Leonardo Boff
www.servicioskoinonia.org / 23-03-18
Han pasado ya cinco años del papado de
Francisco, obispo de Roma y Papa de la Iglesia universal. Muchos han hecho balances
minuciosos y brillantes sobre esta nueva primavera que ha irrumpido en la
Iglesia. Por mi parte enfatizo solo algunos puntos que interesan a nuestra
realidad.
El primero es la revolución hecha en la
figura del papado, vivida en persona por él mismo. Ya no es el Papa imperial
con todos los símbolos heredados de los emperadores romanos. Francisco se
presenta como simple persona, como quien viene del pueblo. Sus primeras
palabras de saludo fueron decir a los fieles “buona sera”: buenas noches. A
continuación, se presentó como obispo de Roma, llamado a dirigir en el amor a
la Iglesia que está en el mundo entero. Antes de dar él la bendición oficial,
pidió al pueblo que lo bendijese. Se fue a vivir no a un palacio –lo que habría
hecho llorar a Francisco de Asís– sino a una casa de huéspedes. Y come allí con
ellos.
El segundo punto importante es anunciar el
evangelio como alegría, como superabundancia de sentido de vivir y menos como
doctrina de los catecismos. No se trata de llevar a Cristo al mundo secularizado,
sino de descubrir su presencia en él por la sed de espiritualidad que se nota
en todas partes.
El
tercer punto es colocar en el centro de su actividad tres polos: el encuentro
con Cristo vivo, el amor apasionado por los pobres y el cuidado de la Madre
Tierra.
El centro es Cristo, no el Papa. El encuentro vivo con Cristo tiene primacía
sobre la doctrina.
En vez de la ley anuncia incansablemente
la misericordia y la revolución de la ternura, como lo dijo a los obispos
brasileros en el viaje a nuestro país.
El amor a los pobres lo expresó en su
primera intervención oficial: “cómo me gustaría que la Iglesia fuese la Iglesia
de los pobres”. Fue al encuentro de los refugiados que llegan a la isla de
Lampedusa en el sur de Italia. Allí dijo palabras duras contra cierto tipo de
civilización moderna que ha perdido el sentido de la solidaridad y ya no sabe
llorar por el sufrimiento de sus semejantes.
Suscitó la alarma ecológica con su
encíclica Laudato Si: sobre el cuidado de la Casa Común (2015), dirigida a toda
la humanidad. Muestra clara conciencia de los peligros que corren el
sistema-vida y el sistema-Tierra. Por eso expande el discurso ecológico más
allá del ambientalismo. Dice enfáticamente que debemos hacer una revolución
ecológica global (n. 5). La ecología es integral y no solo verde, pues
involucra a la sociedad, la política, la cultura, la educación, la vida
cotidiana y la espiritualidad. Une el grito de los pobres con el grito de la
Tierra (n. 49). Nos invita a sentir como nuestro el dolor de la naturaleza,
pues todos estamos interligados y envueltos en un tejido de relaciones. Nos
pide «alimentar una pasión por el cuidado del mundo… una mística que nos anime,
unos móviles interiores que impulsen, motiven, alienten y den sentido a la acción
personal y comunitaria» (nº 216).
El cuarto punto significativo ha sido
presentar a la Iglesia no como un castillo cerrado y cercado de enemigos, sino
como un hospital de campaña que acoge a todos sin reparar en su extracción de
clase, de color o de religión. Una Iglesia en permanente salida hacia los
otros, especialmente hacia las periferias existenciales que abundan en todo el
mundo. Ella debe servir de aliento, infundir esperanza y mostrar a un Cristo
que vino a enseñarnos a vivir como hermanos y hermanas, en el amor, la
igualdad, la justicia, abiertos al Padre que tiene características de Madre de
misericordia y de bondad.
Por último, muestra clara conciencia de
que el evangelio se opone a las potencias de este mundo que acumulan
absurdamente, dejando en la miseria a gran parte de la humanidad. Vivimos bajo
un sistema que coloca el dinero en el centro, que es asesino de los pobres y
depredador de los bienes y servicios de la naturaleza. Contra ellos tiene las
palabras más duras. Dialoga con todas las tradiciones religiosas y
espirituales. En el lavatorio de los pies del Jueves Santo estaba una niña
musulmana.
Quiere a las Iglesias, con sus
diferencias, unidas en el servicio al mundo, especialmente a los más
desamparados. Es el verdadero ecumenismo de misión.
Con este Papa que “viene del fin del
mundo” termina una Iglesia occidental y comienza una Iglesia universal,
adecuada a la fase planetaria de la humanidad, llamada a encarnarse en las
distintas culturas y construir ahí un nuevo rostro a partir de la riqueza
inagotable del evangelio.