María López Vigil
Agenda Latinoamericana 2018
No hay mujer más famosa en el mundo
que la madre de Jesús. Al escuchar ese nombre (María, Miriam, Maryam, Mary,
Marija, Marie, Miren…) responden millones de niñas y mujeres en todo el mundo.
Bendita entre las mujeres y tocaya
de tantas mujeres, qué poco sabemos de esta niña campesina y judía, criada en
Nazaret, que no sabía leer, pero sí contar las cabras que pastoreaba en los
cerros de su caserío… Seguramente, muy jovencita fue dada en matrimonio por su
padre. No sabemos cuántos años tenía cuándo dio a luz a Jesús. Sí sabemos que
lo amamantó, lo lavó y vistió, lo cuidó…
En los evangelios encontramos sólo breves
datos que nos permiten imaginar su relación con su hijo, ya profeta. Dejan
constancia que le costó entender lo que Jesús anunciaba cuando hablaba del
Reino de Dios. Hasta loco lo creyó. (Lucas 8, 19-21) Sin contarnos cómo llegó a
comprenderlo, nos dicen que después lo acompañaba por los caminos con otras
mujeres y que estuvo presente cuando lo torturaron en la cruz. La última vez
que la “vemos” es reunida en Jerusalén con los seguidores de Jesús, cincuenta
días después de aquella jornada amarga, cuando ella, con otras mujeres y con ellos,
decidieron anunciar que Jesús seguía vivo. Empezaba así el movimiento de Jesús.
Hay también en los evangelios otros
relatos simbólicos sobre ella: el ángel que le anuncia su embarazo, la visita a
su prima y el canto que entonó ese día, su angustia por el hijo perdido a los
doce años…
A pesar de todo, lo que más
“sabemos” de ella son creencias que han transformado a María de Nazaret en “la
Virgen”. Hasta su nombre desaparece a menudo cuando la nombran, centrando toda
su identidad en eso: en la virginidad.
La iglesia católica proclama cuatro
“dogmas de fe” sobre ella, en un culto en ascenso con el correr de los siglos.
Según los dogmas, es madre de Dios (siglo 4), es virgen perpetua (antes, durante
y después del parto, siglo 6), no tiene pecado original (siglo 19) y subió al
cielo en cuerpo y alma (siglo 20). Proclama también la iglesia católica otras
cuatro “verdades fundamentales”: es corredentora, es reina, es madre espiritual
de los creyentes y es medianera de todas las gracias. Como si no bastara, da por
ciertas algunas de sus “apariciones” en cuevas, arbustos, mares y nubes…
De todos los ropajes con los que
concilios, teólogos y pontífices han revestido a Maryam, el dogma que ha arraigado
más en el imaginario popular es el de la virginidad, que mucha gente suele confundir
con el de la concepción inmaculada, entendiéndolo como que Jesús fue concebido “inmaculadamente”,
es decir, sin la “suciedad” de una relación sexual.
Hay dogmas de fe, impuestos como
creencias que deben ser aceptados sin discusión y bajo pena de excomunión y de
infierno, que tienen consecuencias dañinas, especialmente en quienes en la
sociedad no han sido enseñados a pensar con su propia cabeza y a dudar. ¿No
será el mejor ejemplo el dogma de la redención? Porque quienes han sido
enseñados a creer que fuimos salvados por dolor y sangre, piensan que nos salvamos
sufriendo, aguantando pacientemente las “cruces” que Dios nos manda, sean las
injusticias de un patrón explotador, el desgobierno de un dictador, el maltrato
de un marido abusivo o cualquier otro agravio…
¿No tendrá también consecuencias
negativas el dogma de la virginidad de María? A partir del texto simbólico del
ángel que le anuncia su embarazo, interpretado como un hecho real, y a partir del
texto mítico del Génesis sobre el pecado de Eva, interpretado como un hecho
histórico y fundamento de toda la dogmática, se ha ido construyendo, siglo a
siglo, hasta nuestros días, uno de los imaginarios religiosos más contradictorios
sobre “la Mujer”.
¿No hemos escuchado una y otra vez
que la mujer ideal fue la sumisa, la que por ser virgen fue elegida madre de
Dios? ¿Y que la mujer proscrita es la rebelde, la que pecando abrió las puertas
del mal en el mundo, la madre de todos los humanos? De un modo o de otro, dicho
o no dicho, entre María y Eva hemos sido colocadas todas las mujeres.
La María simbólica, la “esclava del
Señor”, se nos presenta a las mujeres como un modelo a imitar, aunque siempre inalcanzable
porque ninguna mujer llega a ser madre siendo virgen. La Eva mítica se nos
presenta como una alerta roja, advirtiéndonos que las mujeres somos frágiles,
débiles, inclinadas a tentar y susceptibles de ser tentadas…
¿No será dañino el dogma de la
virginidad de María, al presentar la virginidad como el valor que en las
mujeres más agrada a Dios? ¿Será sano presentar la virginidad como un valor superior
al sano y alegre disfrute de la sexualidad? ¿Será positivo presentar la
pasividad y sumisión con que María acepta lo extraño de su embarazo, como virtudes
que deben adornar a todas las mujeres?
A todos, mujeres y también hombres,
el dogma de la virginidad de María, incrustado en las conciencias, nos
transmite una idea dañina: el desprecio de la sexualidad, especialmente de la
femenina. San Agustín, que, 17 siglos después de sus escritos, tanto sigue
influyendo en la teología, anudó estas tres ideas: lo pecaminoso del sexo, el
nacimiento virginal de Jesús y la superioridad de la virginidad sobre la vida
sexual.
El edificio dogmático está
construido de tal forma que cualquier piedra que se coloque necesita apoyarse
en otra. El dogma de la virginidad de María tiene mucho que ver con los dogmas con
que fue revestido Jesús de Nazaret hasta convertirlo en Cristo. Su origen extraordinario,
el hijo de un dios concebido humano en el seno de una virgen, llevó a hacer
también dogma que en el parto María había conservado su virginidad y que
después del nacimiento de Jesús jamás habría tenido relaciones sexuales.
Algunos teólogos obsesionados por la virginidad, predicaron que la madre de María
también había sido virgen. Y otros consideraron nacimientos virginales en
cadena desde la cuarta generación previa a Jesús. Toda esta especulación para
“asegurar” la divinidad de Jesús basándola en la idea de que el cuerpo y la sexualidad
no son ni divinos ni sagrados.
No hay ninguna religión que ignore
el significado del cuerpo. Todas tienden a normar las dos principales funciones
de nuestros cuerpos: la alimentación y la sexualidad. Por ser un impulso tan
vital, la moral sexual ha ocupado un lugar central en todas las religiones. En
las religiones ancestrales de la humanidad abundaron los ritos que bendecían la
fertilidad y el principio sexual femenino como símbolo divino y sagrado. Pero con
el avance de las religiones patriarcales, de las que derivan todas las
religiones actuales, la sexualidad femenina fue censurada con una severidad nunca
aplicada a la de los hombres.
¿No son estas
ideas malsanas ajenas al mensaje de Jesús? Jesús confió en las mujeres y las integró
a su grupo y nunca habló de nada parecido a una “moral sexual”. Todo esto echó
raíces en la teología posterior, acentuando una visión negativa de la sexualidad.
La relación sexual dejó de ser un placer sagrado, maravillosa vía de comunicación
humana, una metáfora del amor de Dios, para convertirse en algo sucio, negativo,
degradante.
Uno de los orígenes de este daño está
en el dogma de la virginidad de María. ¿No podremos revisarlo? ¿No podremos rechazarlo?
Para empezar a cambiar de mentalidad, llamémosla María de Nazaret, Maryam, nunca
más “la Virgen”.
Ella fue la madre de Jesús. Su
embarazo fue fruto de una relación sexual. No sabremos nunca quién engendró a Jesús.
Ella lo parió con los dolores con los que todas las mujeres dan a luz. Y tuvo otros
hijos. Los evangelios mencionan a sus hermanos y hablan de “sus hermanas”.
Mateo nos da los nombres de los cuatro hermanos de Jesús.
Dios te salve, Maryam, llena eres
de gracia, naciste como todas nosotras, te embarazaste como nos embarazamos nosotras,
pariste como todas nosotras y moriste como moriremos todas. Bendita tú entre
las mujeres no sólo por haber sido su madre, sino porque estás ahí, al comienzo
del movimiento de Jesús, forjadora, inspiradora y pionera, junto a otras
mujeres, de aquella primera comunidad que empezó a construir el Reino de Dios.