José M. Castillo S.
www.religiondigital.com / 04.08.18
En una entrevista, que me hizo nuestro
amigo Jesús Bastante, en RD, yo me preguntaba “por qué la Iglesia no permite
que las mujeres puedan ser ordenadas como sacerdotes”. Ante esta pregunta mía,
algunos comentaristas me han cuestionado con un reproche que, a primera vista,
parece enteramente razonable: “Si el Evangelio no es una religión, ¿por qué
tanta insistencia en ordenar a las mujeres como sacerdotes?”
Agradezco sinceramente a quienes me han
planteado esta pregunta. Porque me ofrecen una ocasión excelente para poder
expresar algo que me parece importante. Me explico.
Una vez más, es conveniente repetir que no
es lo mismo hablar de “igualdad” que hablar de “diferencia”. En pocas palabras,
la “diferencia” es un hecho, mientras que la “igualdad” es un derecho. El hombre y la mujer son “diferentes” e
“iguales”. Son distintos, pero tienen (o deberían tener) los mismos derechos.
Estos trasvases o desplazamientos (de un
orden de cosas a otro) son frecuentes en la vida. Como he dicho, es frecuente
pasar, sin darse cuenta, del ámbito de lo “hechos” al de los “derechos”. Que
son dos cosas completamente distintas. Pero, cuando se confunden, desembocamos
en el lenguaje de las tonterías, las ignorancias o simplemente hacemos el
ridículo.
Pues bien, por este procedimiento de los
trasvases indebidos, ocurre también que, con bastante frecuencia, hacemos, de
un “hecho sociológico”, una cosa que nunca se debería hacer, que consiste en
montar o elaborar un “argumento teológico”. Es de sobra sabido que, en tiempo
de Jesús, las mujeres, no sólo no tenían los mismos derechos que los hombres (Robert
C. Knapp, “Los olvidados de Roma”, 67-145), sino que sobre todo no podían ser
testigos oficiales de nada en ninguna causa (J. Jeremias, “Jerusalén en tiempos
de Jesús”, 371-387). Este es el “hecho sociológico”.
Por eso Jesús, aunque siempre defendió la
dignidad y la igualdad de las mujeres (Lc 8:1-3; 7:36-50; Mt 19:1-12; Mc 10:1-12;
Jn 8:1-11; 12:1-8…), lo que no podía hacer es constituir a las mujeres como
“testigos oficiales” suyos, en una sociedad que no admitía ni aceptaba tales
testigos. Pero insisto en que esto es un “hecho sociológico” de aquellos
tiempos y culturas. Lo doloroso (y sin
sentido) es que, después de veinte siglos, seguimos pensando y diciendo que
aquel “hecho social” de la antigüedad es un “argumento teológico” para la iglesia
de la modernidad.
Esto es un disparate tan monumental como
sería el disparate de empeñarse en que deben seguir existiendo los esclavos,
por la sencilla razón de que san Pablo justificó que entre los cristianos de la
antigüedad los esclavos fueran obedientes a sus amos (Flm 16; 1 Cor 7, 21 s; Ef
6:5; Col 3:22; 1 Tim 6:1 s; Tt 2:9).
La iglesia va casi siempre rezagada. Y por
eso llega tarde cuando se trata de dar solución a los grandes problemas que se
le presentan a la humanidad. Ahora nos encontramos con el problema de la falta
creciente y galopante de sacerdotes. Son miles las parroquias que no pueden
celebrar la eucaristía. Y estando las cosas como están, por lo visto, se piensa
que es más importante mantener una “norma social” de la antigüedad que dar la
debida respuesta a un “derecho de los fieles cristianos”. No me estoy
inventando este “derecho”. Lo dijo, con claridad, el Concilio Vaticano II, en
la “Constitución Dogmática sobre la Iglesia”: “todos los fieles cristianos tienen derecho (“ius habent”) de recibir con abundancia de los sagrados
pastores… los auxilios de la palabra de Dios y de los sacramentos…” (LG 37,
1).
Esta es la enseñanza solemne de la
Iglesia. Pero parece que es más solemne el poder de los obispos y de los
sacerdotes a enfrentarse incluso al Papa, al Concilio Ecuménico y a millones de
fieles abandonados, con tal de mantener firme su poder, su dignidad, sus
criterios y no sé si, en algunos casos, intereses inconfesables.
¿Y nos lamentamos de que los fieles
abandonan la Iglesia? ¿No habría que decir, más bien, que es la Iglesia la que
abandona a los fieles? Y si es que hablamos de los infieles…, entonces mejor es
que nos callemos. O que gritemos todos al Cielo pidiendo misericordia. Que la
necesitamos.