Congregación para la Doctrina de la Fe
Carta Placuit Deo
a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la salvación cristiana
I. Introducción
1. «Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2 P 1, 4). […] Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación»[1]. La enseñanza sobre la salvación en Cristo requiere siempre ser profundizada nuevamente. Manteniendo fija la mirada en el Señor Jesús, la Iglesia se dirige con amor materno a todos los hombres, para anunciarles todo el designio de la Alianza del Padre que, a través del Espíritu Santo, quiere «recapitular en Cristo todas las cosas» (cf. Ef 1,1 0). La presente Carta pretende resaltar, en el surco de la gran tradición de la fe y con particular referencia a la enseñanza del Papa Francisco, algunos aspectos de la salvación cristiana que hoy pueden ser difíciles de comprender debido a las recientes transformaciones culturales.
II. El impacto de las transformaciones culturales de hoy en el significado de la salvación cristiana
2. El mundo contemporáneo percibe no sin dificultad la confesión de la fe cristiana, que proclama a Jesús como el único Salvador de toda el hombre y de toda la humanidad (cf. Hch 4, 12; Rm 3, 23-24; 1 Tm 2, 4-5; Tt 2, 11-15).[2] Por un lado, el individualismo centrado en el sujeto autónomo tiende a ver al hombre como un ser cuya realización depende únicamente de su fuerza.[3] En esta visión, la figura de Cristo corresponde más a un modelo que inspira acciones generosas, con sus palabras y gestos, que a Aquel que transforma la condición humana, incorporándonos en una nueva existencia reconciliada con el Padre y entre nosotros a través del Espíritu (cf. 2 Co 5, 19; Ef 2, 18). Por otro lado, se extiende la visión de una salvación meramente interior, la cual tal vez suscite una fuerte convicción personal, o un sentimiento intenso, de estar unidos a Dios, pero no llega a asumir, sanar y renovar nuestras relaciones con los demás y con el mundo creado. Desde esta perspectiva, se hace difícil comprender el significado de la Encarnación del Verbo, por la cual se convirtió miembro de la familia humana, asumiendo nuestra carne y nuestra historia, por nosotros los hombres y por nuestra salvación.
3. El Santo Padre Francisco, en su magisterio ordinario, se ha referido a menudo a dos tendencias que representan las dos desviaciones que acabamos de mencionar y que en algunos aspectos se asemejan a dos antiguas herejías: el pelagianismo y el gnosticismo.[4] En nuestros tiempos, prolifera una especia de neo-pelagianismo para el cual el individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende, en lo más profundo de su ser, de Dios y de los demás. La salvación es entonces confiada a las fuerzas del individuo, o las estructuras puramente humanas, incapaces de acoger la novedad del Espíritu de Dios.[5] Un cierto neo-gnosticismo, por su parte, presenta una salvación meramente interior, encerrada en el subjetivismo,[6] que consiste en elevarse «con el intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida».[7] Se pretende, de esta forma, liberar a la persona del cuerpo y del cosmos material, en los cuales ya no se descubren las huellas de la mano providente del Creador, sino que ve sólo una realidad sin sentido, ajena de la identidad última de la persona, y manipulable de acuerdo con los intereses del hombre.[8] Por otro lado, está claro que la comparación con las herejías pelagiana y gnóstica solo se refiere a rasgos generales comunes, sin entrar en juicios sobre la naturaleza exacta de los antiguos errores. De hecho, la diferencia entre el contexto histórico secularizado de hoy y el de los primeros siglos cristianos, en el que nacieron estas herejías, es grande[9]. Sin embargo, en la medida en que el gnosticismo y el pelagianismo son peligros perennes de una errada comprensión de la fe bíblica, es posible encontrar cierta familiaridad con los movimientos contemporáneos apenas descritos.
4. Tanto el individualismo neo-pelagiano como el desprecio neo-gnóstico del cuerpo deforman la confesión de fe en Cristo, el Salvador único y universal. ¿Cómo podría Cristo mediar en la Alianza de toda la familia humana, si el hombre fuera un individuo aislado, que se autorrealiza con sus propias fuerzas, como lo propone el neo-pelagianismo? ¿Y cómo podría llegar la salvación a través de la Encarnación de Jesús, su vida, muerte y resurrección en su verdadero cuerpo, si lo que importa solamente es liberar la interioridad del hombre de las limitaciones del cuerpo y la materia, según la nueva visión neo-gnóstica? Frente a estas tendencias, la presente Carta desea reafirmar que la salvación consiste en nuestra unión con Cristo, quien, con su Encarnación, vida, muerte y resurrección, ha generado un nuevo orden de relaciones con el Padre y entre los hombres, y nos ha introducido en este orden gracias al don de su Espíritu, para que podamos unirnos al Padre como hijos en el Hijo, y convertirnos en un solo cuerpo en el «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29).
III. Aspiración humana a la salvación
5. El hombre se percibe a sí mismo, directa o indirectamente, como un enigma: ¿Quién soy yo que existo, pero no tengo en mí el principio de mi existir? Cada persona, a su modo, busca la felicidad, e intenta alcanzarla recurriendo a los recursos que tiene a disposición. Sin embargo, esta aspiración universal no necesariamente se expresa o se declara; más bien, es más secreta y oculta de lo que parece, y está lista para revelarse en situaciones particulares. Muy a menudo coincide con la esperanza de la salud física, a veces toma la forma de ansiedad por un mayor bienestar económico, se expresa ampliamente a través de la necesidad de una paz interior y una convivencia serena con el prójimo. Por otro lado, si bien la cuestión de la salvación se presenta como un compromiso por un bien mayor, también conserva el carácter de resistencia y superación del dolor. A la lucha para conquistar el bien, se une la lucha para defenderse del mal: de la ignorancia y el error, de la fragilidad y la debilidad, de la enfermedad y la muerte.
6. Con respecto a estas aspiraciones, la fe en Cristo nos enseña, rechazando cualquier pretensión de autorrealización, que solo se pueden realizar plenamente si Dios mismo lo hace posible, atrayéndonos hacia Él mismo. La salvación completa de la persona no consiste en las cosas que el hombre podría obtener por sí mismo, como la posesión o el bienestar material, la ciencia o la técnica, el poder o la influencia sobre los demás, la buena reputación o la autocomplacencia.[10] Nada creado puede satisfacer al hombre por completo, porque Dios nos ha destinado a la comunión con Él y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Él.[11] «La vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina».[12] La revelación, de esta manera, no se limita a anunciar la salvación como una respuesta a la expectativa contemporánea. «Si la redención, por el contrario, hubiera de ser juzgada o medida por la necesidad existencial de los seres humanos, ¿cómo podríamos soslayar la sospecha de haber simplemente creado un Dios Redentor a imagen de nuestra propia necesidad?».[13]
7. Además es necesario afirmar que, de acuerdo con la fe bíblica, el origen del mal no se encuentra en el mundo material y corpóreo, experimentada como un límite o como una prisión de la que debemos ser salvados. Por el contrario, la fe proclama que todo el cosmos es bueno, en cuanto creado por Dios (cf. Gn 1, 31; Sb 1, 13-14; 1 Tm 4 4), y que el mal que más daña al hombre es el que procede de su corazón (cf. Mt 15, 18-19; Gn 3, 1-19). Pecando, el hombre ha abandonado la fuente del amor y se ha perdido en formas espurias de amor, que lo encierran cada vez más en sí mismo. Esta separación de Dios – de Aquel que es fuente de comunión y de vida – que conduce a la pérdida de la armonía entre los hombres y de los hombres con el mundo, introduciendo el dominio de la disgregación y de la muerte (cf. Rm 5, 12). En consecuencia, la salvación que la fe nos anuncia no concierne solo a nuestra interioridad, sino a nuestro ser integral. Es la persona completa, de hecho, en cuerpo y alma, que ha sido creada por el amor de Dios a su imagen y semejanza, y está llamada a vivir en comunión con Él.
IV. Cristo, Salvador y Salvación
8. En ningún momento del camino del hombre, Dios ha dejado de ofrecer su salvación a los hijos de Adán (cf. Gn 3, 15), estableciendo una alianza con todos los hombres en Noé (cf. Gn 9, 9) y, más tarde, con Abraham y su descendencia (cf. Gn 15, 18). La salvación divina asume así el orden creativo compartido por todos los hombres y recorre su camino concreto a través de la historia. Eligiéndose un pueblo, a quien ha ofrecido los medios para luchar contra el pecado y acercarse a Él, Dios ha preparado la venida de «un poderoso Salvador en la casa de David, su servidor» (Lc 1, 69). En la plenitud de los tiempos, el Padre ha enviado a su Hijo al mundo, quien anunció el reino de Dios, curando todo tipo de enfermedades (cf. Mt 4, 23). Las curaciones realizadas por Jesús, en las cuales se hacía presente la providencia de Dios, eran un signo que se refería a su persona, a Aquel que se ha revelado plenamente como el Señor de la vida y la muerte en su evento pascual. Según el Evangelio, la salvación para todos los pueblos comienza con la aceptación de Jesús: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19, 9). La buena noticia de la salvación tienen nombre y rostro: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».[14]
9. La fe cristiana, a través de su tradición centenaria, ha ilustrado, a través de muchas figuras, esta obra salvadora del Hijo encarnado. Lo ha hecho sin nunca separar el aspecto curativo de la salvación, por el que Cristo nos rescata del pecado, del aspecto edificante, por el cual Él nos hace hijos de Dios, partícipes de su naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4). Teniendo en cuenta la perspectiva salvífica que desciende (de Dios que viene a rescatar a los hombres), Jesús es iluminador y revelador, redentor y liberador, el que diviniza al hombre y lo justifica. Asumiendo la perspectiva ascendiente (desde los hombres que acuden a Dios), Él es el que, como Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, ofrece al Padre, en el nombre de los hombres, el culto perfecto: se sacrifica, expía los pecados y permanece siempre vivo para interceder a nuestro favor. De esta manera aparece, en la vida de Jesús, una admirable sinergia de la acción divina con la acción humana, que muestra la falta de fundamento de la perspectiva individualista. Por un lado, de hecho, el sentido descendiente testimonia la primacía absoluta de la acción gratuita de Dios; la humildad para recibir los dones de Dios, antes de cualquier acción nuestra, es esencial para poder responder a su amor salvífico. Por otra parte, el sentido ascendiente nos recuerda que, por la acción humana plenamente de su Hijo, el Padre ha querido regenerar nuestras acciones, de modo que, asimilados a Cristo, podamos hacer «buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2, 10).
10. Está claro, además, que la salvación que Jesús ha traído en su propia persona no ocurre solo de manera interior. De hecho, para poder comunicar a cada persona la comunión salvífica con Dios, el Hijo se ha hecho carne (cf. Jn 1, 14). Es precisamente asumiendo la carne (cf. Rm 8, 3; Hb 2, 14: 1 Jn 4, 2), naciendo de una mujer (cf. Ga 4, 4), que «se hizo el Hijo de Dios Hijo del Hombre»[15] y nuestro hermano (cf. Hb 2, 14). Así, en la medida en que Él ha entrado a formar pare de la familia humana, «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»[16] y ha establecido un nuevo orden de relaciones con Dios, su Padre, y con todos los hombres, en quienes podemos ser incorporado para participar a su propia vida. En consecuencia, la asunción de la carne, lejos de limitar la acción salvadora de Cristo, le permite mediar concretamente la salvación de Dios para todos los hijos de Adán.
11. En conclusión, para responder, tanto al reduccionismo individualista de tendencia pelagiana, como al reduccionismo neo-gnóstico que promete una liberación meramente interior, es necesario recordar la forma en que Jesús es Salvador. No se ha limitado a mostrarnos el camino para encontrar a Dios, un camino que podríamos seguir por nuestra cuenta, obedeciendo sus palabras e imitando su ejemplo. Cristo, más bien, para abrirnos la puerta de la liberación, se ha convertido Él mismo en el camino: «Yo soy el camino» (Jn 14, 6).[17] Además, este camino no es un camino meramente interno, al margen de nuestras relaciones con los demás y con el mundo creado. Por el contrario, Jesús nos ha dado un «camino nuevo y viviente que él nos abrió a través del velo del Templo, que es su carne» (Hb 10, 20). En resumen, Cristo es Salvador porque ha asumido nuestra humanidad integral y vivió una vida humana plena, en comunión con el Padre y con los hermanos. La salvación consiste en incorporarnos a nosotros mismos en su vida, recibiendo su Espíritu (cf. 1 Jn 4, 13). Así se ha convirtió «en cierto modo, en el principio de toda gracia según la humanidad».[18] Él es, al mismo tiempo, el Salvador y la Salvación.
V. La Salvación en la Iglesia, cuerpo de Cristo
12. El lugar donde recibimos la salvación traída por Jesús es la Iglesia, comunidad de aquellos que, habiendo sido incorporados al nuevo orden de relaciones inaugurado por Cristo, pueden recibir la plenitud del Espíritu de Cristo (Rm 8, 9). Comprender esta mediación salvífica de la Iglesia es una ayuda esencial para superar cualquier tendencia reduccionista. La salvación que Dios nos ofrece, de hecho, no se consigue sólo con las fuerzas individuales, como indica el neo-pelagianismo, sino a través de las relaciones que surgen del Hijo de Dios encarnado y que forman la comunión de la Iglesia. Además, dado que la gracia que Cristo nos da no es, como pretende la visión neo-gnóstica, una salvación puramente interior, sino que nos introduce en las relaciones concretas que Él mismo vivió, la Iglesia es una comunidad visible: en ella tocamos el carne de Jesús, singularmente en los hermanos más pobres y más sufridos. En resumen, la mediación salvífica de la Iglesia, «sacramento universal de salvación»,[19] nos asegura que la salvación no consiste en la autorrealización del individuo aislado, ni tampoco en su fusión interior con el divino, sino en la incorporación en una comunión de personas que participa en la comunión de la Trinidad.
13. Tanto la visión individualista como la meramente interior de la salvación contradicen también la economía sacramental a través de la cual Dios ha querido salvar a la persona humana. La participación, en la Iglesia, al nuevo orden de relaciones inaugurado por Jesús sucede a través de los sacramentos, entre los cuales el bautismo es la puerta,[20] y la Eucaristía, la fuente y cumbre.[21] Así vemos, por un lado, la inconsistencia de las pretensiones de auto-salvación, que solo cuentan con las fuerzas humanas. La fe confiesa, por el contrario, que somos salvados por el bautismo, que nos da el carácter indeleble de pertenencia a Cristo y a la Iglesia, del cual deriva la transformación de nuestro modo concreto de vivir las relaciones con Dios, con los hombres y con la creación (cf. Mt 28, 19). Así, limpiados del pecado original y de todo pecado, estamos llamados a una vida nueva existencia conforme a Cristo (cf. Rm 6, 4). Con la gracia de los siete sacramentos, los creyentes crecen y se regeneran continuamente, especialmente cuando el camino se vuelve más difícil y no faltan las caídas. Cuando, pecando, abandonan su amor a Cristo, pueden ser reintroducidos, a través del sacramento de la Penitencia, en el orden de las relaciones inaugurado por Jesús, para caminar como ha caminado Él (cf. 1 Jn 2, 6). De esta manera, miramos con esperanza el juicio final, en el que se juzgará a cada persona en la realidad de su amor (cf. Rm 13, 8-10), especialmente para los más débiles (cf. Mt 25, 31-46).
14. La economía salvífica sacramental también se opone a las tendencias que proponen una salvación meramente interior. El gnosticismo, de hecho, se asocia con una mirada negativa en el orden creado, comprendido como limitación de la libertad absoluta del espíritu humano. Como consecuencia, la salvación es vista como la liberación del cuerpo y de las relaciones concretas en las que vive la persona. En cuanto somos salvados, en cambio, «por la oblación del cuerpo de Jesucristo» (Hb 10, 10; cf. Col 1, 22), la verdadera salvación, lejos de ser liberación del cuerpo, también incluye su santificación (cf. Ro 12, 1). El cuerpo humano ha sido modelado por Dios, quien ha inscrito en él un lenguaje que invita a la persona humana a reconocer los dones del Creador y a vivir en comunión con los hermanos.[22] El Salvador ha restablecido y renovado, con su Encarnación y su misterio pascual, este lenguaje originario y nos lo ha comunicado en la economía corporal de los sacramentos. Gracias a los sacramentos, los cristianos pueden vivir en fidelidad a la carne de Cristo y, en consecuencia, en fidelidad al orden concreto de relaciones que Él nos ha dado. Este orden de relaciones requiere, de manera especial, el cuidado de la humanidad sufriente de todos los hombres, a través de las obras de misericordia corporales y espirituales.[23]
VI. Conclusión: comunicar la fe, esperando al Salvador
15. La conciencia de la vida plena en la que Jesús Salvador nos introduce empuja a los cristianos a la misión, para anunciar a todos los hombres el gozo y la luz del Evangelio.[24] En este esfuerzo también estarán listos para establecer un diálogo sincero y constructivo con creyentes de otras religiones, en la confianza de que Dios puede conducir a la salvación en Cristo a «todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia».[25] Mientras se dedica con todas sus fuerzas a la evangelización, la Iglesia continúa a invocar la venida definitiva del Salvador, ya que «en esperanza estamos salvados» (Rm 8, 24). La salvación del hombre se realizará solamente cuando, después de haber conquistado al último enemigo, la muerte (cf. 1 Co 15, 26), participaremos plenamente en la gloria de Jesús resucitado, que llevará a plenitud nuestra relación con Dios, con los hermanos y con toda la creación. La salvación integral del alma y del cuerpo es el destino final al que Dios llama a todos los hombres. Fundados en la fe, sostenidos por la esperanza, trabajando en la caridad, siguiendo el ejemplo de María, la Madre del Salvador y la primera de los salvados, estamos seguros de que «somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. El transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio» (Flp 3, 20-21).
El Sumo Pontífice Francisco, en la Audiencia concedida el día 16 de febrero de 2018. Ha aprobado esta Carta, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación el 24 de enero de 2018, y ha ordenado su publicación.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 22 de febrero de 2018, Fiesta de la Cátedra de San Pedro.
X Luis F. Ladaria, S.I.
Arzobispo titular de Thibica
Prefecto
X Giacomo Morandi
Arzobispo titular de Cerveteri
Secretario