Por: Ángeles Diez Rodríguez
rebelion.org /
09-08-2020
9 de agosto día internacional de los crímenes estadounidenses contra la humanidad.
“Los fundadores de la Nueva Inglaterra eran a la vez ardientes sectarios y renovadores exaltados. Unidos por los lazos más estrechos de ciertas creencias religiosas, se sintieron libres de todo prejuicio político” (A. Tocqueville)
Empecemos por Obama. Porque ni Donald Trump es un desquiciado ignorante ni Obama fue un inteligente progresista. En contra de la imagen hábilmente construida por su maquinaria de relaciones públicas, Obama (con su fiel escudera Hillary Clinton), sembró el planeta de guerra y reemplazó la captura de presuntos terroristas de la Administración Bush por el asesinato –así lo describe el periodista de investigación Jeremy Scahill.
No fue Trump quien autorizó el bombardeo de Yemen (2009), ni quien invadió el espacio aéreo de Paquistán para ajusticiar a Bin Laden (2011), ni fue él quien asesinó a ciudadanos estadounidenses en Yemen (2011). Tampoco fue Trump quien declaró a Venezuela una “amenaza inusual y extraordinaria” en dos ocasiones (2015 y 2017), ni quien incrementó las operaciones encubiertas en todo el mundo. Tampoco fue él sino Obama quien nombró director de la CIA a John Brennan -defensor de las “técnicas mejoradas de interrogatorios” (tortura) y artífice de los ataques con drones- (2013).
Cuando analizamos la política internacional imperialista de EE.UU. y reducimos nuestro análisis a factores de orden geopolítico, estratégico o económico no conseguimos explicarnos actuaciones aparentemente irracionales que van incluso en contra de sus intereses nacionales a medio o largo plazo. Acabamos asignando a sus presidentes un marchamo de maldad y crueldad irracional que nos sitúa mal a la hora de desarrollar estrategias de resistencia y confrontación con el imperialismo. Más allá de las diferencias evidentes entre Obama y Trump, o entre Clinton y Bush, o entre Carter y Reagan, existe un hilo conductor que une las distintas administraciones, ya sean demócratas o republicanas, una lógica común que se sitúa en un espacio ideológico o, más bien, teológico-político.
De modo que, no hablemos de un presidente, ni de una determinada administración. Hablemos de un Estado, hablemos de la génesis de un Estado que desde el mismo momento en que se constituyó como tal emprendió una cruzada expansionista hacia el Oeste con la biblia en una mano y el fusil en la otra.
Saqueadores de
tierra y exterminadores de indígenas. Porque la expansión del nuevo Estado no
fue simplemente una guerra por la supervivencia contra Inglaterra, decía Howard
Zinn, sino una guerra para el desarrollo de la economía capitalista en donde la
tierra era fundamental para los especuladores ricos (incluido George
Washington). Una república fuerte y grande, argumentaban los padres
fundadores, necesaria para proteger mejor los intereses de la comunidad
frente a las “fracciones” internas y los enemigos externos. Una patria, en fin,
con un sistema y una organización
política diseñada contra las mayorías, por y para las élites económicas.
Los principios de liberalismo –libertades civiles, imperio de la ley y libre
mercado- al servicio de La riqueza de las naciones (Adam Smith, 1776)
formaron parte del ADN del nuevo Estado y se mantienen hasta hoy en que la
hegemonía estadounidense declina irremediablemente.
Estados Unidos vino al mundo como un Estado capitalista, sin el lastre feudal de la vieja Europa, dispuesto a materializar un proyecto bíblico no sujeto a más principio moral que la acumulación de riqueza. Así, la guerra de Estados Unidos contra el mundo es una guerra sin fronteras y sin límites, como tampoco puede tenerlos el capital.
No es que los Estados europeos del XIX, en plena expansión territorial repartiéndose África y Oriente, fueran menos crueles, piénsese en el Congo –que antes de ser belga fue del sanguinario Leopoldo II-, o en la India británica. Pero ocurre que cuando EE.UU. toma el relevo de la hegemonía mundial después de la Segunda Guerra Mundial la profecía del Destino manifiesto, sobre la que se construyó el nuevo Estado, ya iba de la mano de un desarrollo técnico sin precedentes. Por eso, la advertencia de Eisenhower sobre el peligro que supondría la influencia del complejo industrial militar caería en saco roto, y por eso, las distintas formas de guerra con las que siembran el mundo son una consecuencia lógica de un sistema y una ideología imparables desde el ámbito de la razón o desde los principios morales.
Estados Unidos emprendió el dominio del mundo inspirado en una religión civil de base puritana y calvinista que fue el fundamento de su visión de pueblo elegido cuya misión sería guiar al resto de las naciones. Con esta base ideológica se han convertido en el Estado criminal más mortífero de la historia. ¿Por qué el más cruel de los Estados? Porque hablamos de un Estado moderno, guiado por una racionalidad técnica capitalista y una religiosidad fundamentalista de corte racista, ambos factores se han retroalimentado a lo largo de los años y han marcado el rumbo tanto de su política exterior como de su política doméstica.
Si hiciéramos una genealogía del poder estadounidense siguiendo las enseñanzas de Foucault hallaríamos un Estado cuya expansión y dominio imperialista forma parte de su naturaleza y su identidad. Encontraríamos unos principios y un desarrollo técnico capaces de aniquilar el planeta, circunstancia ésta que no se había dado anteriormente en la historia. El lanzamiento de las dos bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki (6 y 9 de agosto de 1945) cuando ya se había ganado la guerra son el ejemplo paradigmático. De ahí que conmemorar el 9 de agosto como Día internacional de los crímenes estadounidenses contra la humanidad, tiene todo el sentido.
El patriotismo, el racismo, el fundamentalismo religioso y el culto al dinero, son las claves que necesitamos explorar para desarrollar estrategias eficaces de lucha antiimperialista porque, desde mi punto de vista, son las claves que explican la estructura del Estado norteamericano y permiten anticipar sus movimientos más allá de las coyunturas. Ya José Martí en su artículo sobre La verdad de Estados Unidos en 1894 anunciaba la necesidad de publicar, no el crimen o la falta accidental que pueden ocurrir en todos los pueblos sino “aquellas calidades de constitución que, por su constancia y autoridad, demuestran las dos verdades útiles a nuestra América: –el carácter crudo, desigual y decadente de los Estados Unidos– y la existencia, en ellos continua, de todas las violencias, discordias, inmoralidades y desórdenes de que se culpa a los pueblos hispanoamericanos”.
Dentro de estas cualidades de constitución de las que hablaba el prócer cubano encontramos, desde mediados del siglo XIX, la doctrina del Destino Manifiesto. Ésta será la bandera que enarbolará EEUU para justificar su derecho a la expansión territorial como parte de un designio providencial. A su vez, la imposición de una forma particular de ver la “democracia” (coincidente con sus intereses económicos) se convertiría en su práctica habitual para establecer relaciones con otros Estados.
Marcos Reguera, en su tesis de doctorado sobre el Imperio de la democracia en América, nos dirá que el término Destino manifiesto se convirtió en una pieza clave de la identidad estadounidense durante el siglo XIX y nos ayuda a entender “cómo el sistema democrático americano fue adoptando un carácter imperialista que será central tanto para su proceso de construcción nacional como en su propia autopercepción”. La concepción de la patria a modo de destino divino vinculada al desarrollo material capitalista es un tándem identitario que será difícil limitar desde principios morales universales, ni desde el Derecho internacional, ni siquiera desde una racionalidad económica liberal.
Porque la patria para el monstruo norteño, en cuyas entrañas vivió Martí, no es equivalente al nacionalismo en el sentido europeo ni latinoamericano. Más bien se inscribe dentro de un imaginario mítico que conjuga el aislacionismo (no existe nada distinto a Estados unidos que merezca la pena) y la providencia (pueblo elegido y guiado por Dios). Así vemos que, para la mayor parte del pueblo norteamericano, Dios gobierna a través de sus presidentes y todos ellos juran sobre la biblia; la suya particular, la de los que les precedieron o aquella que incorpora un particular capital simbólico. El expresidente Obama es miembro de la Iglesia Unida de Cristo y realizó su juramento de toma de posesión utilizando dos biblias, la tradicional de Abraham Lincoln y la de Martin Luther King. También Trump utilizó dos biblias, la de Lincoln y la que le regaló su madre; lo simbólico universal y lo particular individual se amalgaman uniendo la suma de individualidades en un universo simbólico común: La nación predestinada.
Casi todos los discursos de los presidentes americanos terminan con una frase que es el final de un ritual que se repite: «Dios bendiga América», y en todos los dólares nos encontramos con otra frase: «In God We Trust» (Confiamos en Dios). Jim Dotson nos dice que la frase “En Dios confiamos” refleja lo que significa ser estadounidense. Dios es el equivalente simbólico del dinero y se inscribe en la tradición blanca protestante fundadora de las 13 colonias de las que surgiría el nuevo país. Cuando vemos en las películas estadounidenses esas escenas en la que en cada hotel de carretera hay una biblia en la mesilla de noche, o en las que asesinos en serie siguen patrones del texto sagrado, sin duda estamos viendo algo que va más allá de un recurso dramático.
Según datos recientes, 73% de los estadounidenses se declaran cristianos y solo el 20% no se identifica con ninguna religión (2019). Tampoco resulta casual el fenómeno, tan norteamericano, de los telepredicadores; ni que las iglesias evangélicas se hayan convertido es uno de los instrumentos de injerencia, incluidos golpes de Estado y financiación del terrorismo (muy al estilo yihadista) en toda América latina. El reciente golpe de Estado en Bolivia muestra la clara influencia de estas iglesias y del despliegue de telepredicadores por toda la región con vínculos estrechos con sus matrices estadounidenses.
La guerra-mundo de EE.UU. se plantea a menudo como una cruzada evangélica: “llevar la democracia”, “defender el mundo libre”, “acabar con el mal”… Tradicionalmente las corporaciones mediáticas han servido a este propósito religioso elaborando imágenes que se han adaptado a los discursos proféticos, por ejemplo, presentando las invasiones, los asesinatos, las extorsiones, los saqueos, etc. como cruzadas salvadoras contra enemigos terroríficos y demoníacos, generalmente personificados en los gobernantes de los países a los que atacar (Milosevich, Sadam, Gadafi, Chávez, Maduro,….).
Sorprendentemente, el melting pot de culturas que han arribado a EE.UU. durante siglos no han conseguido dotar a ese Estado de una impronta identitaria distinta de esa idea de Patria omnipresente y todopoderosa con un destino providencial. Por el contrario, para muchos de los grupos de emigrantes la imagen de tierra prometida, de continente vacío, o de tierra desierta a la espera de ser cultivada, que los padres “fundadores” llevaron al continente ha sido su carta de integración. Tal vez eso cambie en poco tiempo como resultado de la crisis mundial de la Covid-19, o tal vez el conservadurismo político consiga asignar a la providencia divina, como muchas otras veces, el castigo por no ser fieles seguidores de su destino.
La expansión territorial de EE.UU. no sólo se fundamentará en “la excepcionalidad de sus instituciones políticas” –nos dice Marcos-, sino en el particularismo racial de la población. El concepto político de Destino manifiesto, con su impronta maltusiana que justificaba la expansión racial anglosajona, dejará de usarse tras la Segunda Guerra Mundial y dará paso a otros conceptos como la excepcionalidad americana (American Exceptionalism), El mundo libre (Free World) o El siglo americano (American Century) que conformarán una filosofía racista que, “desde el darwinismo social, propugnaba el predominio de Estados Unidos sobre otras naciones como parte de la ley de la supervivencia de la nación más apta”.
Dentro de la tradición puritana y calvinista, el sociólogo Max Weber, encontró una conexión estrecha entre esa ética protestante y el enriquecimiento personal. La riqueza se convertía en un pasaporte al reino de los cielos. La forma de enriquecerse en el capitalismo pasa inevitablemente por el imperialismo y por tanto por la guerra. El general del cuerpo de marines, Smedley Butler (1881-1940), siendo uno de los militares más condecorados de la historia de EEUU, tras retirarse en 1934 escribió “La guerra es una estafa” en donde describe cómo su país hacía la guerra con el único objetivo real de incrementar sus ganancias. Llegó a decir: “Fui premiado con honores, medallas y ascensos. Pero cuando miro hacia atrás, considero que podría haber dado algunas sugerencias a Al Capone. Él, como gánster, operó en tres distritos de una ciudad. Yo, como marine, actué en tres continentes. El problema es que cuando el dólar estadounidense gana apenas el seis por ciento, aquí se ponen impacientes y van al extranjero para ganarse el ciento por ciento. La bandera sigue al dólar y los soldados siguen a la bandera”.
Un elemento no menos importante que permea el Estado junto con el conservadurismo político de corte religioso es el anti intelectualismo. Se trata de una corriente ideológica que, desde mi punto de vista, ha permitido la continuidad y reproducción de esa teología política dotándola de un soporte popular que ha legitimado las actuaciones criminales del Estado norteamericano y lo continúa haciendo. Presidentes como Trump, Bush o Reagan, que desprecian a los “expertos” y se vanaglorian de su ignorancia entran dentro de una tradición antielitista y autoritaria fuertemente arraigada en el pueblo norteamericano. En un artículo para la revista Newsweek, Isaac Asimov describía lo que él llamaba el culto a la ignorancia en Estados Unidos, de la siguiente forma: “En Estados Unidos hay un culto a la ignorancia, y siempre lo ha habido. El anti intelectualismo ha sido esa constante que ha ido permeando nuestra vida política y cultural, amparado por la falsa premisa de que democracia quiere decir que «mi ignorancia vale tanto como tu saber».
La combinación del desprecio de cultura, el culto al dinero y la exaltación de las emociones encontrará su máxima expresión en el desarrollo del consumo a partir de los años 50. A diferencia de lo que ocurre en otros países y también muy alejado del ascetismo fundacional, EEUU se convertirá tras la II Guerra Mundial, con el desarrollo de la producción en masa en el lugar de la desmesura, del exceso, en el comer y, por qué no, en el matar.
Estas claves ideológicas ayudan a explicar, que no a justificar en absoluto, la expansión imperialista estadounidense, incluida esas cualidades constitutivas de las que hablara Martí, pero no son suficientes para entender magnitud de las atrocidades cometidas a lo largo de los últimos decenios. Los crímenes contra la humanidad se sitúan en una escala superior que sólo se puede sostener en el tiempo gracias a la impunidad.
En los últimos años, a medida que el poder hegemónico de Estados Unidos retrocedía, las distintas administraciones han blindado a sus presidentes, sus secretarios de Estado, sus soldados… Ciertamente el poder y la impunidad suelen ir de la mano (muchos en nuestro país conocen de esa alianza en relación a los crímenes del franquismo). Se da la impunidad cuando se controlan las instituciones, cuando se maneja el Derecho internacional a discreción y cuando el silencio convierte en cómplices a sociedades enteras. En el caso de Estados Unidos, no es sólo una forma de actuación internacional. Una mentalidad guiada por la providencia y ebria de desmesura, sólo parece tener freno ante un poder equivalente, en general, otros Estados con bombas atómicas o con una determinación tal que desequilibre la cuenta de resultados.
Durante años, mantener la hegemonía norteamericana ha significado controlar las organizaciones internacionales, bien mediante el chantaje de su financiación, bien colocando en su dirección a personajes afines. Pero en los últimos años, a medida que han ido extendiendo la guerra por todo el planeta, esto ha sido insuficiente. Por tanto, el siguiente paso ha sido tergiversar las resoluciones, desconocer a las propias instituciones, rechazar la firma de tratados etc. En esa dirección es que el secretario de Estado norteamericano, Michael Pompeo, en marzo del año pasado prohibió los visados al personal de la Corte Penal Internacional (CPI) que participara en investigaciones de ciudadanos estadounidenses en cualesquiera de los territorios en los que se extiende la jurisdicción de la CPI. “Pero nada de esto es novedoso, recordemos que Estados Unidos ha sido el único país condenado por la Corte Internacional de Justicia de la Haya por cometer terrorismo internacional —técnicamente, por el uso ilegal de la fuerza— contra Nicaragua, y que, cuando se le ordenó pagar reparaciones no sólo rechazó el fallo de la Corte, sino que rechazó su jurisdicción.
Pero la impunidad de un Estado criminal también se da al interior de EEUU ya que, como decíamos al principio, no es una cuestión de una u otra administración. En este país los policías no gozan de legitimidad sino del poder de saberse impunes. Policías blancos que asesinan a afroamericanos, empresas que contaminan el agua, el aire…. El movimiento “Blacks Lives Matter” (las vidas negras importan) surgió a consecuencia de la absolución del policía que asesinó al adolescente afroamericano Trayvon Martin (2013).
Así pues, conmemorar el 9 de agosto como el día internacional de los crímenes estadounidenses contra la humanidad, no sólo implica evidenciar la naturaleza de un Estado criminal –sus cualidades de constitución- sino apostar por romper la impunidad que tiende a perpetuar su dominio. Porque en el fondo, no es posible convencer a un fundamentalista religioso de que está equivocado. Solo tiene sentido hacer justicia: impedir que el crimen quede sin castigo.
Ángeles Diez: Dra. en CC Políticas y Sociología, miembro de la Red de intelectuales artistas y movimientos sociales en defensa de la Humanidad y del Frente Antiimperialista Internacionalista.