José
M. Castillo S.
www.religiondigital.com / 14-03-18
Con
motivo del 5º aniversario de la elección del P. Jorge Mario Bergoglio para el
papado, numerosos periodistas y escritores han expresado sus puntos de vista
sobre el papa Francisco y su forma de ejercer el poder y la autoridad en la
Iglesia. Como es lógico, en el reducido espacio de una “entrada” en el blog, no
es posible decir todo lo que habría explicar sobre un asunto, como éste, que
resulta demasiado complejo y nada fácil de exponer. Por eso, me limitaré a lo
que me parece más fundamental.
Si
nos atenemos a lo que dice, sobre el poder del papa, el Código de Derecho Canónico,
en su canon 331 se afirma que el Romano Pontífice tiene “potestad ordinaria,
que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre
ejercer libremente”.
No
hablo ya de la teoría de la “plenitudo potestatis”, que los teólogos de los
siglos XI al XIII se inventaron para justificar un poder absoluto del papa
sobre el mundo entero. No viene a cuento esta vergonzosa historia, cuando se
trata de enjuiciar el gobierno de un papa actual.
El
problema está en saber si un papa de hoy puede o no puede modificar leyes,
tradiciones o normas que se refieren al gobierno y a la vida de la Iglesia en
asuntos de importancia. Por ejemplo, ¿puede un papa modificar la liturgia o el
Derecho Canónico, en asuntos que no son “verdades de fe divina y católica” y
que, por tanto, no son “dogmas” inmutables? ¿Podría un papa cambiar todo lo
que, en el Derecho Canónico, está en contra de los Derechos Humanos? ¿Qué es
más importante para la Iglesia? ¿Ser fiel a tradiciones del pasado, que no son
verdades reveladas y de fe? ¿O ser coherente para la solución de problemas del
presente, que mucha gente quiere ver resueltas para poder tener fe?
Planteada
así la cuestión, la respuesta parece lógica y coherente. El papa no puede
modificar lo que pertenece a la fe de la Iglesia. Esto es evidente. Sin
embargo, lo que el papa puede, y sobre todo debe, es gestionar el gobierno de
la Iglesia de manera que lo importante y decisivo no sea tener una Curia Romana
bien organizada, sino presentar ante el mundo una Iglesia que sea vista por la
gente como una institución coherente, fiel al Evangelio de Jesús el Señor y
como una luz de esperanza y salvación para tantas personas que sufren más de lo
que se puede soportar.
Es
evidente que, si el problema se plantea en estos términos, la solución tendría
que ser clara y urgente: modificar todo lo que no toque a las verdades que son
“dogmas de fe” y que, al mismo tiempo, está reclamando una puesta al día, para
que la Iglesia no sea una institución trasnochada y del pasado, sino actual y
que responda a lo que la gente necesita en nuestro tiempo. ¿Es que el papa no
puede hacer esto? ¿No es esto lo que el Vicario de Cristo en la tierra tiene
que hacer?
Pues
bien, llegados a este punto, la respuesta no parece ofrecer duda alguna. Un papa
responsable, libre y coherente, tendría que ponerse a trabajar, con todos los
expertos que necesite, para dar la debida respuesta a las preguntas que acabo
de hacer.
Sin
embargo, esa respuesta, que parece tan clara y tan obvia, en realidad no lo es.
Ni resulta tan fácil o patente. ¿Por qué? Porque, en todo este asunto, entran
en juego otros “datos” (o si se quiere, otros “componentes”), que son
indispensables y de los que un papa no puede prescindir, ni puede
desentenderse. ¿A qué me refiero?
Un
papa no es, ante todo, un “Jefe de Estado”. Antes que eso – y prescindiendo de
eso -, el papa es la “autoridad suprema de una institución religiosa”. Es, por
tanto, el máximo responsable de la unidad de cuantos libremente pertenecen a
esa institución. De ahí que el papa tiene que cuidar y proteger, no sólo la
“ortodoxia de la fe”, sino además (y al mismo tiempo) la “unión de los
creyentes”. Un problema, este último, sumamente delicado, complicado y
extremadamente difícil. Sobre todo, si tenemos en cuenta que Jesús, el que fue
origen de la Iglesia y es su centro y su razón de ser, manifestó como deseo
último y supremo de su vida, que todos cuantos creamos en él, nos mantengamos
unidos (“Padre santo, guárdalos unidos… que todos sean uno”) (Jn 17, 11. 21…).
Ahora
bien, de sobra sabemos que la Iglesia está fragmentada, dividida, rota. El papa
Francisco está haciendo esfuerzos notables y hasta pasando por humillaciones
muy duras, con el anhelo de ir acercando posturas, con vistas a reconstruir, en
la medida de lo posible, la unidad perdida de tantos millones de personas que,
por incontables problemas, se ha separado en sectas y credos distintos. De
forma que la fe religiosa ha venido a ser el vehículo de la separación y hasta
el odio, en lugar de unirnos a todos los que miramos a Jesús y su Evangelio
como fuente de esperanza y salvación.
Así
las cosas, mi punto de vista es que el papa Francisco ha tomado el camino más
razonable que un “papa responsable” puede y debe tomar en este momento. Francisco
ha tomado decididamente el camino del Evangelio. El camino de los marginados y
los excluidos, de los que sufren y se ven despreciados. Francisco lo predica
así. Pero sobre todo lo hace. Y lo vive. Se acerca a la gente todo cuanto le es
posible.
Retomando
un tema del que se ha hablado estos días, Jesús no designó a ninguna mujer para
que fuera “apóstol”. En aquella sociedad, una mujer no podía ser “testigo
oficial” de nada. Pero quiero (y debo) destacar que las mujeres son el único
colectivo de personas con el que Jesús no tuvo el menor roce o dificultad.
Jesús censuró duramente a los apóstoles, por su falta de fe y sus ambiciones de
poder. Con las mujeres jamás, ninguna dificultad. Todo lo contrario. Siempre
las defendió, siempre se puso de su parte. Y defendió su igualdad de derechos
con el hombre, como queda patente en Mt 19, 1-12; Mc 10, 1-12; cf. Dt 24, 1.
Nadie
se imagina, ni sabe, cómo se encontró Francisco la Iglesia cuando fue elegido
en el conclave, hace cinco años. Yo puedo asegurar que, pocos días antes de
saberse la noticia de la renuncia de Benedicto XVI al papado, una personalidad
muy importante en Roma me dijo: “Reza por la Iglesia, que está tan mal, que más
bajo, ya no puede caer”. No me dijo más. A los pocos días, se produjo el
cambio.
¿Ha
podido el papa Francisco hacer más de lo que ha hecho? Nadie lo sabe. Ni
seguramente se puede saber. Lo que me parece indudable es que el papa Francisco
le ha dado un giro nuevo al papado. Un giro nuevo que no tiene ya vuelta atrás.
El hieratismo, la distancia, la solemnidad de tiempos pasados, toda esa
parafernalia de soñadores extraviados, por fin, quedó arrumbada. Sencillamente
porque ha sido suplantada por el Evangelio.