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/ 071019
Compartimos la homilía del Papa Francisco
del pasado domingo 6 de octubre, día en que se da inicio en Roma al Sínodo de
la Amazonía.
El apóstol Pablo, el mayor misionero de la
historia de la Iglesia, nos ayuda a “hacer Sínodo”, a “caminar juntos”. Lo que
escribe Timoteo parece referido a nosotros, pastores al servicio del Pueblo de
Dios.
Ante todo, dice: «Te recuerdo que reavives
el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos» (2 Tm 1,6). Somos obispos porque hemos
recibido un don de Dios. No hemos firmado un acuerdo, no nos han entregado un
contrato de trabajo “en propia mano”, sino la imposición de manos sobre la
cabeza, para ser también nosotros manos que se alzan para interceder y se
extienden hacia los hermanos. Hemos recibido un don para ser dones. Un don no
se compra, no se cambia y no se vende: se recibe y se regala. Si nos
aprovechamos de él, si nos ponemos nosotros en el centro y no el don, dejamos
de ser pastores y nos convertimos en funcionarios: hacemos del don una función
y desaparece la gratuidad, así terminamos sirviéndonos de la Iglesia para
servirnos a nosotros mismos.
Nuestra vida, sin embargo, por el don
recibido, es para servir. Lo recuerda el Evangelio, que habla de «siervos
inútiles» (Lc 17,10). Es una
expresión que también puede significar «siervos sin beneficio». Significa que
no nos esforzamos para conseguir algo útil para nosotros, un beneficio, sino
que gratuitamente damos porque lo hemos recibido gratis (cf. Mt 10,8). Toda nuestra alegría será servir porque hemos sido
servidos por Dios, que se ha hecho nuestro siervo. Queridos hermanos,
sintámonos convocados aquí para servir, poniendo en el centro el don de Dios.
Para ser fieles a nuestra llamada, a
nuestra misión, san Pablo nos recuerda que el don se reaviva. El verbo que usa
es fascinante: reavivar literalmente, en el original, es “dar vida al fuego” [anazopurein]. El don que hemos recibido
es un fuego, es un amor ardiente a Dios y a los hermanos. El fuego no se
alimenta por sí solo, muere si no se mantiene vivo, se apaga si las cenizas lo
cubren. Si todo permanece como está, si nuestros días están marcados por el
“siempre se ha hecho así”, el don desaparece, sofocado por las cenizas de los
temores y por la preocupación de defender el status quo. Pero «la Iglesia no
puede limitarse en modo alguno a una pastoral de “mantenimiento” para los que
ya conocen el Evangelio de Cristo. El impulso misionero es una señal clara de
la madurez de una comunidad eclesial» (Benedicto
XVI, Exhort. apost. postsin. Verbum Domini, 95). Porque la Iglesia siempre
está en camino, siempre en salida, jamás cerrada en sí misma. Jesús no ha
venido a traer la brisa de la tarde, sino el fuego sobre la tierra.
El fuego que reaviva el don es el Espíritu
Santo, dador de los dones. Por eso san Pablo continúa: «Vela por el precioso
depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Tm 1,14). Y también: «Dios no nos ha
dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de prudencia» (v. 7). No es un espíritu cobarde, sino
de prudencia. Alguno piensa que la prudencia es una virtud “aduana”, que
detiene todo para no equivocarse. No, la prudencia es una virtud cristiana, es
virtud de vida, más aún, la virtud del gobierno. Y Dios nos ha dado este
espíritu de prudencia.
Pablo contrapone la prudencia a la
cobardía. ¿Qué es entonces esta prudencia del Espíritu? Como enseña el
Catecismo, la prudencia «no se confunde ni con la timidez o el temor», si no
que «es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda
circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para
realizarlo» (n. 1806). La prudencia
no es indecisión, no es una actitud defensiva. Es la virtud del pastor, que,
para servir con sabiduría, sabe discernir, sensible a la novedad del Espíritu.
Entonces, reavivar el don en el fuego del Espíritu es lo contrario a dejar que
las cosas sigan su curso sin hacer nada. Y ser fieles a la novedad del Espíritu
es una gracia que debemos pedir en la oración. Que Él, que hace nuevas todas
las cosas, nos dé su prudencia audaz, inspire nuestro Sínodo para renovar los
caminos de la Iglesia en Amazonia, de modo que no se apague el fuego de la
misión.
El fuego de Dios, como en el episodio de
la zarza ardiente, arde, pero no se consume (cf. Ex 3,2). Es fuego de amor que ilumina, calienta y da vida, no
fuego que se extiende y devora. Cuando los pueblos y las culturas se devoran
sin amor y sin respeto, no es el fuego de Dios, sino del mundo. Y, sin embargo,
cuántas veces el don de Dios no ha sido ofrecido sino impuesto, cuántas veces
ha habido colonización en vez de evangelización. Dios nos guarde de la avidez
de los nuevos colonialismos. El fuego aplicado por los intereses que destruyen,
como el que recientemente ha devastado la Amazonia, no es el del Evangelio. El
fuego de Dios es calor que atrae y reúne en unidad. Se alimenta con el
compartir, no con los beneficios. El fuego devorador, en cambio, se extiende
cuando se quieren sacar adelante solo las propias ideas, hacer el propio grupo,
quemar lo diferente para uniformar todos y todo.
Reavivar el don; acoger la prudencia audaz
del Espíritu, fieles a su novedad; san Pablo dirige una última exhortación: «No
te avergüences del testimonio […]; antes bien, toma parte en los padecimientos
por el Evangelio, según la fuerza de Dios» (2
Tm 1,8). Pide testimoniar el Evangelio, sufrir por el Evangelio, en una
palabra, vivir por el Evangelio. El anuncio del Evangelio es el primer criterio
para la vida de la Iglesia: es su misión, su identidad. Poco después Pablo
escribe: «Pues yo estoy a punto de ser derramado en libación» (4,6). Anunciar el Evangelio es vivir el
ofrecimiento, es testimoniar hasta el final, es hacerse todo para todos (cf. 1 Cor 9,22), es amar hasta el
martirio.
Agradezco a Dios porque en el Colegio
Cardenalicio hay algunos hermanos cardenales mártires, que han probado, en la
vida, la cruz del martirio. De hecho, subraya el Apóstol, se sirve el Evangelio
no con la potencia del mundo, sino con la sola fuerza de Dios: permaneciendo
siempre en el amor humilde, creyendo que el único modo para poseer de verdad la
vida es perderla por amor.