Por: Robert Fisk
Rebelion.org / 06-08-2020
Hay momentos en la historia de una nación que quedan congelados para siempre. Tal vez no sean las peores catástrofes que han abrumado a su gente, ni las más políticas. Sin embargo, capturan la interminable tragedia de una sociedad.
Viene a la mente Pompeya, cuando la confianza y corrupción imperial de Roma fueron abatidas por un acto de Dios, tan calamitoso que a partir de allí podemos contemplar la ruina de los ciudadanos, incluso sus cuerpos. Se necesita una imagen, algo que pueda enfocar nuestra atención por un breve segundo en la locura que yace detrás de una calamidad humana. Líbano acaba de proporcionarnos un momento así.
No son los números lo que importa en este contexto.
El sufrimiento de Beirut esta semana no se acerca siquiera a un baño de sangre
casual de la guerra civil en el país, ni al salvajismo casi cotidiano de la
muerte en Siria, para el caso. Aun si se cuentan sus víctimas totales –de 10 a
60 y a 78 horas después de la tragedia–, apenas si alcanzarían registro en la
escala de Richter de la guerra. No fue, al parecer, consecuencia de la guerra,
en el sentido directo que ha sugerido uno de los líderes más dementes del
mundo.
Lo que se recordará es la iconografía, y lo que todos sabemos que representa. En una tierra que apenas puede lidiar con una pandemia, que existe bajo la sombra del conflicto, que se enfrenta a la hambruna y espera la extinción. Las nubes gemelas sobre Beirut, una de las cuales dio obsceno nacimiento a la otra, monstruosa, jamás serán borradas. Las imágenes del fuego, el estallido y el apocalipsis que los equipos de video recogieron en Beirut se unen a las pinturas medievales que intentan capturar, a través de la imaginación, más que de la tecnología, los terrores de la peste, la guerra, el hambre y la muerte.
Todos sabemos el contexto, claro, el tan importante “trasfondo” sin el cual ningún sufrimiento está completo: un país en bancarrota que ha estado durante generaciones en manos de viejas familias venales, aplastado por sus vecinos, en el que los ricos esclavizan a los pobres y su sociedad es mantenida por el mismo sectarismo que la está destruyendo.
¿Podría haber un reflejo más simbólico de sus pecados que los venenosos explosivos almacenados de manera tan promiscua en el centro mismo de una de sus mayores metrópolis, cuyo primer ministro dice después que los “responsables” –no él, no el gobierno, ténganlo por seguro– “pagarán el precio”? Y ni aun así han aprendido, ¿o sí?
Y, por supuesto, todos sabemos cómo esta “historia” se desenvolverá en las horas y días siguientes. La incipiente revolución libanesa de los ciudadanos jóvenes y cultivados debe sin duda adquirir nueva fuerza para derrocar a los gobernantes de Líbano, llamarlos a cuentas, construir un Estado moderno, no confesional, a partir de las ruinas de la “república” creada por los franceses en la que se les condenó sin piedad a nacer.
Pues bien, la tragedia en cualquier escala es un mal sustituto del cambio político. La promesa inmediata de Emanuel Macron después de los incendios del martes –que Francia “siempre” estará al lado de la nación baldada que con arrogancia imperial creó hace cien años– fue una de las ironías más punzantes de la tragedia, y no sólo porque el ministro francés del exterior apenas pocos días antes se había lavado las manos de la economía libanesa. Allá por la década de 1990, cuando planeábamos crear un Medio Oriente más después de la anexión de Kuwait por Saddam Hussein, militares estadunidenses (tres en mi caso, en el norte de Irak) empezaron a hablarnos de la “fatiga de la compasión”.
Aunque parezca escandaloso, lo que esto quería decir era que Occidente estaba en peligro de huir del sufrimiento humano. Ya era demasiado: todas esas guerras regionales, año tras año, y vendría un momento en que tendríamos que cerrar las puertas de la generosidad. Tal vez el momento llegó cuando los refugiados de la región comenzaron a marchar por cientos de miles a Europa, prefiriendo nuestra sociedad a la versión ofrecida por el Isis.
Pero regresemos a Líbano, donde la compasión en el terreno podría ser muy escasa. Siempre se puede evocar la perspectiva histórica para escondernos de la onda expansiva de las explosiones, de la nube hongo que se eleva y de la ciudad destrozada. Pompeya, dicen, costó solo 2 mil vidas. ¿Y qué hay del terrible lugar de la propia Beirut en la antigüedad? En el año 551, un terremoto sacudió Beritus, hogar de la flota imperial romana en el Mediterráneo, y destruyó la ciudad entera; según las estadísticas de ese tiempo, murieron 30 mil almas.
Todavía se pueden ver las columnas romanas en
el lugar donde cayeron, postradas a escasos 800 metros de la explosión del
martes. Incluso podríamos tomar nota de la locura de los antepasados de Líbano.
Cuando la marejada se retiró, caminaron en el lecho marino para saquear navíos
que habían naufragado tiempo antes… solo para ser engullidos por el tsunami que
sobrevino.
Pero, ¿puede cualquier nación moderna –y uso conscientemente la palabra “moderno” en el caso de Líbano– restaurarse en medio de una combinación tan fétida de aflicciones? Aunque ha librado hasta ahora los fallecimientos en masa por Covid-19, el país enfrenta una peste con deplorables medios de auxilio.
Sus bancos se han robado los ahorros de la gente, su gobierno demuestra ser indigno de ese nombre, ya no digamos de sus ciudadanos. Gibrán Jalil, el más cáustico de sus poetas, nos llamó a tener piedad de “la nación cuyo estadista es un zorro, cuyo filósofo es un malabarista y cuyo arte es el arte de parchar e imitar”.
¿A quién pueden imitar los libaneses de hoy día? ¿Quién elegirá a los próximos zorros? Los ejércitos tienen la fama de meterse en los zapatos hechos a la medida de los potentados árabes; Líbano ya intentó eso antes en su historia, con dudosos resultados.
Este martes se nos llama a considerar esta monstruosa explosión como una tragedia nacional –digna, por tanto, de “un día de duelo”, sea cual fuere su significado–, aunque no dejé de advertir, entre aquellos a quienes llamé a Líbano después de lo ocurrido, que algunos señalaban que el sitio de la explosión, y del mayor daño, parecía estar en el sector cristiano de Beirut. Este martes murieron hombres y mujeres de todas las creencias, pero será un horror especial para una de las minorías más grandes del país.
En el pasado, después de numerosas guerras, el
mundo –estadunidenses, franceses, la OTAN, la Unión Europea, incluso Irán– ha
acordado volver a poner a Líbano de pie. A los estadunidenses y franceses los
echaron a fuerza de bombazos suicidas. Pero, ¿pueden los extranjeros restaurar
una nación que parece irrecuperable?
Hay una opacidad en el lugar, una falta de responsabilidad política que es lo bastante endémica para convertirse en moda. Jamás en la historia de Líbano un atentado político –de presidentes, primeros o ex primeros ministros, parlamentarios o miembros de partidos políticos– ha sido resuelto.
Así pues, he aquí una de las naciones más cultas de la región, con el más talentoso y valiente de los pueblos –y de los más generosos y amables–, bendecida por nieves, montañas, ruinas romanas, excelsa comida, un gran intelecto y una historia milenaria. Y, sin embargo, incapaz de manejar su moneda, suministrar energía eléctrica, curar a sus enfermos o proteger a su pueblo.
¿Cómo es posible que se hayan almacenado durante tantos años 2 mil 700 toneladas de nitrato de amonio en un endeble edificio, después de retirarlas de un navío moldavo de camino a Mozambique en 2014, sin que quienes decidieron dejar este vil material en el centro mismo de su ciudad capital hayan tomado ninguna medida de seguridad?
Y, sin embargo, todos nos quedamos con este infierno colosal y su cancerosa onda blanca de choque, y luego la segunda nube en forma de hongo (no mencionemos ninguna otra). Este es el sustituto de Gibrán Jalil, la inscripción final de todas las guerras. Contiene el vacío del terror que aflige a todos cuantos viven en Medio Oriente. Y, por un instante, del modo más aterrador, el mundo entero lo vio.