Victoria
Tubin
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“…
nos hemos acostumbrado a la libertad y tenemos el valor de escribir exactamente
lo que pensamos…”, escribió Virginia Woolf, en 1929, en “Una habitación
propia”, el ensayo en el que plantea la necesidad de que las mujeres tengan un
espacio propio para crear, para hacer que se escuche su voz. En esta serie,
Plaza Pública reanuda la pregunta: ¿Cómo construyen su habitación propia las
mujeres guatemaltecas? Aquí responde la socióloga Victoria Tubin.
Soy
mujer y simbolizo a los “otros” en Guatemala, es decir, los que no son blancos,
ladinos/mestizos, escolarizados y de clase media, somos la “otredad”. Es aún
mayor y marcada la opresión cuando somos mujeres indígenas, porque se suma el
patriarcado. Pero, seguimos resistiendo, aportando para transformar y construir
un mundo mejor. No es ni ha sido fácil, expresar, vivir, sentir y manifestar la
propia identidad…
Mi papá, Sebastián Tubin Poyón, fue víctima de desaparición forzada, el
13 de septiembre de 1981. Han pasado 33 años y no hemos sabido qué fue de él.
Sólo nos queda el testimonio de algunos testigos que vieron cómo fue forzado,
torturado y que ya inconsciente lo subieron arrastrado al antiguo destacamento
militar de San Juan Comalapa, donde hasta ahora tampoco ha aparecido su cuerpo.
Mi niñez se truncó y no tuve oportunidad de estudiar como muchas niñas
de mi generación. Ha sido un largo duelo alterado porque no pudimos despedir a
mi papá. Al dolor se suma la indignación, la impotencia y el no entender por
qué nos tocó vivir así. Desde niña me convertí en adulta, porque todos los días
tenía que aportar para que tuviéramos donde dormir y que comer. La desaparición
de mi padre fue un cambio brutal, porque antes de esta trágica experiencia, si
bien es cierto, mi vida no era perfecta, mi familia estaba integrada.
Teníamos una casa grande, mi papá tenía sus tierras para sembrar; mi
mamá, sus gallinas criollas, su arte ancestral de tejedora y escribana desde
los hilos, colores y formas donde producía historia y conexión con el Universo.
Los pocos recuerdos que tengo de mi casa, es que era linda, había un área solo
para las mazorcas de maíz de cuatro colores, teníamos donde jugar con mis
hermanos. Me acuerdo que no teníamos preocupaciones, pero todo cambió
drásticamente, los secuestros, asesinatos y masacres se volvieron cotidianos en
el municipio. Estudiaba en la escuela de niñas Mariano Rossell y Arellano. En
ese entonces, muchas veces veía el acarreo de muertos en vehículos, los
extendían en el parque central.
En silencio, la gente caminaba y desde lejos intentaba ver quiénes eran
los muertos; no se acercaban, mi mamá me había dicho que nunca me acercara
porque esto podría ser suficiente para que nos maten porque nos vincularían con
ellos. No entendía el mensaje, tampoco imaginé que era para causar miedo,
paralización y el mensaje claro de que podía pasarnos lo mismo si alguien se
oponía a algo.
Era el mensaje del silencio, del miedo, del terror y que mejor si ya
nadie platicaba. Me di cuenta que mi papá sufría de insomnio, no podía dormir,
mi mamá también. Luego las amenazas directas hacia mi papá, la represión e
incertidumbre obligó al desplazamiento y a perder todo lo que teníamos; no
tengo el espacio para hacer un listado de lo que perdimos, salimos de allí casi
sin nada, sin futuro. Meses después fue secuestrado.
Nos dejó en el municipio de Villa Nueva. Mi madre, valiente mujer que
sin conocer la ciudad capital, sus dinámicas de socialización y de trabajo
pesado, marcada por la exclusión y abusos por parte de ladinos-mestizos, supo
hacerle frente con cuatro niños a su cargo y sin el respaldo económico
necesario para proveernos una vida digna.
Tengo que decir que vivir en la ciudad capital no es fácil comparado con
vivir en el lugar de origen, pero también he comprendido que si mi papá nos
dejó allí fue para salvar nuestras vidas, de lo contrario no estaría yo para
contar lo que nos ocurrió y que ahora sé que esta no es sólo mi historia,
sino de muchas personas de mi generación, con quienes compartimos nuestros
sentimientos de dolor, de indignación y de impotencia ante la falta de justicia
y verdad, de la negación de la memoria histórica.
Me acuerdo que mi madre pidió ayuda a algunos familiares de mi padre en
Villa Nueva. Nos dieron sólo un lugar para dormir — un corredor de una casa que
estos familiares alquilaban —, y tampoco fue gratis. A veces no había que comer
ni donde cocinar; mi madre lloraba y no sabía si era por tristeza o porque no
tenía para darnos de comer. Era muy triste, muy duro; además de las agresiones
raciales, había pocas familias mayas en el lugar. La gente nos miraba con
desconfianza, con odio, desprecio y murmullos de burla; que por cierto lo
siguen haciendo, parece que estuvieran viendo zombis, extraterrestres; o que
con el solo hecho de tocarnos contagiáramos un virus incurable.
Son varias reacciones desde el rechazo total de hablarnos, hasta el
señalamiento de “india sucia, patas rajadas, indita tenía que ser…”, entre
otras, en algunos casos hasta empujones dan. Al extremo que una vez, un vecino,
llegó enfurecido a mi humilde vivienda que estaba construida con latas de
chatarra y láminas viejas; le gritó a mi madre, la acusó de “bruja”. “Indios...
regresen a su cueva, qué hacen aquí, esto no es lugar para ustedes”, ”por qué
salieron de sus cuevas”, gritaba entre palabras obscenas e hirientes. Con
su machete afilado golpeaba la casa, buscando a mi madre quizás con la
intención de matarla. Destruyó parte de lo que era nuestra casa. La vida es
linda y justa que no permitió tal hecho. Tuvimos que poner una denuncia y
gracias a un abogado se le puso un alto a la agresión de este vecino.
Extremos de odio, de rechazo que no dependían del grado de escolaridad;
mi madre no es profesional, pero sí sabe leer y escribir, en cambio hemos
conocido mujeres ladinas/mestizas que no pueden reconocer una vocal, pero se
sienten con poder de acusarla de prostituta, ladrona, y salvaje. Siempre decían
que “al menos no soy india” y aunque algunas eran madres solteras la acusaban
de prostituta por el solo hecho de verla sola con nosotros. Esto siempre me
causó mucho dolor y sufrimiento, sobre todo porque las acusaciones no
respondían a los hechos, sino a otras causas que pocas veces querían reconocer
las personas ladinas/mestizas. No podíamos regresar a mi pueblo porque ya no
teníamos nada; mi madre recibió muchas amenazas, ella tenía miedo que nos
mataran a todos.
Ahora, con mi preparación académica y mi análisis resultado de
investigaciones, comprendo por qué es común escuchar que las mujeres mayas son
calificadas de ignorantes más que los hombres mayas, “pasivas, calladas y no
saben nada, no conocen su propio cuerpo”. Es reconocer que vivimos en una
sociedad racista, al extremo que nos asumen como carentes de cualidades
humanas, por lo tanto, representamos lo “salvaje”, lo “incivilizado”,
“primitivo”, el “folclor”, la “cosa”. Prejuicios que no sólo son comunes en la
calle, en los centros educativos y medios de comunicación, sino en los altos
niveles académicos, “centros de pensamiento y culturales”, e instituciones
públicas donde se reproduce con frecuencia el racismo, alimentado de
estereotipos que denigran la condición humana de las mujeres mayas, garífunas y
xinkas.
¿Por qué decimos que el racismo es una forma más de violencia? ¿Por qué se
evidencia más hacia las mujeres? La denigración de las mujeres es parte del
sistema patriarcal y racial, con prácticas particulares, que opera con
impunidad, legitimidad y que ha sido normalizada, porque para la mayoría no
indígena es normal, natural y necesaria la opresión racial. Los actos no son
sólo las calificaciones, estereotipos y prejuicios raciales; son todas las
formas de violencia que se ejercen, los discursos e imaginarios sociales que
atentan contra la dignidad de mayas, garífunas y xinkas, les niega el derecho a
ser parte de su territorio, cosmovisión y visión política. El Estado a través
de sus instituciones promueve el racismo, condiciona las formas de vida, los
espacios son racializados, estimula la superioridad y la inferioridad como una
condición de las relaciones sociales y hasta se hace creer que las
desigualdades son innatas y necesarias.
Retomando mi experiencia de vida, una de las dificultades que tuve fue
no poder estudiar mi primaria. Mi niñez fue sólo para trabajar y sobrevivir en
penurias. Vendía frutas y elotes asados como medio de sobrevivencia, en una de
las principales calles de Villa Nueva. Recuerdo que habían días que no había
venta, mi madre no recuperaba el dinero invertido. Daba coraje que no había
forma de sobrevivir, habían muchos abusos por parte de compradores, rebajaban y
querían los mejores productos, había violencia que lastimaba el autoestima. Sin
embargo, siempre tuve esperanzas de un nuevo día, soñé mucho con estudiar y que
mi vida sería distinta, que lo más duro y difícil pronto acabaría, nunca vi
imposible lograrlo.
Fue hasta los 15 años cuando pude reiniciar mi primaria en una escuela
nocturna de Villa Nueva, no era fácil porque salía a las 10 de la noche, me
cansaba mucho; las practicas raciales no estaban fuera de esta realidad, muchos
de mis compañeros y compañeras de estudio, pese a estar en el mismo nivel,
además de la limitación de estudiar en la nocturna, no me hablaban, pasaban de
largo, murmuraban. Escuché más de una vez que se burlaban de las mujeres que al
iniciar el ciclo escolar llegaban con su indumentaria maya, a los pocos días
presionadas por el racismo, renunciaban a su vestimenta. En este escenario, las
agresiones eran más duras, el desprecio y rechazo lastimaban en lo más
profundo.
Pero esto me consolidó la resistencia de no renunciar a mi vestimenta,
analizaba esa situación y me parecía tonto complacer a quienes insistían en que
renunciara a mi vestimenta, pero al mismo tiempo crecía el rechazo, las burlas
y desprecios. Me fortalecí en pensar que era mejor que no me hablaran las
personas que más me desprecian a que me hablaran con hipocresía, al menos
estaba clara que si me hablan saben que soy yo, que no necesito una máscara o
un disfraz para ocultar mi ser.
Así que me sentí sólida con mi identidad maya, aunque las pocas personas
que me hablaban me estimulaban la idea que me vería mejor si me quitaba el
huipil y el corte, que así se fijarían los jóvenes en mí. Me acuerdo que un
muchacho se fijaba en mí, pero por el racismo nunca se atrevió a decirme nada;
yo estaba clara, no quería ni pensaba en casarme porque lo que más buscaba era
cambiar mi situación de pobreza, tener un futuro mejor, por eso ni me preocupó
su reacción.
Del cansancio de la nocturna, del acoso sexual de algunos maestros,
decidí buscar otro lugar para estudiar. Supe del Instituto Guatemalteco de
Educación Radiofónica (IGER), que es un sistema de aprendizaje a través de un
programa radial, decidí inscribirme para terminar Sexto Primaria y luego mi
secundaria. En este último tuve la oportunidad de participar como facilitadora
de alfabetización y de Primaria a través del apoyo de un gran hombre, de buen
corazón, el sacerdote belga Rafael Bauwens (+) quien creyó en mí, me impulsó
con sus sabias experiencias a soñar y confirmaba mi creencia de que los pueblos
mayas y mujeres tenemos dignidad y derechos. Me encantaba platicar con él,
siempre motivaba mi lucha y fortalecía mi sueño de que las injusticias
acabarían.
Mi meta en ese entonces era sólo terminar mis básicos, pero luego imaginé
verme como maestra de educación primaria, así que decidí desafiar ese sueño,
porque miraba el futuro, imaginé que mi trabajo de facilitadora no sería para
toda la vida, tendría que trabajar en otro lugar, creí entonces necesario
estudiar magisterio. Fue así como ingresé al Instituto Normal Mixto Rafael
Aqueche, al inscribirme me pusieron una observación en mi expediente, que por
haber estudiado en un centro educativo no convencional, sería imposible lograr
nivelarme con el resto de estudiantes; me condicionaron y advirtieron, me
pidieron esforzarme por estudiar más que los demás para nivelarme porque según
las autoridades del establecimiento mi capacidad no era igual al resto de
estudiantes.
A esto se sumaba la responsabilidad de trabajar medio día y fines de
semana como facilitadora. Había adquirido deudas que se sumaban a los gastos
cotidianos de la familia, mi tiempo se iba en estudiar y trabajar. Lo
satisfactorio de esta etapa de mi vida es que en medio de todas las
precariedades, fui abanderada y reconocida como mejor estudiante en los tres
años de magisterio, lo cual me estimuló a continuar en la universidad.
Por supuesto, no contaba con recursos económicos para pagar una
universidad privada, como tampoco tenía mucha información de cómo funcionaban o
que hubiese becas para estudiantes de escasos recursos, así que me inscribí en
la Universidad de San Carlos de Guatemala, en la licenciatura de Sociología,
algo nuevo y con muchos retos. Me soñaba con la toga, graduada; aunque muchas
veces estuve a punto de renunciar a ese sueño. El cansancio me consumía. Llegué
a trabajar en dos lugares para poder cubrir los gastos de mi familia y mis
estudios, hubo veces que no tenía dinero para comprarme almuerzo y lo guardaba
para mis fotocopias.
Pese a todo, no estaba dispuesta a dejarlo a medias, esto siempre me
empujo a superar las adversidades. En este ámbito el racismo y el machismo eran
evidentes, estudiantes que no me volteaban a ver, mucho menos me hablaban.
Catedráticos que calificaban los trabajos entre la misoginia y el racismo. Con
la mirada que me veían, ponían las notas, sin revisar los trabajos.
Todo esto genera dolor, cansancio en el cuerpo y en el ser, porque es
indignante estar todos los días expuestos a alguna agresión racial, en el bus,
en la calle. Un día iba a la universidad, abordé el bus de Villa Nueva para la
capital y una señora ya de avanzada edad me grita en medio de toda la gente:
“Vos, india, ¿dónde dejaste el comal, por qué llevas esos libros, qué te pasa,
por qué dejaste el comal”. No
sabía cómo reaccionar porque no imaginé encontrarme con una situación así, le
dije que me diera permiso, ella casi me levantaba la mano para pegarme. La
gente en el bus sólo murmuraba, no hubo nadie que le dijera algo a la señora
que me agredía, sentí que las miradas de los otros legitimaban las palabras de
ella, me sentí extraña, violentada de manera colectiva. Mi día se vio afectado
y no tenía ganas de seguir, quería llorar, sentía impotencia, fue algo que no
olvidé por muchos años.
Sacaba fuerzas y seguía mi camino en la universidad porque pensaba que
al graduarme la situación podría cambiar —reconozco que exageré al pensar que
estas experiencias de violencia terminaban si me graduaba en la Universidad —.
Me gusta leer, empecé a generar análisis del racismo a partir de los aportes de
Marta Casaus. Entender que sus manifestaciones son muchas, complejas, y empecé
a profundizar más, esto me llevó a comprender que son otras formas de violencia
las que dañan nuestra dignidad. El sistema lo ha normalizado y por eso la
indiferencia es evidente cuando se reproducen y no hay indignación, incluso
algunas personas dicen que nunca se dieron cuenta que se dio tal acción.
Observé y experimenté que hacia las mujeres la situación era peor, se duplicaba
y que las presiones eran muy grandes.
Además de racismo, también somos víctimas del acoso sexual. Pasé más de
una vez esta situación, y al negarme acceder a la presión de hombres,
(compañeros de trabajo, y jefes, entre otros) recurrían al desprestigio, al
maltrato. Me han señalado de chismosa, abusiva y violenta. Esto también
ocurrió cuando ya alcancé a ser profesional, mi imaginación de que todo iba a
ser distinto quedó atrás cuando comprendí que el racismo es complejo, su
dinámica de violencia se relaciona con el poder y los privilegios. Hay personas
que pueden haber analizado el tema del racismo y del patriarcado, pero no
quieren perder sus privilegios de poder. De allí el análisis del ladino/a
solidaria que es más fácil decir que ya toleran al indígena, que le hablan y
saludan, pero de allí a cambiar las grandes desigualdades hay un gran trecho.
Para una plaza de trabajo se ponen más requisitos para un indígena que
para otros, sin tomar en cuenta que hay pocas mujeres que acceden y logran
terminar sus estudios universitarios. De esa forma, los espacios para ejercer
docencia son cerrados, casi no hay, hasta ahora no hay una rectora o decana
indígena en ninguna de las universidades. No es porque no haya capacidad,
responde a los espacios cerrados.
Como socióloga con una maestría tuve la oportunidad de trabajar en una
universidad privada, con el entusiasmo de aportar, demostrar que los y las
mayas tenemos capacidades y que era posible desarrollarme profesionalmente.
Debo decir que aprendí mucho, conocí personas nobles que realmente tienen
imaginarios sociales de humanidad, de respeto y justicia, pero también me
encontré con personas que nos ven con gran desprecio y odio. Pude ver con
constancia de sentirse indignados por el hecho de verme en un espacio de
trabajo que según ellos, con mi presencia se denigra el suyo.
Con personas con alto nivel de racismo, machismo y misoginia, fue
imposible continuar. Particularmente una persona se encargó de desacreditarme
con todas las autoridades, me acosó y denigró cuestionando mi preparación y
capacidad profesional, situación que nunca hizo con otros profesionales mujeres
y hombres; es de reconocer que estas personas tienen mucha capacidad para
manejar la violencia psicológica y que hasta cierto punto disfrutan hacerlo.
Uso todos los medios que tenía como hombre ladino, y el poder que la
institución le ha concedido para violentarme. Fue duro, porque fue evidente el
racismo y cómo el sistema patriarcal funciona para legitimar las injusticias.
Manejar esta situación no fue nada fácil para mí, porque me di cuenta que todo
respondía simple y sencillamente será que yo era maya, mujer y defendía mis
derechos.
Me llevó tiempo comprender y darme cuenta de que el racismo tiene muchas
dimensiones, muchas connotaciones, siempre aparece. No es por falta de estudio,
el uso de la vestimenta, el idioma, la cosmovisión, las formas de entender el
mundo y otras particularidades; es por una relación de poder, de un sistema
creado para normalizar y legitimar injusticias a partir de una historia y una
estructura económica.
Pero, me he fortalecido, he aprendido bastante. No quiero decir que los
y las mayas debemos aguantar todos los caprichos de racistas y machistas. Pero
no todas logramos reivindicarnos, no todas percibimos la realidad de la misma
forma. Esto debe acabar, debe haber una sanción moral, legal, social y
humanística. El racismo ha generado suicidios, tiene un costo alto en la niñez,
en la juventud, en mujeres y todas las personas que luchan reivindicar su
identidad a partir de reconocer su historia y sus orígenes.
¿Cómo me veo?
Con lo que he vivido y las experiencias duras que he experimentado; me
considero una persona positiva, con deseos de seguir soñando y que todas las
personas merecemos vivir en un mundo sano, de respeto a la dignidad, igualdad,
justicia social, con memoria histórica, donde a nadie se le puede permitir
violentar los derechos de otros.
Me he reivindicado a través de apoyar a otras mujeres que viven
violencia en diferentes contextos, la vida me ha dado la oportunidad de hacer
investigaciones sobre violencia hacia mujeres mayas, en diplomados sobre
la historia y la estructura colonial, de conocer otras mujeres
maravillosas que han mostrado su resistencia y la continuidad de la lucha para
un mundo mejor para las nuevas generaciones, no seguir naturalizando la
violencia racial y patriarcal.
Inculco a mis hijos e hija el respeto que deben tener al todo, no sólo a
las personas, sino a la naturaleza, al Universo, como me enseñaron mis abuelas
y abuelos; el derecho que tienen a vivir con dignidad, a un mundo mejor sin
violencia. Les profundizo las manifestaciones del racismo, machismo a partir de
su propia experiencia porque ellos y ella no se han escapado de experiencias
que igual les han afectado.
Me ha motivado investigar, profundizar mi historia como mujer maya,
cuestionar quiénes fueron mis o nuestras ancestras, porque la historia nos
niega a reconocer y a conocer quiénes fueron ellas y ellos, nos anulan esa
historia sobre nuestro origen, entre ellas Saq
Q’uq’ la madre de Pakal II, quien supo cómo gobernar
y acompañar a su hijo en una sociedad que ahora poco conocemos, pero que hay
mucha ciencia en su aporte a la comprensión de los Calendarios Mayas; la abuela
Kalomte K’ab’el, una mujer que participó en la estrategia
política en su ciudad Petén, recientemente fue encontrada su osamenta. En las
abuelas Francisca Xcapta y Felipa Soc, quienes desafiaron el poder español en
el siglo XIX, fueron asesinadas, pero quedó su historia de ser cuestionadoras
del sistema. Las mujeres mayas ancestras muchas en el anonimato, sobresalieron
en la pintura, epigrafía, política, artesanías, fueron estrategas y
etnomédicas. Motiva a seguir luchando para que este mundo cambie, que se
dignifique a las personas cuando están vivas y no cuando ya están muertas. La
lógica histórica es que se glorifica a la “gran civilización maya” del pasado,
pero a los actuales se les violenta sus derechos elementales, su ciudadanía y
su dignidad.