Leonardo Boff
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/ 05/03/18
Jesús es judío, y no cristiano, pero
rompió con el antifeminismo de su tradición religiosa. Considerando su gesta y
sus palabras se percibe que se mostraba sensible a todo lo que pertenece a la
esfera de lo femenino, en contraposición a los valores de lo masculino
cultural, centrado en la sumisión de la mujer. En él encontramos, con frescor
originario, sensibilidad, capacidad de amar y perdonar, ternura con los niños,
con los pobres y compasión con los sufridores de este mundo; apertura
indiscriminada a todos, especialmente a Dios, al que llama Papá (Abba). Vive
rodeado de discípulos, hombres y mujeres. Desde que inicia su peregrinación de
predicador, ellas lo siguen (Lc 8:1-3; 23:49; 24:6-10; cf. E.
Schlüsser-Fiorenza, Discipulado de iguales, 1995).
En razón de la Utopía que predica –el
Reino de Dios, que es la liberación de todo tipo de opresión–, rompe varios
tabús que pesaban sobre las mujeres. Mantiene una profunda amistad con Marta y
María (Lc 10:38). Contra el ethos del tiempo, conversa públicamente y a solas
con una hereje samaritana, causando asombro a los discípulos (Jn 7:53-8:10). Se
deja tocar y ungir los pies por una conocida prostituta, Magdalena (Lc 7:36-50).
Son varias las mujeres que se beneficiaron de su cuidado: la suegra de Pedro
(Lc 4:38-39); la madre del joven de Naín, resucitado por Jesús (Lc 7:11-17); la
hijita muerta de Jairo, un jefe de la sinagoga (Mt 9:18-29); la mujer encorvada
(Lc 13:10-17); la pagana sirofenicia, cuya hija psíquicamente enferma fue
liberada (Mc 7:26); y la mujer que sufría de un flujo de sangre desde hacía
doce años (Mt 9:20-22). Todas fueron curadas.
En sus parábolas aparecen muchas mujeres,
especialmente mujeres pobres, como la que perdió la moneda (Lc 15:8-10), la
viuda que echó dos centavos en el cofre del templo y era todo lo que tenía (Mc
12:41-44), la otra viuda, valiente, que se enfrentó al juez (Lc 18:1-8)...
Nunca son presentadas como discriminadas, sino con toda su dignidad, a la
altura de los varones. La crítica que hace de la práctica social del divorcio
por los motivos más fútiles y la defensa del lazo indisoluble del amor (Mc 10:1-10)
tienen su sentido ético de salvaguarda de la dignidad de la mujer.
Si admiramos la sensibilidad femenina de
Jesús (la dimensión anima), su profundo sentido espiritual de la vida, hasta el
punto de ver su acción providente en cada detalle de la vida como en los lirios
del campo, entonces debemos también suponer que él profundizó esta dimensión a
partir de su contacto con las mujeres con las que convivió. Jesús aprendió, no
sólo enseñó. Las mujeres con su anima completaron su masculino, el animus.
En resumen, el mensaje y la práctica de Jesús significan una ruptura con la situación imperante y la introducción de un nuevo tipo de relación, fundado no en el orden patriarcal de la subordinación, sino en el amor como mutua donación que incluye la igualdad entre el hombre y la mujer. La mujer irrumpe como persona, hija de Dios, destinataria del sueño de Jesús y convidada a ser, junto con los varones, también discípulas y miembros de un nuevo tipo de humanidad.
Un dato de la investigación reciente viene
a confirmar esta constatación. Dos textos, llamados evangelios apócrifos, el Evangelio
de María (edición de Vozes 1998) y el Evangelio de Felipe (Vozes 2006) muestran
una relación claramente afectiva de Jesús. Como varón él vivió profundamente
esta dimensión.
Allí se dice que él mantenía una relación
especial con María de Magdala, llamada “compañera” (koinónos). En el evangelio
de María, Pedro confiesa: “Hermana, nosotros sabemos que el Maestro te amó de
modo diferente a las otras mujeres” (op. cit. p. 111) y Leví reconoce que “el
Maestro la amó más que a nosotros”. Ella es presentada como su interlocutora
principal, comunicándole enseñanzas no disponibles para los discípulos. De las
46 preguntas que los discípulos hacen a Jesús después de su resurrección, 39
son hechas por María de Magdala (cf. Traducción y comentario de J.Y. Leloup,
Vozes 2006, pp.25-46).
El Evangelio de Felipe dice todavía: “Tres
acompañaban siempre al Maestro, María su madre, la hermana de su madre y Miriam
de Magdala, que es conocida como su compañera porque Miriam es para Él una
hermana, una madre y una esposa” (koinónos: Evangelio de Felipe, Vozes 2006, p.
71). Más adelante particulariza afirmando: “El Señor amaba a María más que a
todos los demás discípulos y la besaba frecuentemente en la boca. Los
discípulos, al ver que la amaba, le preguntaban: ¿por qué la amas a ella más
que a todos nosotros? El Redentor les respondió diciendo: ¿Y qué?, ¿no debo
amarla a ella tanto como a vosotros?” (Evangelio de Felipe, op. cit. p. 89).
Aunque tales relatos puedan ser
interpretados en el sentido espiritual de los gnósticos, pues esa es su matriz,
no debemos –dicen reconocidos exégetas (cf. A. Piñero, El otro Jesús: la vida
de Jesús en los apócrifos, Córdoba 1993, p. 113)–, excluir un fondo histórico
verdadero, a saber, una relación concreta y carnal de Jesús con María de Magdala,
base para el sentido espiritual. ¿Por qué no? ¿Hay algo más sagrado que el amor
afectivo entre un hombre (el Hijo del Hombre, Jesús) y una mujer?
Un antiguo dicho de la teología afirma
«todo aquello que no es asumido por Jesucristo no está redimido». Si la
sexualidad no hubiese sido asumida por Jesús, no habría sido redimida. La
dimensión sexuada de Jesús no quita nada de su dimensión divina. Antes bien, la
hace concreta e histórica. Es su lado profundamente humano.