José
María Castillo S.
www.religiondigital.com / 24-03-18
He
oído decir que las autoridades de la Iglesia española andan gestionando
imponer, en los planes de estudio, la clase de Religión como asignatura
obligatoria. Yo me pregunto por qué no gestionan, más bien, que se imponga como
asignatura la clase de Evangelio.
Digo
esto porque, ante todo, con la Religión, tal como la ve y la vive la mayoría de
la gente, creo que no vamos a ninguna parte. Además, se sabe (con bastante
seguridad) que la casi totalidad de los estudiantes, cuando llegan a los 12 o
13 años, cortan con el tema de Dios y de la Religión.
De
forma que, aunque sigan asistiendo a las clases de la asignatura de Religión,
la pura verdad es que no asimilan sus contenidos. No porque los profesores sean
incompetentes o los libros de texto estén mal redactados. El problema está en
que los contenidos de esos libros dejan de interesar a los adolescentes y a los
jóvenes en su inmensa mayoría.
¿Cómo
es posible que nuestros obispos no se hayan enterado todavía de esto? Y si se
han enterado, ¿Por qué se aferran a seguir, erre que erre, repitiendo el
fracaso, año tras año, como si con la clase de Religión obligatoria, las nuevas
generaciones fueran más creyentes y más practicantes? ¿Será que así se quedan
más tranquilos nuestros prelados, pensando ellos que están cumpliendo con su
deber? ¿No habría que buscarle a todo este asunto otra solución?
Mi
propuesta no es cambiarle el nombre a la asignatura. Eso sería un simplismo
demasiado ingenuo. Y, sobre todo, lo que intento proponer aquí es que el
problema es mucho más profundo. Intentaré explicarlo.
Voy
directamente al fondo del asunto.
Jesús no fundó una
Religión. ¿Cómo iba a
fundar una Religión un individuo que fue odiado, perseguido y asesinado por la
Religión; y rechazado como un delincuente por los “maestros” y “sumos
sacerdotes” de la Religión? Y conste que, en la cultura del Imperio, cuando se
hablaba de Religión, lo que menos importaba eran los “dioses” en los que se
creía o los ritos con que se adoraban. En Atenas, le habían puesto, en la
calle, un altar incluso al “dios desconocido” (Hech 17:23). Porque, en el mundo
romano del siglo I, a nadie se le ocurría pensar que la religión y la política
estuvieran separadas (W. Carter). Con tal –claro está– que la Religión
estuviera al servicio de la política (Rom 13:1-2; Josefo, Ant. 20, 251).
Esto
supuesto, la pregunta capital es la siguiente: ¿qué peligro o qué amenaza vio
la Religión (y los políticos) en las enseñanzas y la conducta de Jesús? La
respuesta es muy sencilla: Jesús
antepuso la salud y la vida de la gente al sometimiento a la Religión. En
esto radica toda la conflictividad de Jesús con los dirigentes religiosos.
Hasta que por eso acabó colgado en una cruz, entre dos “lestaí” (dos
“subversivos”) (Mc 15:27 par; cf. H.-W. Kuhn: TRE 19,717).
Ahora
bien, si efectivamente las cosas fueron así, ¿dónde y en qué puso Jesús el tema central del Evangelio? No lo
puso en la Fe. Lo puso en el Seguimiento.
En efecto, cuando Jesús llamó a sus discípulos y apóstoles, a ninguno le
preguntó: “¿Crees en mí?”. Como a ninguno le dijo: “Cree en mí”. La propuesta y
la exigencia de Jesús se resumió en una sola palabra: “Sígueme”. Así, desde la
llamada a los discípulos del Bautista (Jn 1:43), hasta la última palabra que
Jesús le dijo a Pedro. “Tú, sígueme a mí” (sú moi akoloúthei) (Jn 21:22). Lo
mismo que les dijo a los pescadores del lago (Mc 1:16-20 par), a Leví el
publicano (Mateo) (Mc 2:14 par) y al joven rico (Mc 10:21 par).
Esta
llamada es un enigma y un misterio. Jesús no explica ni por qué llama, ni para
qué llama. Ni presenta un programa de vida, ni un objetivo, ni un ideal. Nada
en absoluto. Eso sí: cuando pone condiciones, es tajante: no tolera dinero (Mc
10:21 par), ni tener un rincón donde meterse, como lo tienen las alimañas del
campo, ni enterrar al propio padre (Mt 8:18-22), ni despedirse de la propia
familia (Lc 9:61-62). A sabiendas de que el seguimiento de Jesús lleva consigo
“cargar con una cruz” y hacer propio el destino del mismo Jesús (Mt 16:24 par).
Es que “la llamada es Jesús mismo” (D. Bonhoeffer, Nachfolge, München 1982,
28).
¿No
es todo esto una locura y un sinsentido? Sí lo es. Porque se trata de la locura
y el sinsentido del que carece de lo que más apreciamos en la vida, la propia
seguridad. Que la ponemos en Jesús. Lo que, en definitiva, representa que el
centro del cristianismo no está ni en la Religión, ni en la Fe. Todo radica en
la ética, en la conducta del que existe para los demás. Y en la medida en que
puede ser el ciudadano cabal.
Es
algo que no da de sí la condición humana. Lo dijo con claridad el talento de
Kant: “La praxis ha de ser tal que no se pueda pensar que no existe un más
allá” (Gesammelte Schriften VII, 40). Sólo una espiritualidad, que, en
definitiva, remite al Trascendente, da razón de semejante conducta. Pero
insisto, ante una conducta así, hablamos del Trascendente. Si nos quedamos en
la inmanencia, en nuestra limitada condición humana, nos damos de cara con la
deshumanización que nos caracteriza.
¿Religión
o Evangelio? Si la Iglesia, en lugar de interesarse tanto por educar a los
niños y jóvenes como “religiosos”, los educara como “personas honradas”, sin
fisura y a carta cabal, tendríamos un país con menos “profesionales de la
Religión”, pero repleto de “ciudadanos honrados”. Con más honradez y menos
corrupción.