José
Mª Castillo S.
www.atrio.org
/ 02/03/18
La
parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (Lc 16:19-31) nos enseña, entre
otras cosas, lo inquietante y peligroso que es el “pecado de omisión”. Es el
pecado que consiste en dejar las cosas como están. Porque “el mundo es como
es”. O también, “las cosas son como son”. Y yo no puedo cambiar ni el mundo ni
las cosas. De ahí que el interés, o el proyecto de la vida, lo centra cada cual
“en sí mismo”. Cosa que se puede hacer por el egoísmo burdo del que se dedica a
pasar la vida lo mejor que puede, como fue el caso del rico epulón, que se
dedicaba a banquetear cada día y a vestirse con el lujo más refinado. O también
se puede hacer –lo de centrar la vida en sí mismo– por un motivo religioso.
Porque el sujeto ya ha encontrado a Dios y se ha relacionado con Dios. Es
decir, tiene su conciencia en paz y se siente espiritualmente satisfecho.
Es
el caso del “sacerdote” y del “levita”, que se mencionan en la parábola del buen
samaritano (Lc 10:31). Los dos “bajaban” (“katébainen”) (F. Fendrich). Si
bajaban por aquel camino, es que (sin duda alguna) descendían del monte donde
estaba el templo, en Jerusalén, y viajaban hacia Jericó. O sea, lo mismo que el
rico epulón se sentía satisfecho por su buena mesa y su buen vestir, el
sacerdote y el levita se sentían también satisfechos porque el problema, que a
ellos les preocupaba, que no era un vulgar problema “material”, sino un
problema “intelectual”, el problema de Dios. Es decir, dónde y cómo encontrar a
Dios. El “epulón” lo satisfacía en su casa, en sus banquetes y en su buen
vestir. El “sacerdote” y el “levita” resolvían ese problema en el templo. La
cuestión era vivir sin preocupaciones. ¿Y qué hacemos con el mendigo del portal
o con el apaleado del camino? “El mundo es como es”. Y lo que cada cual tiene
que hacer es vivir en paz.
Como
dicen los hombres religiosos del Oriente unitario, vivir en el “Dharma”
profundo, difícil de comprender, difícil de alcanzar, ya que su iluminación es
tranquilidad y silencio; es excelente, trasciende el campo del análisis y las
distinciones, es sutil, es una realidad que solo puede ser conocida por la
sabiduría”. Es pura mística, en el sentido más radical, pero quizá también el
más peligroso. Ya que, entonces, “la naturaleza y yo nos hacemos uno”. ¿Y lo
demás? ¿Y los demás? “El mundo es como es”, Y yo no lo voy a cambiar.
Así
las cosas, lo primero que se me ocurre aquí es recordar lo que, hace ya
bastantes años (en 1969) escribió John K. Galbraith, uno de los más importantes
economistas del siglo pasado. Este hombre fue enviado, por la administración de
EE. UU., como embajador de su país a la India. Pues bien, al terminar sus años
de estancia, en uno de los países más religiosos del mundo, publicó un libro (Ambassador’s
Journal, 1969), en el que recogía sus impresiones de la estancia en India. Y en
ese libro afirmaba que la causa más determinante de la pobreza y el hambre en
aquel país era precisamente la religión que allí se vivía. Porque era una
religión que, desde su profunda espiritualidad unitaria, lo que en realidad
fomentaba era la aceptación que la vida le asigna a cada cual para que acepte y
viva, en la resignación y mayor paz posibles, la suerte que la ha tocado en
este mundo. Y entonces, como es lógico, un país, en el que cada ciudadano vive
resignado y aceptando la suerte que le ha tocado en la vida, ¿dónde va a
encontrar el poco bienestar que puede tener en la vida? En la paz unitaria de
su propia intimidad. Posiblemente, no le queda otra salida.
Por
supuesto, yo no soy quién para asegurar que todo esto es así. En todo caso, y a
la vista del notable interés que suscita el tema de los diversos paradigmas
sobre el tema de Dios y la espiritualidad, me ha parecido que puede tener quizá
utilidad indicar algunas cosas, que pueden interesar a algunas personas
preocupadas por el tema de Dios y de la religión.
Ante
todo, el Homo Sapiens no empezó a practicar la religión para buscar a Dios.
Mucha gente no sabe que “Dios es un producto tardío en la historia de la
religión” (cf. la bibliografía es muy abundante sobre este asunto capital. Cf.
Walter Burkert, Homo Necans, con amplia documentación). Si el ser humano
apareció hace unos cien mil años, el pensamiento simbólico y las expresiones
simbólicas, relativas a “lo religioso” (ritos, sacrificios, cultos funerarios,
etc.), se practicaron, sin mención alguna de Dios, durante más de ochenta mil
años (cf. Ian Tattersall, Richard Leakey, Carl Sagan, etc.). Baste pensar que
Ina Wunn ha escrito un volumen de más de 500 pgs. sobre Las religiones en la prehistoria, en el que no se menciona a Dios.
Además,
es importante tener muy claro que Dios no es un componente de la religión.
Porque Dios es trascendente, es decir, no está al alcance del entendimiento
humano. O sea, no sabemos, ni podemos saber, cómo es Dios.
La religión es inmanente
y, por tanto, es un hecho cultural. En cada cultura, los humanos nos
“representamos” a Dios de acuerdo con la propia cultura. Pero una “representación cultural de
Dios” no es “Dios”, el Dios Trascendente. No puede serlo. Ya he dicho que la
religión es un “hecho cultural”, mientras que Dios no puede ser un “hecho
cultural”, ya que (en tal caso) Dios sería un producto nuestro, un producto
humano.
Por
otra parte, si el tema de Dios se piensa desde el concepto de “lo infinito”, en
tal caso nos imaginamos a Dios como “poder sin fin”, “amor sin fin”, etc. Pero,
si echamos por ese camino, nos metemos sin remedio en un callejón sin salida.
Porque entramos en una contradicción insoluble. ¿Cómo conciliar el poder sin
límites y el amor sin límites con el problema del mal en el mundo? Si Dios es
tan poderoso y es tan bueno, ¿cómo ha hecho (o permite) este mundo tan
espantosamente limitado, perverso y sobrecargado de tanto dolor y de tanto
sufrimiento?
La
solución, que el cristianismo le ha dado a este problema, ha sido la
“Encarnación de Dios” (“humanización de Dios”) en Jesús. Es decir, en aquel
modesto galileo, que fue Jesús de Nazaret, se nos reveló Dios y se nos dio a
conocer el mismo Dios. Esto está claramente e insistentemente repetido en el
Nuevo Testamento (Jn 1:18; 10:38; 14:9-11; Mt 11:27; Lc 10:21-22; Fil 2:6-7;
Col 1:15; Heb 1:1-2).
Ahora
bien, esto nos viene a decir que los humanos no podemos hablar de Dios mediante
nuestras ideas, nuestras palabras o nuestros sentimientos, sino mediante
nuestra vida, nuestra conducta, nuestro comportamiento. Esto es lo que expresa
y lo que explica en quién creemos y en lo que creemos. Nuestra forma de vivir,
nuestro proyecto de vida, el paradigma de nuestra conducta, eso es lo que dice
cuáles son nuestras verdaderas creencias. Nuestras obras, nuestro proyecto de
vida es el que le dice a la gente en qué y en quién creemos de verdad.
Jesús
mismo lo dijo con toda claridad: “Si no creéis en mí, creed en mis obras” (Jn
10:38). Las “obras”, en el evangelio de Juan, y los “frutos”, en los
sinópticos, es decir, la conducta, el proyecto de vida, eso es lo que revela en
qué es en lo que cada cual cree de verdad. Por tanto, la forma de vida y el
proyecto de vida de cada cual, eso (y nada más que eso) es que le dice a la
gente en qué y en quién cree cada cual. Eso, y sólo eso, es lo que revela o
niega a Dios.
Esto
supuesto, lo decisivo es tener muy claro que el paradigma religioso de Jesús
fue uno y muy firme: aliviar el sufrimiento de quienes lo pasan mal en la vida.
Jesús, por tanto, nos reveló a Dios en el paradigma de la justicia, la
rectitud, la honestidad, la bondad, la misericordia, la lucha contra el
sufrimiento y, sobre todo, la identificación con quienes lo pasan peor en la
vida. Éste es el lenguaje que, según el cristianismo, habla de Dios, nos
explica a Dios y nos propone el paradigma que explica a Dios. Es, por decirlo
mediante un ejemplo muy sencillo, claro y actual, el paradigma de vida que nos
presenta el estilo y la forma de vida del Papa Francisco.
Como
ha escrito acertadamente Juan Antonio Estrada, “ante una cultura inhóspita a la
religión, hay un refugio en la interioridad, en la meditación, en la conciencia
vivencial de lo divino, dejando sin tocar los condicionamientos externos. La
crítica moderna ha denunciado las formas religiosas que tienden a la “fuga
mundi”. El peligro está en refugiarse en un gueto espiritualista, ajeno a la
realidad de la sociedad en que se vive” (Las muertes de Dios. Ateísmo y
espiritualidad, Madrid, Trotta, 2018, 187-188).