Katu Arkonada
www.jornada.unam.mx / 26-10-2019
¿Cómo es posible que en el país con mayor
crecimiento de la región se ponga en duda la continuidad del presidente
responsable de su estabilidad política y económica?
Para responder a esta pregunta vamos a
intentar ensayar no una, sino varias respuestas.
Proceso
electoral.
Aunque se ha explicado varias veces desde el domingo de las elecciones, no ha
habido ninguna manipulación de los resultados. De hecho, ningún líder o partido
opositor en Bolivia ha presentado ni una sola prueba de fraude, y las actas
escaneadas de cada mesa electoral, donde había fiscalización de cada partido
político, se pueden consultar en línea en la web del Órgano Electoral
Plurinacional (OEP).
Lo que sí hubo es una muy mala gestión de
los resultados. En primer lugar, por parte del OEP, que paró la transmisión de resultados
electorales preliminares (TREP) en 83 por ciento una vez que empezó a cargar
las actas del cómputo oficial de resultados.
Pero también hubo una pésima gestión
comunicativa del gobierno boliviano cuando la oposición interna y externa
comenzaron a hacer su trabajo cuestionando los resultados y no supo dar una
explicación clara y certera de lo que estaba sucediendo, allanando el camino
para que la OEA y las trasnacionales de la información (con Jorge Ramos a la
cabeza), que no han cuestionado al gobierno de Piñera por imponer una dictadura
violenta y sangrienta en Chile, pudieran sembrar la duda en la opinión pública internacional.
De hecho, la mala gestión comunicativa es sólo la culminación de un 2019, y
especialmente de una campaña electoral, donde no se logró comunicar nunca para
qué se quería la reelección de Evo.
Mesa
y Chi.
Estos dos factores también son importantes para entender los resultados. En
principio parece difícil de entender cómo el vicepresidente de Gonzalo Sánchez
de Lozada, el mandatario más timorato de la historia, un candidato sin
estructura política, haya podido alcanzar en 2019 casi 36 por ciento de los
votos y casi forzar una segunda vuelta que con toda seguridad le hubiese
convertido en presidente. También parece difícil de entender como Chi Hyun
Chung, un pastor evangélico desconocido y con un discurso homófobo y misógino,
haya podido quedar tercero alcanzando más de medio millón de votos (8.78 por
ciento).
La respuesta es más sencilla de lo que
parece, y es que una parte importante de la ciudadanía no ha votado por Mesa,
sino contra Evo, aun si el candidato opositor no les convencía. A su vez Chi ha
acumulado el voto duro más reaccionario, doblando el porcentaje obtenido por
Óscar Ortiz, representante de la derecha cruceña, que quedó en cuarto lugar.
Eso sí, es importante mencionar que la
suma de Mesa, centro-derecha, Ortiz, derecha, y Chi, ultraderecha, suma 49.53
por ciento de los votos. Si le sumamos el resto de opciones electorales de
derecha que sacaron porcentajes pequeños, la suma supera ampliamente la mayoría
de votos.
Podemos concluir, por tanto, que Evo
Morales ha ganado las elecciones en primera vuelta más por deméritos de la
oposición, que no fue capaz de unirse ni de construir ni un candidato ni una
alternativa electoral sólida, que por méritos del oficialismo. De hecho, es
necesario reflexionar la pérdida progresiva del voto que va más allá del núcleo
duro del MAS-IPSP, voto que en 2005 fue de 51 por ciento, en 2009 de 64 y en
2014 del 61, bajando al 49 en el referendo de 2016 y a 46 por ciento en 2019.
Factor
Evo.
Es claro que Evo Morales sigue siendo un líder que interpela a una amplia
mayoría social en Bolivia, pero que ha ido perdiendo la confianza de las clases
medias urbanas, en un país que paradójicamente se ha ido desplazando de rural a
urbano en la medida en que se sacaba de la pobreza a casi 3 millones de
personas (la extrema pobreza pasó del 38.4 por ciento en 2005 a menos de 15 por
ciento actual). Pero se construyeron millones de consumidores sin politizar (o
más bien, politizados por los medios de comunicación) que han estado a punto de
ser los verdugos del proceso de cambio boliviano, de manera similar a lo
sucedido en Argentina en 2015.
2019-2025. En 2025 Bolivia
festejará el 200 aniversario de la independencia republicana que encabezó,
dando su nombre al país, el libertador Simón Bolívar. Esta segunda y definitiva
independencia, y probablemente el cierre de un ciclo constituyente que comenzó
antes de la victoria de Evo en 2005 (más bien allá por los años 90 con las
marchas indígenas en defensa de la tierra, el territorio y la soberanía sobre
los recursos naturales), se presenta como el momento más complicado para un
gobierno que reinicia en enero 2020 con el nivel de deslegitimación más alto de
sus 14 años de historia.
Y si ya en febrero de 2016 la ciudadanía
no entendió (no se le explicó en realidad) la necesidad de un referendo, toca
ahora hacer pedagogía de la necesidad de terminar lo que se empezó. De la
necesidad de profundizar el proceso de cambio y apretar el acelerador de la
revolución en salud y justicia, los grandes pendientes del proceso. Asimismo,
sólo una verdadera revolución cultural, que impulse la formación política y la
memoria histórica, serán garantía de defensa de lo conquistado. Pero para ello,
y como la gente no come ideología, es necesario cuidar más que nunca la
estabilidad económica y la redistribución de la riqueza.
Todo ello ante los cantos de sirena de
quienes quieren bajar banderas y construir un proceso light para las
clases medias clásicas, apostando por hacer palanca en tu núcleo duro, aquel
que, cuando las cosas se ponen complicadas, nunca te abandona.