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El poder del Papa


José M. Castillo S.

Con motivo del 5º aniversario de la elección del P. Jorge Mario Bergoglio para el papado, numerosos periodistas y escritores han expresado sus puntos de vista sobre el papa Francisco y su forma de ejercer el poder y la autoridad en la Iglesia. Como es lógico, en el reducido espacio de una “entrada” en el blog, no es posible decir todo lo que habría explicar sobre un asunto, como éste, que resulta demasiado complejo y nada fácil de exponer. Por eso, me limitaré a lo que me parece más fundamental.

Si nos atenemos a lo que dice, sobre el poder del papa, el Código de Derecho Canónico, en su canon 331 se afirma que el Romano Pontífice tiene “potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente”.

No hablo ya de la teoría de la “plenitudo potestatis”, que los teólogos de los siglos XI al XIII se inventaron para justificar un poder absoluto del papa sobre el mundo entero. No viene a cuento esta vergonzosa historia, cuando se trata de enjuiciar el gobierno de un papa actual.

El problema está en saber si un papa de hoy puede o no puede modificar leyes, tradiciones o normas que se refieren al gobierno y a la vida de la Iglesia en asuntos de importancia. Por ejemplo, ¿puede un papa modificar la liturgia o el Derecho Canónico, en asuntos que no son “verdades de fe divina y católica” y que, por tanto, no son “dogmas” inmutables? ¿Podría un papa cambiar todo lo que, en el Derecho Canónico, está en contra de los Derechos Humanos? ¿Qué es más importante para la Iglesia? ¿Ser fiel a tradiciones del pasado, que no son verdades reveladas y de fe? ¿O ser coherente para la solución de problemas del presente, que mucha gente quiere ver resueltas para poder tener fe?

Planteada así la cuestión, la respuesta parece lógica y coherente. El papa no puede modificar lo que pertenece a la fe de la Iglesia. Esto es evidente. Sin embargo, lo que el papa puede, y sobre todo debe, es gestionar el gobierno de la Iglesia de manera que lo importante y decisivo no sea tener una Curia Romana bien organizada, sino presentar ante el mundo una Iglesia que sea vista por la gente como una institución coherente, fiel al Evangelio de Jesús el Señor y como una luz de esperanza y salvación para tantas personas que sufren más de lo que se puede soportar.

Es evidente que, si el problema se plantea en estos términos, la solución tendría que ser clara y urgente: modificar todo lo que no toque a las verdades que son “dogmas de fe” y que, al mismo tiempo, está reclamando una puesta al día, para que la Iglesia no sea una institución trasnochada y del pasado, sino actual y que responda a lo que la gente necesita en nuestro tiempo. ¿Es que el papa no puede hacer esto? ¿No es esto lo que el Vicario de Cristo en la tierra tiene que hacer?

Pues bien, llegados a este punto, la respuesta no parece ofrecer duda alguna. Un papa responsable, libre y coherente, tendría que ponerse a trabajar, con todos los expertos que necesite, para dar la debida respuesta a las preguntas que acabo de hacer.

Sin embargo, esa respuesta, que parece tan clara y tan obvia, en realidad no lo es. Ni resulta tan fácil o patente. ¿Por qué? Porque, en todo este asunto, entran en juego otros “datos” (o si se quiere, otros “componentes”), que son indispensables y de los que un papa no puede prescindir, ni puede desentenderse. ¿A qué me refiero?

Un papa no es, ante todo, un “Jefe de Estado”. Antes que eso – y prescindiendo de eso -, el papa es la “autoridad suprema de una institución religiosa”. Es, por tanto, el máximo responsable de la unidad de cuantos libremente pertenecen a esa institución. De ahí que el papa tiene que cuidar y proteger, no sólo la “ortodoxia de la fe”, sino además (y al mismo tiempo) la “unión de los creyentes”. Un problema, este último, sumamente delicado, complicado y extremadamente difícil. Sobre todo, si tenemos en cuenta que Jesús, el que fue origen de la Iglesia y es su centro y su razón de ser, manifestó como deseo último y supremo de su vida, que todos cuantos creamos en él, nos mantengamos unidos (“Padre santo, guárdalos unidos… que todos sean uno”) (Jn 17, 11. 21…).

Ahora bien, de sobra sabemos que la Iglesia está fragmentada, dividida, rota. El papa Francisco está haciendo esfuerzos notables y hasta pasando por humillaciones muy duras, con el anhelo de ir acercando posturas, con vistas a reconstruir, en la medida de lo posible, la unidad perdida de tantos millones de personas que, por incontables problemas, se ha separado en sectas y credos distintos. De forma que la fe religiosa ha venido a ser el vehículo de la separación y hasta el odio, en lugar de unirnos a todos los que miramos a Jesús y su Evangelio como fuente de esperanza y salvación.

Así las cosas, mi punto de vista es que el papa Francisco ha tomado el camino más razonable que un “papa responsable” puede y debe tomar en este momento. Francisco ha tomado decididamente el camino del Evangelio. El camino de los marginados y los excluidos, de los que sufren y se ven despreciados. Francisco lo predica así. Pero sobre todo lo hace. Y lo vive. Se acerca a la gente todo cuanto le es posible.
Retomando un tema del que se ha hablado estos días, Jesús no designó a ninguna mujer para que fuera “apóstol”. En aquella sociedad, una mujer no podía ser “testigo oficial” de nada. Pero quiero (y debo) destacar que las mujeres son el único colectivo de personas con el que Jesús no tuvo el menor roce o dificultad. Jesús censuró duramente a los apóstoles, por su falta de fe y sus ambiciones de poder. Con las mujeres jamás, ninguna dificultad. Todo lo contrario. Siempre las defendió, siempre se puso de su parte. Y defendió su igualdad de derechos con el hombre, como queda patente en Mt 19, 1-12; Mc 10, 1-12; cf. Dt 24, 1.

Nadie se imagina, ni sabe, cómo se encontró Francisco la Iglesia cuando fue elegido en el conclave, hace cinco años. Yo puedo asegurar que, pocos días antes de saberse la noticia de la renuncia de Benedicto XVI al papado, una personalidad muy importante en Roma me dijo: “Reza por la Iglesia, que está tan mal, que más bajo, ya no puede caer”. No me dijo más. A los pocos días, se produjo el cambio.

¿Ha podido el papa Francisco hacer más de lo que ha hecho? Nadie lo sabe. Ni seguramente se puede saber. Lo que me parece indudable es que el papa Francisco le ha dado un giro nuevo al papado. Un giro nuevo que no tiene ya vuelta atrás. El hieratismo, la distancia, la solemnidad de tiempos pasados, toda esa parafernalia de soñadores extraviados, por fin, quedó arrumbada. Sencillamente porque ha sido suplantada por el Evangelio.