Xavier
Pikaza
www.religiondigital.com/180315
RD ha publicado hace unos días la noticia de que el
Papa Francisco nombrará un coordinador para la investigación de la pederastia
clerical en España. En ese contexto se sigue planteando en algunos medios
no sólo el tema de la pederastia (que es un crimen), sino el de la homosexualidad
(que es una conducta afectiva y sexual).
En principio esos temas no tienen relación ninguna,
pues la pederastia puede darse lo mismo entre homo- como entre hetero-sexuales
(aunque en ciertos ambientes cerrados ha podido darse más entre homosexuales).
Pero, a fin de plantearlos mejor, en clave de
evangelio, me parece conveniente recoger en este portal un trabajo que mi
amigo Ariel Álvarez Valdés acaba de publicar sobre el milagro de Jesús con el
“amante” del Centurión de Cafarnaúm. Es difícil mejorar lo que Ariel dice
pero, dado que me cita (he desarrollado el tema en algún lugar de mi Diccionario de Biblia y en
un Blog de RS21, año 2006), publicaré
tras el estudio de Ariel mi propio y pequeño trabajo sobre el tema.
¿HIZO
JESÚS UN MILAGRO A UN HOMOSEXUAL?
Álvarez
Valdés
Ariel Criterio Nº 2412, Marco
2015
http://www.revistacriterio.com.ar/iglesia/%C2%BFhizo-jesus-un-milagro-a-un-homosexual/?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+RevistaCriterio+%28Revista+Criterio%29
http://www.revistacriterio.com.ar/iglesia/%C2%BFhizo-jesus-un-milagro-a-un-homosexual/?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+RevistaCriterio+%28Revista+Criterio%29
Las iglesias cristianas
suelen condenar de manera terminante la práctica homosexual. La consideran un
acto intrínsecamente desordenado e inaceptable. El Nuevo Catecismo de la
Iglesia Católica, por ejemplo, la califica de grave depravación, y de triste
consecuencia del rechazo a Dios (nº 2357). Y algunos teólogos protestantes,
como Kart Barth, la han llamado “fenómeno perverso” y “una inversión del orden
natural de la creación”. A su vez, todos dicen oponerse a ella basándose en la
Biblia.
Ahora bien, resulta
curioso que en los Evangelios no exista
ninguna frase o enseñanza de Jesús sobre el tema, algo sumamente llamativo
porque la homosexualidad era un fenómeno bastante extendido en la cultura
greco-romana de su tiempo. Los poetas la ensalzaban en sus obras; la sociedad
la toleraba como un hecho habitual; y Palestina estaba rodeada e impregnada de
esa cultura. Basta ver un mapa del país para comprobar que existían unas 30
ciudades griegas en su territorio.
¿Cómo es que Jesús no
opinó o aludió nunca a esa cuestión?
Un número creciente de
biblistas, como T. Horner (1978), M. Gray-Fow (1986), G. Theissen (1987), D.
Mader (1992), J. E. Miller (1997), T. D. Hanks (2000), T. Jennings (2004), T.
Benny Liew (2004), R. Goss, y X. Pikaza (2006), sostienen que no hallamos en
los Evangelios referencias a ella porque Jesús
nunca condenó expresamente la homosexualidad. Y para ilustrarlo, afirman
que una vez le hizo un milagro a un homosexual sin cuestionar su condición. El
favorecido fue un centurión de Cafarnaúm (Mt 8,5-13).
Tierra
de dos gobiernos
Este hombre es uno de
los personajes más impresionantes del Evangelio. Se trata del único militar que
acude a Jesús. El único que le pide un milagro a distancia. El único que le
contó una parábola. Y el único al que Jesús alabó por tener la fe “más grande”
de todo Israel (Mt 8,10), colocándolo así por encima de sus discípulos y de la
virgen María.
El relato comienza
diciendo que cierto día en que Jesús se hallaba en Cafarnaúm, se le acercó un
centurión para rogarle: “Señor, mi muchacho está en casa enfermo de parálisis y
sufre terriblemente” (Mt 8,6).
En aquella época,
Palestina contaba con dos clases de ejércitos. Uno era el de Roma, ya que el
país estaba sometido a su dominio desde hacía muchos años. El Nuevo Testamento
menciona a varios de sus integrantes: el soldado (Mc 15,16), el centurión (Mc
15,39), el tribuno (Jn 18,12), la cohorte (Jn 18,3), la caballería (Hch 23,23).
Todos ellos dependían del gobernador romano Poncio Pilato.
Pero Pilato sólo
administraba el centro y sur del país (Samaria, Judea e Idumea), y sólo allí
estaban sus tropas, mientras que el milagro de Jesús ocurrió en Cafarnaúm, es
decir, al norte. Por lo tanto, este militar no pertenecía al ejército de
Pilato. Formaba parte del regimiento provinciano de Galilea, que protegía esa
región, y dependía del tetrarca Herodes Antipas. Aunque más modesto y reducido
que el romano, estaba organizado a semejanza de éste, tanto en su estructura,
como en su jerarquía y su disciplina. Sus integrantes eran en su mayoría
paganos, y de cultura griega. De hecho, Mateo indica expresamente que el
militar que fue a verlo no era judío (Mt 8,10).
Ni
hijo ni sirviente
Este oficial tenía el
grado de “centurión”. Así se llamaban los que estaban al frente de una
centuria, es decir, cien soldados. Tenía, pues, una categoría alta dentro del
ejército herodiano.
La presencia de un
funcionario de esa jerarquía en Cafarnaúm es comprensible. La ciudad se hallaba
en la frontera internacional, a sólo 5 kilómetros del límite entre Galilea y
Galaunítide. Además, la atravesaba una de las rutas comerciales más importantes
del país. Por eso estaba protegida por una centuria. El centurión era la máxima
autoridad civil de la ciudad.
Según Mateo, el militar se presentó ante Jesús y le rogó que curara a un joven paralítico que estaba en su casa y sufría mucho. ¿Quién era el enfermo? Mateo no lo dice. Sólo lo identifica con la palabra “páis”, término griego que significa “joven”, “muchacho”. Algunas Biblias lo traducen por “sirviente”. Pero es un error, porque cuando Mateo se refiere a un sirviente usa la palabra “doúlos”. Así por ejemplo, en este mismo episodio el centurión le dice a Jesús: “cuando le pido a mi sirviente (doúlos) que haga algo, lo hace” (v.9). Evidentemente el muchacho no era un sirviente.
Otras Biblias prefieren
traducirlo por “hijo”. Pero tampoco es correcto, porque Mateo para hablar de un
hijo emplea el término “houiós”, como se ve también en este episodio (v.12).
Nunca, de las 26 veces que Mateo utiliza la palabra “páis”, se refiere a un
“hijo”.
Existe además una razón
histórica que impide traducirlo por “hijo”. Y es que los centuriones tenían
prohibido casarse y tener hijos mientras prestaban servicio en el ejército.
Sabemos que hacia el año 13 a.C. el emperador Augusto prohibió mediante una ley
a los soldados que estaban por debajo del grado de oficiales senatoriales y
ecuestres (incluidos los centuriones) tomar esposa y formar una familia. La
prohibición fue levantada en el 197 d.C. por el emperador Septimio Severo. Por
lo tanto, el muchacho paralítico no podía haber sido hijo del centurión.
Por
un sueldo superior
Si el joven enfermo no
era ni sirviente ni hijo del centurión, ¿qué relación tenía con él? Existe un
tercer sentido de la palabra “páis” (muchacho), conocido gracias a los estudios
de la literatura clásica, y es el de “amado” o “favorito” en una relación
homosexual. Se lo llamaba “muchacho” afectuosamente, aun cuando fuera adulto.
En efecto,
historiadores griegos como Tucídides (s.V a.C.), Jenofonte (s.IV a.C.),
Calímaco (s.III a.C.), Polieno (s.II a.C.) y Plutarco (s.I), cuentan cómo ya en
aquel tiempo los comandantes griegos solían tener sus jóvenes amantes (“páis”)
dentro del ejército, con los cuales convivían. Algunos describen incluso las
peleas que a veces se daban entre los oficiales por “algún muchacho bello en el
que un soldado había puesto su corazón”.
Otros autores e
historiadores romanos como Plauto (s.III a.C.), Valerio Máximo (s.I), Marcial
(s.I) y Tácito (s.II) narran historias de oficiales de la legión romana que
tenían soldados como amantes, y dan hasta los nombres de ciertos centuriones
afectos a esas prácticas.
El término “páis”,
pues, en el ambiente castrense antiguo, era comúnmente utilizado para referirse
al joven amante de una pareja homosexual.
Que semejante práctica
se hallaba muy extendida, lo confirma un reciente estudio arqueológico
realizado en un campamento romano del siglo I, en Vindolanda (Inglaterra). Los
restos hallados en algunas de las habitaciones excavadas, han llevado a los
arqueólogos a exclamar que éstas se asemejaban más a un burdel masculino que a
un cuartel.
Esto corrobora que en
el ejército romano (y sin duda también en el de Herodes) los centuriones y
demás superiores convivían con jóvenes amantes; lo cual les era facilitado
porque recibían una paga superior a la del resto de los soldados, y dormían en
cuarteles más amplios.
Fuera
de casa es mejor
Es posible, entonces,
que el joven por el que viene a interceder el centurión sea su propia pareja.
Si esto es así, se aclara un detalle difícil de explicar, y es por qué un
militar de su rango se toma el trabajo de ir personalmente a implorar a Jesús
por un simple sirviente. Pero al ser una persona afectivamente importante para
él, la dificultad desaparece.
También se aclara otro
punto oscuro del relato, y es la negativa del centurión a que Jesús vaya a su
casa. En efecto, cuando Jesús quiere ir a curar al enfermo, sorpresivamente el
centurión se lo impide y le dice: “Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi
techo; basta que digas una palabra y mi muchacho se sanará” (Mt 8,7-8).
¡Qué reacción tan
insólita! Todo el mundo quería que Jesús tocara a sus enfermos y les impusiera
las manos. Algunos incluso los llevaban cargando con grandes sacrificios, como
los cuatro amigos que descolgaron por el techo a un paralítico (Mc 2,1-12), o
el padre que llevó a su hijo en medio de convulsiones (Mc 9,14-27). Y cuando
era imposible llevarlo, le pedían que Jesús fuera a su casa, como Jairo cuando
se moría su niña (Mc 5,21-24), o la mujer griega con su hijita endemoniada (Mc
7,24-26). Pero que alguien se oponga a
que Jesús vaya a ver a un enfermo, es algo inaudito en el Evangelio. ¿Qué razón
poderosa movió al centurión a obrar de esa manera?
Según sus propias
palabras, él no era digno. Pero no explica porqué. Ahora bien, sólo una razón
de tipo moral puede justificar semejante indignidad. Y debió de haber sido la vergüenza
de llevar a Jesús a donde convivía con su joven amante, sabiendo que los judíos
rechazaban enérgicamente la práctica de la homosexualidad.
Que
lo arregle una embajada
La versión de este
milagro, que encontramos en el Evangelio de Lucas, reafirma en cierto modo tal
interpretación (Lc 7,1-10). Este evangelista, al contar el episodio, debió
hacerle algunos cambios para evitar el escándalo de sus lectores.
En primer lugar, viendo
que la palabra “páis” (“joven”) tenía connotaciones sexuales, prefirió
reemplazarla por el término griego “doúlos”, presentando así al joven como
“sirviente” del centurión. Pero con este cambio creó un problema: ¿cómo era
posible que un militar de su categoría se interesara por un simple esclavo?
Para solucionarlo,
añadió que era un sirviente “muy querido” (v.2). Además agravó la enfermedad
del muchacho: en vez de decir que estaba paralítico, dijo que se estaba
muriendo (v.2). Con todo esto, pretendía justificar la urgencia del centurión.
Pero de nuevo uno se pregunta: ¿por qué quería tanto a su sirviente, al punto
de abandonar sus obligaciones militares e ir personalmente a buscar a alguien
que lo curara?
Comprendiendo la nueva dificultad que había provocado, decidió hacer un segundo cambio y decir que no fue el centurión quien salió a buscar a Jesús, sino que mandó una delegación de judíos para que lo buscara en su nombre.
Comprendiendo la nueva dificultad que había provocado, decidió hacer un segundo cambio y decir que no fue el centurión quien salió a buscar a Jesús, sino que mandó una delegación de judíos para que lo buscara en su nombre.
Atenuando
la humillación
Estas modificaciones
operadas por Lucas en su relato generaron un tercer inconveniente. Ahora el
centurión no tiene problemas de que Jesús vaya a su casa. Pero si Jesús va,
pierde fuerza el sentido del milagro, cuyo centro es la fe del centurión en el
poder a distancia de Jesús. Entonces Lucas resolvió agregar una segunda
embajada del centurión, para detener a Jesús y que no llegara a su casa (v.6).
¡Una evidente incoherencia, ya que dos versículos antes le había rogado que
fuera!
Cuando llega la primera
embajada ante Jesús, resulta curioso ver cómo en vez de pedirle que vaya a
curar al joven (que era lo esperable), comienza a alabar al centurión y a decir
que es un hombre “digno” (v.4). ¿Por qué? Es que Lucas, sabiendo que más
adelante llegará la segunda embajada del centurión diciendo que no es digno de
que vaya a su casa, lo hace alabar de antemano, con el fin de alejar cualquier
sospecha de indignidad moral del militar.
De este modo, con
modificaciones, incoherencias, marchas y contramarchas, Lucas pudo rescatar el
episodio para sus lectores.
Ahora
es otro el que no quiere
Una tercera versión de
este milagro la encontramos en el Evangelio de Juan (Jn 4,46-53). Y también él
debió realizar cambios para evitar la posible turbación de sus destinatarios.
Ante todo, al igual que
Lucas suprimió la palabra “páis” por las connotaciones sexuales que podía
tener, y en su lugar empleó el término griego “huiós”, convirtiendo así al
joven en “hijo” del centurión.
Pero el evangelista
sabía que eso no era posible, porque los militares no solían tener hijos ni
vivir con sus familias hasta después de licenciarse. Entonces tuvo que
reemplazar al centurión por un “funcionario real”, es decir, por un empleado de
la corte del gobernador Herodes Antipas. Así, transformó al soldado pagano y de
costumbres sospechosas en un judío (como se deduce del v.48).
Al tratarse ahora de un
judío, cuya moral no encerraba escándalo alguno, el Evangelio de Juan no tiene
ya motivos para que el funcionario no quisiera recibirlo en su casa. Pero si
Jesús va, no podrá curarlo a distancia, que es el objetivo del relato. Entonces
dice Jesús mismo se niega a ir. ¿El motivo? Porque el funcionario, como buen
judío, sólo quiere ver signos maravillosos. Y le pide que regrese a su casa
confiando en la sanación de su hijo. Ahora ya no es el hombre el que muestra
una fe prodigiosa, sino Jesús el que le pide una fe prodigiosa.
Una
terrible palabra
Mateo parece haber
conservado, en su Evangelio, el recuerdo de un milagro a un homosexual,
retocado más tarde por Lucas y Juan. Y llama la atención el silencio de Jesús
ante su condición. No lo reprende por su forma de vida, ni lo rechaza, ni lo
condena. Lo cual no significa que Jesús estuviera a favor de la homosexualidad,
ni que la fomentara. Simplemente no la juzgó. No entró en cuestiones de
sexualidad, seguramente por considerarlas de índole privada.
Lo mismo hizo el día
que una prostituta se echó a sus pies llorando y buscando el perdón. Le dijo:
“Tu fe te ha salvado, vete en paz” (Lc 7,50). No le dijo: “no peques más”, como
le ordenó a la adúltera (Jn 8,11). Le otorgó el perdón sin meterse en su vida
sexual, ni condicionarla a que cambiara de profesión. Quizás prudente ante la
posibilidad de que aquella pobre mujer no tuviera otra forma de ganarse la
vida. Muchas vivían en aquel tiempo en condiciones sociales deplorables, a
veces impuestas por la sociedad, y Jesús no interfirió en lo que tal vez era su
único medio de subsistencia.
Asimismo en el sermón
de la montaña Jesús prohibió reírse de las minorías sexuales. Allí enseñó:
“Todo el que diga a su hermano «raka» será condenado por el Sanedrín” (Mt
5,22). Las Biblias suelen traducir esa palabra por “insensato, necio”. Pero no
parece ser ése el sentido. Jesús llama insensatos y necios a los fariseos (Mt
23,17), y es absurdo que después prohíba usar esa palabra. En realidad raka deriva del arameo “reqa”, que
significa “suave, blando, tierno” (Gn 18,7; 29,17; 33,13), y aludía a las
personas afeminadas. Lo que Jesús dijo, entonces, fue: “Todo el que le diga a
su hermano «maricón» será condenado por el Sanedrín”.
Por
el sol y por la lluvia
Resulta asombroso ver
lo tolerante que fue Jesús con las personas y grupos marginados de su tiempo:
pecadores, mujeres, cobradores de impuestos, samaritanos, prostitutas, locos,
extranjeros, endemoniados, homosexuales. Hasta llegó a comer con ellos (Mc
2,15), lo que en su cultura era la forma suprema de unión con esa gente.
Su tolerancia llegó a
escandalizar a muchos (Lc 15,1), porque esas personas estaban condenadas por la
religión de su tiempo. Pero Jesús tenía en claro que, entre lo religioso y lo
humano, sólo lo humano es intocable y fundamental. A veces por salvar los
derechos de la religión hemos vulnerado los derechos humanos. Por defender un
dogma hemos quemado al hereje. Por cuidar la moral hemos despreciado al
homosexual. Por preservar una ética hemos apedreado a la adúltera.
Ciertamente la tolerancia
entraña sus peligros, y puede hacer creer que todo vale y que todo está bien.
Pero para Jesús más peligroso aún era humillar a una persona por motivos
religiosos, ya que con ello se justifica un sectarismo que convierte la vida en
opresiva, despótica e injusta. Y esto hace más daño que cualquier idea
religiosa desviada.
Jesús enseñó que el
Padre que está en los cielos no hace diferencias con sus hijos. Que “hace salir
el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45).
Todos necesitan el sol de nuestro amor, y precisan la lluvia de nuestro
respeto. Y si queremos parecernos al Padre del cielo, como Jesús lo ordenó,
debemos aceptar a quienes son diferentes, sin humillarlos ni querer cambiarlos.
Y mucho menos en nombre de Dios.
JESÚS SANA AL AMANTE
DEL CENTURIÓN
Xabier Pikaza
http://21rs.php/2006/05/25/jesus-sana-al-amante-del-centurion
http://21rs.php/2006/05/25/jesus-sana-al-amante-del-centurion
En tiempos de Jesús,
había en Palestina dos tipos de soldados oficiales (dejando a un lado a los
posibles celotas o soldados-guerrilleros al servicio de la liberación judía).
Unos eran los del
ejército romano propiamente dicho, que dependían del Procurador o Prefecto
(Poncio Pilatos), que gobernaba de un modo directo sobre Judea y Samaría. Otros
eran los del tetrarca-rey Herodes Antipas, que gobernaba bajo tutela romana en
Galilea (y los de su hermano Felipe, tetrarca de Iturea y Traconítide, al otro
lado de la frontera galilea).
El Prefecto romano
contaba con unos tres mil soldados de infantería y algunos cientos de
caballería, acuartelados básicamente en Cesarea, que solían provenir del
entorno pagano de Palestina y funcionaban como ejército de ocupación. De todas
formas, no era frecuente verlos en la calle o en los pueblos, ni siquiera en
Jerusalén, donde gobernaba el Sumo Sacerdote y su consejo, con la ayuda de
algunos miles de «siervos» o soldados de la guardia paramilitar del Templo. De
todas formas, en los tiempos de crisis o en las fiestas, el Prefecto romano
subía a Jerusalén y se instalaba en la Fortaleza Antonia, junto al templo,
desde donde controlaba el conjunto de la ciudad.
Probablemente residía
allí una pequeña cohorte destacamento militar, pero no se mezclaba en la vida
civil y religiosa de la ciudad.
El Rey (=Tetrarca)
Herodes Antipas gobernaba en Galilea, bajo control de Roma, pero con una gran
autonomía. Tenía que proteger las fronteras y mantener el orden dentro de su
territorio, pagando un tributo a Roma. Para ello tenía sus propios soldados,
organizados como los de Roma.
En caso de necesidad,
los soldados romanos tenían que ayudar a los de Herodes y los de Herodes ayudar
a los romanos. Según eso, en Galilea no existía un «ejército de ocupación», ni
tampoco un dominio directo de Roma, aunque muchos «nacionalistas galileos»,
partidarios de un estado israelita, consideraban a Herodes como a un usurpador
y a sus soldados como ejército opresor. Por otra parte, es normal que los
soldados de Herodes fueran también de origen pagano, como los de Poncio Pilatos,
aunque podían ser también judíos.
Desde ese fondo han de
entenderse algunos pasajes del evangelio que hablan de la relación de Jesús y
de sus seguidores con soldados. El texto más significativo es aquel donde se
dice a los creyentes que superen la actitud del «ojo por ojo y diente por
diente», propia de los ejércitos del mundo, para añadir: «No resistáis al que
es malo (al mal); por el contrario, si alguien te hiere en la mejilla derecha,
ponle también la otra...; y al que te obligue a llevar la carga por una milla
llévasela dos» (Mt 5, 39-40).
Estas últimas palabras
se refieren al servicio obligatorio que las fuerzas del ejército (de Herodes o
Pilatos) podían imponer sobre los súbditos judíos: obligarles a llevar cierto
peso o cargamento a lo largo de una milla. Pues bien, en vez de pregonar la
insurrección o la protesta violenta, Jesús pide a los oyentes que respondan de
manera amistosa a la posible violencia de los soldados. Esta es su forma de
(no) oponerse al mal, para vencer la perversión del mundo a través de un gesto
bueno. Jesús no condena a los soldados imperiales: quiere enfrentarles ante el
don del reino, enriquecerles con la gracia del Padre que es bueno para todos
(cf. Mt 5, 45).
En este fondo se sitúa
su relación con el centurión que tiene un amante enfermo y que pide a Jesús que
le cure (Mt 8, 5-13 par.). La escena ha sido elaborada por la tradición en el
contexto de apertura eclesial a los paganos, pero en su fondo hay un relato
antiguo (transmitido al menos por el Q; cf. Lc 7, 1-10; Jn 4, 46b-54). Jesús no
ha satanizado a los soldados, ni ha querido combatirlos con las armas, sino que
ha descubierto en ellos un tipo de fe que no se expresa en la victoria militar,
sino en la curación del amigo enfermo:
Al entrar Jesús en Cafarnaúm, se le acercó un centurión, que le rogaba
diciendo: «Señor, mi amante (pais) está postrado en casa, paralítico,
gravemente afligido». Jesús le dijo: «Yo iré y le curaré». Pero el centurión le
dijo: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; solamente di la palabra
y mi siervo sanará, pues también yo soy hombre bajo autoridad y tengo soldados
bajo mis órdenes, y digo a este "ve" y va y al otro "ven" y
viene; y a mi siervo "haz esto", y lo hace».
Al oírlo Jesús, se maravilló y dijo a los que lo seguían: «En verdad os
digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe. Os digo que vendrán muchos del
oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino
de los cielos; pero los hijos del reino serán echados a las tinieblas de
afuera; allí será el llanto y el crujir de dientes». Entonces Jesús dijo al
centurión: «Vete, y que se haga según tu fe». Y su amante quedó sano en aquella
misma hora (Mt 8, 5-12).
Este es un soldado con
problemas. Es un profesional del orden y obediencia, en el plano civil y
militar, un hombre acostumbrado a mandar y a ser obedecido. Es capaz de dirigir
en la batalla a los soldados, decidiendo así sobre la vida y la muerte de los
hombres. Pero, en otro nivel, es un muy vulnerable: padece mucho por la
enfermedad de un siervo amante. Pero antes de seguir será preciso que nos
detengamos y preguntemos sobre la identidad de este pais del centurión, que hemos traducido como «amante».
Esa palabra (pais) puede tener tres sentidos, siervo,
hijo y amante (casi siempre joven), y puede resultar escandalosa. El texto
paralelo de Jn 4, 46b evita el escándalo y pone huios (hijo), en vez de pais;
pero con ello tiene que cambiar toda la escena, porque los soldados no solían
vivir con la familia ni cuidar sus hijos hasta después de licenciarse; por eso,
el centurión aparece aquí como un miembro de la corte real de Herodes (un basilikós). También Lc 7, 2 quiere
eludir las complicaciones y presenta a ese pais
como doulos, es decir, como un simple
criado, al servicio de centurión; con eso ha resuelto un problema, pero ha
creado otro: ¿es verosímil que un soldado quiera tanto a su criado?
Por eso preferimos
mantener la traducción más obvia de pais
dentro de su contexto militar.
En principio, el
centurión podría ser judío, pues está al servicio de Herodes, en el puesto de
frontera de su reino o tetrarquía (Cafarnaúm). Pero el conjunto del texto le
presenta como un pagano que cree en el poder sanador de Jesús, sin necesidad de
convertirse al judaísmo (o cristianismo). Pues bien, como era costumbre en los
cuarteles (donde los soldados no podían convivir con una esposa, ni tener
familia propia), este oficial tenía un criado-amante, presumiblemente más
joven, que le servía de asistente y pareja sexual.
Este es el sentido más
verosímil de la palabra pais de Mt
8,6 en el contexto militar. Ciertamente, en teoría, podría ser un hijo o
también un simple criado (como suponen los paralelos de Juan y Lucas). Pero lo
más sencillo y normal es que haya sido un amante homosexual, alguien a quien
otros libros de la Biblia (quizá Rom 1, 24-27) habrían condenado.
Pero, gracias a Dios,
como sabemos por el texto siguiente («¡cargó nuestras enfermedades...!»: Mt 6,
17), Jesús no era un moralista, sino un mesías capaz de comprender el amor y
debilidad de los hombres (en el caso de que el amor homosexual lo fuera). Jesús
sabe escuchar al soldado que le pide por su amante y se dispone a venir hasta
su casa-cuartel (¡bajo su techo!), para compartir su dolor y ayudarle. Hubiera
ido, pero el oficial no quiere que se arriesgue, pues ello podría causarle
problemas: no estaba bien visto ir al cuartel de un ejército odiado para mediar
entre dos homosexuales; por eso le suplica que no vaya: le basta con crea en su
dolor y diga una palabra, pues él sabe lo que vale la palabra. Jesús respeta
las razones del oficial, acepta su fe y le ofrece su palabra.
El resto de la historia
ya se sabe: Jesús cura al siervo-amigo homosexual y presenta a su
amigo-centurión como signo de fe y de salvación, sin decirles lo que deberán
hacer mañana. Es evidente que no exige, ni quiere, que rompan su amor, sino que
lo viven en fe y amor de Reino.