Por: Leonardo Boff
28-04-2020
Muchos lo han visto claramente: después del
coronavirus, ya no va a ser posible continuar el proyecto del capitalismo como
modo de producción, ni del neoliberalismo como su expresión política. El
capitalismo sólo es bueno para los ricos; para el resto es un purgatorio o un
infierno, y para la naturaleza, una guerra sin tregua.
Lo que nos está salvando no es la competencia
–su principal motor–, sino la cooperación; ni el individualismo –su expresión
cultural–, sino la interdependencia de todos con todos.
Pero vayamos al punto central: hemos
descubierto que el valor supremo es la vida, no la acumulación de bienes
materiales. El aparato bélico montado, capaz de destruir varias veces la vida
en la Tierra, ha demostrado ser ridículo, frente a un enemigo microscópico
invisible que amenaza a toda la humanidad. ¿Podría ser el Next Big One (NBO),
el que los biólogos temen que va a llegar, “el gordo˝, “el próximo gran virus”
que pueda destruir el futuro de la vida? No lo creemos. Esperamos que la Tierra
siga teniendo compasión de nosotros y nos esté dando sólo una especie de
ultimátum.
Dado que el virus amenazador proviene de la
naturaleza, el aislamiento social nos ofrece la oportunidad de preguntarnos: ¿cuál fue y cómo debe ser nuestra relación
con la naturaleza y, más en general, con la Tierra como Casa Común? La
medicina y la técnica, aunque muy necesarias, no son suficientes. Su función es
atacar al virus hasta exterminarlo. Pero si continuamos atacando a la Tierra
viva, “nuestro hogar con una comunidad de vida única”, como dice la Carta de la
Tierra (Preámbulo), ella contraatacará de nuevo con más pandemias letales,
hasta una que nos exterminará.
Sucede que la mayor parte de la humanidad y de
los jefes de estado no son conscientes de que estamos dentro de la sexta
extinción masiva. Hasta ahora no nos sentíamos parte de la naturaleza ni
tampoco como su parte consciente. Nuestra relación no es la relación que se
tiene con un ser vivo, Gaia, que tiene valor en sí mismo y debe ser respetado,
sino de mero uso según nuestra comodidad y enriquecimiento. Estamos explotando
la Tierra violentamente, hasta el punto de que el 60% de los suelos han sido
erosionados, en la misma proporción los bosques húmedos, y causamos una
asombrosa devastación de especies, entre 70-100 mil al año. Esta es la realidad
vigente del antropoceno y del necroceno. De seguir esta ruta vamos al encuentro
de nuestra propia desaparición.
No tenemos otra alternativa que hacer, en
palabras de la encíclica papal “sobre el cuidado de la Casa Común”, una
conversión ecológica radical. En este sentido, el coronavirus no es una crisis
como otras, sino la exigencia perentoria de una relación amistosa y cuidadosa
con la naturaleza. ¿Cómo implementarla en un mundo que se dedica a la
explotación de todos los ecosistemas? No hay respuestas listas. Todo el mundo
está a la búsqueda. Lo peor que nos podría pasar sería, después de la pandemia,
volver a lo de antes: las fábricas produciendo a todo vapor, aunque con cierto
cuidado ecológico. Sabemos que las grandes corporaciones se están articulando
para recuperar el tiempo perdido y las ganancias.
Pero hay que reconocer que esta conversión no
puede ser repentina, sino gradual. Cuando el presidente francés Macron dijo que
“la lección de la pandemia era que hay bienes y servicios que deben ser sacados
del mercado”, provocó la carrera de decenas de grandes organizaciones
ecologistas, como Oxfam, Attac y otras, pidiendo que los 750,000 millones de
euros del Banco Central Europeo destinados a remediar las pérdidas de las
empresas se destinaran a la reconversión social y ecológica del aparato
productivo, en aras de un mayor cuidado de la naturaleza, así como de más
justicia e igualdad sociales. Lógicamente, esto sólo se hará ampliando el
debate, involucrando a todo tipo de grupos, desde la participación popular
hasta el conocimiento científico, hasta que surjan una convicción y una
responsabilidad colectivas.
Debemos ser plenamente conscientes de una cosa:
al aumentar el calentamiento global y aumentar la población mundial devastando
los hábitats naturales, acercando así los seres humanos a los animales, éstos
transmitirán más virus a los que no seremos inmunes, que encontrarán en
nosotros nuevos huéspedes. De ahí surgirán las pandemias devastadoras.
El punto esencial e irrenunciable es una nueva
concepción de la Tierra, ya no como un mercado de negocios que nos coloca como
sus señores (dominus), fuera y por encima de ella, sino como una superentidad
viviente, un sistema autorregulado y autocreador, del que somos precisamente su
parte consciente y responsable, junto con los demás seres como hermanos
(fratres). El paso de dominus (dueño) a frater (hermano) requerirá una nueva
mente y un nuevo corazón, es decir: ver a la Tierra de manera diferente, y
sentir con el corazón nuestra pertenencia a ella y al Gran Todo. Unido a ello,
el sentido de inter-retro-relación de todos con todos y una responsabilidad
colectiva frente al futuro común. Sólo así llegaremos, como pronostica la Carta
de la Tierra, a “un modo de vida sostenible”, y a una garantía para el futuro
de la Vida y de la Madre Tierra.
La fase actual de recogimiento social, puede
significar una especie de retiro reflexivo y humanista, para pensar en tales
cosas y nuestra responsabilidad ante ellas. Es urgente, y el tiempo es corto,
no podemos llegar demasiado tarde.