados de Estados
Unidos, cosa que obviamente no está en el ADN de Vladimir Putin y que por lo
tanto jamás hará; o activar su poderoso dispositivo militar y aplicar
represalias selectivas intensificando su campaña en contra del ISIS creado y
protegido por Washington e, inclusive, adoptando una postura más activa en caso
de una nueva agresión norteamericana.
Cuesta pensar de otro modo cuando
se ataca a un país como Siria que, junto a Rusia, había logrado grandes éxitos
en controlar a la horda de fanáticos que sembró el terror en Siria y otras
partes de Oriente Medio. El inesperado giro de Trump (que en su campaña había
divulgado nada menos que 45 tuits diciendo que “atacar a Siria era una mala
idea porque podría precipitar el estallido de la Tercera Guerra Mundial”) debe
poner en guardia a todos los pueblos y gobiernos del planeta porque con el
ataque a Siria el mundo camina sobre el filo de una navaja.
Esta actitud de vigilancia y
preparación para la lucha debe ser impulsada en Nuestra América, especialmente
cuando se analizan las muy recientes declaraciones del Jefe del Comando Sur,
Kurt Tidd, ante el Comité de Fuerzas Armadas del Senado de Estados Unidos. En
esa ocasión textualmente habló de “una creciente crisis humanitaria en
Venezuela que eventualmente podría obligarnos a una respuesta regional.”
Los latinoamericanos y caribeños
sabemos lo que esas palabras significan y estaremos preparados para desbaratar
esos planes. Suenan los tambores de guerra en la Casa Blanca y no sería de
extrañar que aparte de continuar con sus operaciones bélicas en Siria hubiera
en Washington quienes crean que llegó el momento de ajustar cuentas con
Corea del Norte y Venezuela, dos espinas que hace mucho tiempo Tío Sam tiene
clavadas en su garganta.
Cuando comienzan su periplo
descendente los imperios potencian su barbarie y tratan de retrasar lo
inevitable apelando a cualquier recurso, entre ellos, inventando guerras. No
sería de extrañar entonces que ante este cuadro de situación, cuando son los
propios estrategas imperiales los que se desvelan por tratar de detener su
declinación, Trump intentara “normalizar” el mapa sociopolítico latinoamericano
y del sudeste asiático recurriendo al lenguaje de los misiles. Si lo hiciera se
llevaría una sorpresa enorme.