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“Ser bautizado por las miradas de la gente”

www.religiondigital.com / 080118

Entrevista a Javier Melloni

Oriente es la “debilidad” que nutre buena parte de su pensamiento lúcido y rebosante de fe. Se escapa en cuanto puede para volver con todos sus silencios y sonrisas encima. Le buscan por todas partes a él y a su discurso convencido, pero él cuenta los días para retornar a esas calles de la India y quitarse nombre, camisa, zapatos… y sonreír sin marca, sin atributos, por su puesto sin credo. Él anhela volver a lavarse en la fuente de la esquina y ser sólo un humano más entre los humanos que festejan la suerte del agua en cada mañana.

Cada tres o cuatro años vuelve unos meses a esa geografía urbana colmada, donde busca “ser bautizado por las miradas de la gente”. Cotizado teólogo que se lo pelean por doquier para impartir cursos y seminarios, antropólogo, autor de sólida obra en varios idiomas, referencia ineludible en diálogo interreligioso mundial…, pero él desea retornar a las callejuelas del incógnito y perderse entre los mil y un olores y a fuerza de perderse, quién sabe, quizás de nuevo hallarse.

Incondicional de Jesús y de Su Compañía, desconoce si el Nazareno en nuestros días sería cristiano. Le importan poco las etiquetas a este defensor de la inocencia, de la humildad y de las gentes puras.

Vive en la Cueva de Manresa, donde San Ignacio dio un giro providencial a su vida, mas no permanece encerrado, pues el mundo reclama constantemente su verbo sabio, pero a la vez actual, cercano y rebosante de fe. Hombre de estudio, no rehuye su vocación misionera: “Todos somos misioneros de todos. Misión ya no es proselitismo, sino reciprocidad. Es dejarte permeabilizar por el otro tanto como tú compartes lo tuyo con él. La misión es irradiación gratuita de lo que a ti te da vida. Compartir tu luz, pero dejando que el otro también irradie la suya. El proselitismo, por el contrario, es una devoración del otro”.

Anchos son los márgenes que propone Melloni para el encuentro de quienes comulgan en el amor de Jesús. Hay un Cristo también más allá del cristianismo que defiende con firmeza el jesuita de Manresa, sin por ello mermar sonrisa a su rostro eternamente juvenil.

Reía también la fuente mientras mantuvimos a su vera esta larga charla. Era en un patio de la Universidad de Alicante, en el marco del III Parlamento Valenciano-Catalán de las Religiones (12 y 13 de mayo), allí donde gentes de las más diversas comunidades espirituales y religiosas, en torno al diálogo y la celebración, volvían a ser hermanas.

Está persuadido de que la gente continúa teniendo sed de Dios, de que vivir es el arte de tomar y de desprendernos, de que la trascendencia es espacio de gratuidad y sorpresa, la promesa de un crecimiento sin límites. Está convencido de que interioridad y solidaridad son las dos caras de una misma moneda, de que tampoco hay más allá, ni más acá, sino una única Realidad, con multiplicidad de ámbitos y de niveles…

Melloni es cruce de muchos sentires, caminos, visiones y tradiciones… y él se crece y goza en ese jardín cada día más ancho y fértil de fraterna comunión que con tanta paciencia, ternura y lucidez ha ido labrando, junto a todos los que creen en los credos reencontrados.

Las respuestas brotan fáciles de quien contempla la vida y a Dios, “la Fuente continua de donación y receptividad”, con mirada inteligente, pero a la vez tremendamente sencilla y generosa. Arrancamos la charla con el diálogo interreligioso, “la misma Melodía tocadas por diferentes instrumentos…”, con sus artífices “peregrinos de nuestros días que integran todas las montañas…”

¿Pueden las religiones, los credos unidos volver a ser esperanza sobre la tierra?

Durante gran parte del siglo XX se anunció la muerte de Dios, el final de las religiones. Sin embargo, las religiones vuelven a tomar su lugar en la plaza pública. Ello genera desconcierto y esperanza al mismo tiempo. Porque hay un modo regresivo y otro progresivo de retomar ese lugar que se había perdido: como una nostalgia del pasado o como una nostalgia del futuro, que son direcciones muy diferentes.
El modo regresivo sería encerrarse en el pasado y utilizar un lenguaje mítico obsoleto. Una religión que somete, que impide que la gente no piense por sí misma, es sumamente peligrosa. La población más secularizada ve con temor esa corriente.

En cambio, para quienes vemos las religiones como un fenómeno progresivo, como un impulso hacia delante, entendemos que contienen un legado de espiritualidad, de conocimiento humano de lo Invisible que es insustituible. Las diversas tradiciones son portadoras de una sabiduría sobre el origen y fin de todas las cosas que es necesaria para el proceso planetario en el que estamos viviendo.

Pero las religiones no pueden vivir sólo de su pasado. Ese es su peligro. Es cierto que los textos sagrados son irrepetibles y que tienen una unción y una densidad de revelación que no se puede equiparar con cualquier texto que se pueda inventar. Esta emanación es constitutiva de su carácter revelatorio, pero a condición de que no sean utilizados como pretextos para quedarse anclados en la época cultural en que fueron entregados, en el mundo psicológico al que iba dirigido. Es absolutamente necesaria e indispensable la actualización de los textos y abrirlos a su interpretación y aplicación contemporáneas.

La clave estriba en descubrir el meta-texto que une a todas las tradiciones religiosas sin que pierdan con ello su especificidad. Hay que preservar su sabor original, pero aprender a leerlos con claves no excluyentes, ni exclusivistas, que es el peligro de ciertos textos sagrados.

¿Cómo podemos debilitar las fronteras entre los credos?

Descubriendo lo que nos une, no lo que nos separa; descubriendo que las fronteras son sólo mentales, nacidas del temor para preservar la identidad. La identidad es necesaria y también el conocimiento del propio contorno. Las fronteras son esos contornos de identidades. Pero estos límites pueden estar blindados o abiertos; pueden estar crispados, pendientes sólo de que el otro no absorba mi identidad, o pueden estar al servicio de descubrir la diferencia enriquecedora de la alteridad.

Cada piel de ser humano es esa frontera: donde acabo yo empiezas tú. Pero al mismo tiempo es abertura: mi acabar es tu empezar. Lo mismo ocurre con las religiones.

¿En la práctica, cómo ensanchamos ese espacio de encuentro?

Retomo las palabras que acabamos de escuchar de Federico Mayor Zaragoza: pasando de una cultura de la guerra y la autoafirmación a una cultura de la conversación, del encuentro. Con palabras más técnicas, pasando de la palabra dialéctica a la palabra dialógica. La dialéctica nace de la competitividad, empeñados en vencer al otro, mientras que, en el encuentro dialógico, la palabra de uno crece con la palabra del otro. Mi decir se prolonga en tu decir y entre los dos vamos construyendo algo que no estaba ni en ti ni en mí antes de comenzar la conversación. Emerge entonces algo nuevo, que es la epifanía del encuentro. Al final del diálogo estamos más allá de donde estábamos antes de comenzar. Éste es un reto de los encuentros a todos los niveles: religioso, cultural y de valores. Constato que cada vez hay más gente que lo vive así.

El conocimiento posibilita amor. Sólo amamos lo que conocemos. Es necesario propiciar encuentros con el otro. No para que me imagine cómo es el otro, sino para que él se revele tal como es y yo pueda conocerlo. Llegar, por lo tanto, a descubrirlo no a partir de los fantasmas o prejuicios que proyecto sobre él, sino a partir de lo que él me dice sobre sí. Ese conocimiento permite amar lo que se me ha mostrado, no lo que yo había esbozado a partir del miedo.

¿Podemos avanzar en un encuentro más allá del diálogo?

Es tiempo de muchas cosas a la vez. Todas las iniciativas tienen su lugar y su razón de ser. Es bueno y necesario que haya grupos que desde el interior de cada tradición religiosa -e incluso desde ninguna tradición-, aboguen por un espacio común que trascienda los espacios antiguos. Es bueno que esos espacios existan, pero también es conveniente que en las tradiciones religiosas haya gente que preserve su identidad irrenunciable, sin deseo de dejar de ser ellos mismos. Ese modo de encontrarse es también necesario.

Para que haya colores secundarios no tienen que desaparecer los primarios. Para que pueda seguir habiendo gamas de mezcla, tienen que seguir existiendo los colores elementales, pues sólo con ellos se pueden hacer más colores. Del mismo modo, la existencia de los colores primarios no priva el que haya secundarios y terciarios.

¿Cuáles son los límites del diálogo interreligioso?

El blanco es síntesis de todos los colores, pero no puede ser todo blanco. El límite sería evitar una unión a costa de perder el polo de diversidad y especificidad que enriquece esa unión. Entonces nos encontraríamos ante una fusión que crea confusión. Hay que evitar ese extremo, como también el contrario: las posiciones blindadas tan preocupadas por su propia identidad hacen imposible el encuentro. Hemos de lograr una danza entre ambas sensibilidades para que se fecunden una a otra.

Otro modo de hablar de un límite para el diálogo interreligioso sería no perder la memoria. Atravesados de futuro, no debemos de olvidar que hay una sedimentación del pasado muy rica. No podemos olvidar el ayer, como si de repente con nosotros empezara la historia. Miles de años nos sostienen y no los podemos despreciar. Hemos de cuidar no perder el legado y ser respetuosos con los procesos. Hemos de ser audaces y a la vez pacientes. No podemos banalizar la herencia que hemos recibido y perder la identidad sin más. En el diálogo interreligioso se encuentran personas fuertemente enraizadas en tradiciones milenarias que desean que perduren, y al mismo tiempo, están las gentes vinculadas a nuevas formas de religión. Los dos ámbitos son necesarios. Del mismo modo que es necesario que en estos encuentros se practiquen los cultos particulares, así como que haya actos comunes de culto y de celebración que sean transconfesionales.

La unidad a costa de la diversidad es la tentación de los totalitarismos, mientras que la diversidad motivada por la incapacidad de encontrarse con el diferente es también un fenómeno enfermizo y regresivo. Es preciso asumir ambos valores. Lo rico de la aventura en la que nos hallamos es el encuentro que preserva la diferencia.

Cada elemento fractal de esa unión en lo diverso ha de cultivarse en sí mismo y cuidar su identidad, pues de lo contrario acaba perdiendo la fuerza de su singularidad. Organizar todo esto en la práctica y en lo concreto no es precisamente sencillo.

¿Cuál es la misión de los seguidores de Jesús?

Devenir Jesús hoy. Convertirse en Jesús. La misión de los seguidores de Jesús es cristificarse, alcanzar el lugar de Jesús, su estado espiritual y existencial en tanto que seres humanos. Saber expresar su mensaje en el lenguaje de nuestra época. Jesús nos invita a ser seres humanos de nuestro tiempo, en nuestro tiempo y más allá de nuestro tiempo.

¿Cómo imaginas a Jesús en nuestros días?

Entrañablemente amable y a la vez terriblemente molesto; inconfundiblemente cercano y familiar y, al mismo tiempo, desconcertantemente diferente a lo que imaginábamos. Reconocible, porque Jesús emanaría a Jesús. Sabríamos que es Él, pero a la vez resultaría impredecible. A lo mejor Jesús no sería cristiano. Que Cristo no fuera cristiano plantearía, sin duda, un problema a los cristianos: ¿Cómo reconocer a Jesús más allá del cristianismo?

Imagino a Jesús a un mismo tiempo crítico y esperanzador, radical y a la vez de exquisita tolerancia. Reconoceríamos en él una emanación desconcertante de santidad, incandescencia excesiva debida a la cerrazón de nuestras mentes. Jesús es reconocible en los corazones abiertos de cualquier tradición y, por lo tanto, en la medida en que estemos abiertos, los cristianos también le reconoceríamos.

¿Es preciso ejercitarnos con la idea de Cristo más allá del cristianismo?

Claro. El problema está en el “ismo”. El “ismo” implica la demarcación de un territorio en el que todo aquello que no está incluido en lo que conocemos no puede ser nuestro. El hecho de que Jesús muera más allá de las murallas de la ciudad mesiánica significa que cualquier intento de apoderarnos del Mesías queda reventado por la misma realidad de Cristo.

No nos podemos apropiar de lo sagrado. La muerte y la resurrección de Jesús suponen el desbordamiento de los límites de la ciudad mesiánica, del espacio que nosotros hemos asignado a Dios. Jesús nos viene a decir que no nos pertenece a nosotros en exclusiva. El misterio pascual es el trascendimiento de los espacios mentales que construimos a nuestra imagen.

Las apariciones tras la resurrección de Jesús no supusieron un inmediato reconocimiento. Sus seguidores no tenían categorías para identificarlo, sólo las antiguas. De ahí el “No me toques, no me retengas” que lanza a María Magdalena. Con ello le indica que no es Él quien ha de volver al mundo antiguo, sino que es ella la que debe avanzar hacia Él. Se trata del proceso de renovación que cada persona y cada generación están llamadas a realizar.

¿Se acomodaría fácilmente Jesús a la estructura eclesial de nuestros días?

No. Jesús no pertenecía a la tribu de Leví ni a la dinastía de Sadoc; por lo tanto, no era sacerdote ni rabino. Era lo que denominamos hoy un laico. ¿En qué tradición hubiera nacido hoy? Insisto en decir que no tendría que ser necesariamente cristiano. Ni necesariamente tendría que volver a ser un hombre. A lo mejor sería mujer.

Jesús no estaría en contra de la Institución por el capricho de reventarlo todo. El problema de toda institución religiosa -y por lo tanto, de la iglesia cristiana y católica- es su pretensión de monopolio sobre Dios, su tentación de acaparar a Dios, de convertirse en la única interprete, en la única mediación con lo divino.

Desde la institución se puede mediar, pero el problema es el querer convertirse en los únicos mediadores. Ahí es donde entra el pecado, el pecado de la exclusión. Desde el momento en que Jesús es salvación, es claro que no va a ubicarse en el marco de la jerarquía. Se sitúa como alternativa para abrir lo que los otros cierran. Constitutivamente tiene que estar fuera de la institución. Trata de abrir espacios que la institución no reconoce. De aquí que Jesús se sitúe en el margen. De lo contrario, no añadiría nada a lo que ya conocemos.

¿Qué es lo que te atrajo de la figura de Ignacio de Loyola

Sus “y” y no sus “o”. La alternativa no es contemplación o acción, sino contemplación y acción. No es eficacia o pobreza, sino eficacia con pobreza. No es fe o razón, sino fe y razón. No se trata de escoger entre ser idiota y creer, esto es, dejar de pensar porque tenemos fe, ni de pensar a costa de dejar de creer. No, pensamos y creemos a la vez. La fe orienta y unge el pensamiento y el pensamiento articula e indaga en el horizonte que abre la fe.

El carisma ignaciano supone una integración de las diferentes dimensiones de lo humano. Los jesuitas somos un poco lobos esteparios, monjes solitarios y a la vez vivimos en comunidad. De nuevo aquí se da la integración: la individualidad no se opone a la comunidad, sino que ambas se dan la vez y se fecundan entre ellas. Se nos cultiva fuertemente la personalidad, pero viviendo en comunidad. Otro ejemplo: carisma e institución. Nos sentimos vinculados a la Iglesia y a la vez somos contestatarios.

¿Pioneros también en una vocación universal?

Universales y a la vez locales. Concebimos la localidad desde la inculturación, esto es, respetando a las culturas y los valores que contiene cada una de ellas, lo que permite descubrir nuevas interpretaciones del Evangelio.

A un nivel más personal, los Ejercicios Espirituales son nuestro camino iniciático para descubrir nuestro propio lugar en el mundo. El director de los Ejercicios -por cierto, un nombre poco adecuado porque su labor no es la dirigir sino sólo acompañar-, es quien da las pautas para propiciar ese proceso de discernimiento; se trata de hacer un recorrido intransferiblemente personal que el acompañante ayuda a objetivar.

Esa libertad y respeto a la decisión personal se ejercita tanto en la vida espiritual como en el propio gobierno de la Compañía. De aquí el voto de confianza que supone encomendar una misión a un jesuita o a un grupo de jesuitas. Somos enviados para impulsar un dinamismo que es diferente según los tiempos y los lugares. Somos enviados para potenciar vida y liberar bloqueos. Tratamos de promover la libertad tanto en los procesos personales como colectivos.

¿El cuarto voto seguiría plenamente actual?

El cuarto voto es un voto de fidelidad a la Iglesia, una cuestión compleja de nuestro pasado. Más que un voto de obediencia es un voto de disponibilidad para la misión. La intuición de San Ignacio fue: nos adherimos a ti, Sumo Pontífice, porque tú tienes la visión de conjunto, tú ves desde la atalaya y dispones de una perspectiva que va más allá de los estados y de las diócesis.

¿De qué forma influyó Arrupe en tu vocación?

Una de las razones por las que soy jesuita es el padre Arrupe. En el momento en que discernía mi vocación él era el Padre General de la Compañía. Me atrajo su “sí” al mundo. Vi en él que se puede ser un hombre de Dios tanto desplazándose a pie o en un carromato como descendiendo de un avión intercontinental. Concedía ruedas de prensa en las que compartía experiencias de Dios, en las que los mismos periodistas quedaban sobrecogidos. Esas conferencias podían convertirse en auténticos ejercicios espirituales.

Peregriné a Roma a los 17 años desde Taizé. En el encuentro que mantuve con el Padre Arrupe me transmitió que interiormente la pobreza se puede vivir sin límites, por mucha abundancia que haya a nuestro alrededor. Celebramos este año el centenario de su nacimiento, celebración que estamos llevando con una cierta discreción, ya que Roma no está mucho por la labor. Sin embargo, estamos constatando que el propio pueblo lo está haciendo santo.

¿Fue San Ignacio, por su correspondencia con misioneros en los otros continentes, un precursor del mundo global de nuestros días?

Para bien y para mal, la fundación de los jesuitas coincide con la expansión de Occidente a África, a Asia y a América. Repito, para bien y para mal, la Compañía de Jesús fue uno de los instrumentos que favoreció ese inicio de la globalización. Se dice que San Ignacio es el santo moderno que más kilómetros recorrió a pie. Sus desplazamientos por la Península, Tierra Santa, Francia, Italia, Países Bajos, Inglaterra, su vuelta por unos meses a su tierra natal,… los hizo a pie, “solo y a pie”, como dice en su autobiografía.

San Francisco Javier es también un gigante de los inicios. De los 11 años que pasó en Oriente desde que salió de Lisboa, un tercio del tiempo trascurrió en el mar. Casi cuatro años navegando de un lado a otro, con lo impaciente que él era.

Gobierno de grandes universidades y a la vez compromiso con los más desheredados… ¿No son dos mundos dentro de la Compañía, no hay descarnamiento?

Volvemos a las “y”. Puede haber desencuentro y confrontación entre esos ámbitos, pero forma parte de la vida de la familia el que haya debates internos e intensos. Lo importante es que podamos estar en los dos mundos y que fluya la misma savia.
¿Fluye?

Fluye. Los años posconciliares fueron tensos y rugientes. Con el paso del tiempo hay más serenidad en la misma Compañía y reconocimiento de que entre todos nos complementamos.

En eso consiste la incomodidad y a la vez la gracia de ser jesuita: en ejercitarnos en la capacidad de integrar los contrarios. Eso es complejo, aparentemente incoherente; sin embargo, hay gran riqueza en ello.

¿En el compromiso con los pobres, no se ha cruzado en algún momento la raya y abrazado un exceso de visceralidad?…

Yo creo que nos hemos quedado cortos. Muy pocos jesuitas se pasaron. Los que persistieron en su exceso acabaron dejando por sí mismos la Compañía. Llega un momento en el que si vives con resentimiento algo se te rompe por dentro.

El lenguaje marxista era duro, pero lo era mucho más la situación que se vivía en la América Latina de los setenta y ochenta. Nos cuesta comprender lo que fueron aquellas dictaduras brutales, que, además, se amparaban en principios cristianos.

La Teología de la liberación es una opción preferencial por los pobres, opción que no es excluyente. Detrás de ello hay una gran ternura por el dolor de los últimos, de los desamparados. En determinadas situaciones, ese dolor se puede expresar en términos beligerantes. Como dice Mario Benedetti, “todo depende del dolor con que se mira”. La Teología de la Liberación nace de compartir ese dolor con los que sufren la violencia de los poderosos. Sin embargo, no es América el continente que más me atrae…

¿Ahora te vas a África?

Sí, me han pedido que asesore un encuentro con jesuitas africanos para ver cómo se pueden traducir los Ejercicios ignacianos a la simbología aborigen. Pero África la conozco muy poco. Asia es el continente que me fascina. Allí todo es Presencia.

¿Dónde encuentra Melloni esa Presencia?

En la inocencia de la gente sencilla, en sus rostros llenos de luz, en sus miradas transparentes. “¡Te bendigo Padre porque has ocultado esta inocencia a los sabios y entendidos y la has revelado a los humildes…!”, me digo a mí mismo, parafraseando las palabras de Jesús, y deseando recuperar esa inocencia. Inocencia que percibo aún en muchas personas, también en Occidente.

Pero la India me produjo un “shock”, pues esa pureza primigenia aún está allí, brotando a borbotones de los rostros de las personas. Hace diez años realicé una primera estancia de un año. En los primeros meses, me lo pensaba mucho antes de salir a la calle; tomaba aire antes de hacerlo, porque aquello era una verdadera jungla: multitudes hacinadas en las aceras; tránsito caótico entre vacas, cabras, carros, triciclos motorizados; indumentarias de lo más diversas; mendigos, saddhus, templos, colores y olores de especias, inciensos y excrementos, calor abrumador o lluvias torrenciales,… Todo ello tanto en las grandes ciudades como en las pequeñas poblaciones.

Pero al cabo de unos meses salía a las calles a ser bautizado por las miradas de la gente. Salía a mirar y a ser mirado, a sentirme humano entre los humanos, sin nada que ocultar o proteger, sin nombre, cargo ni atributo… Era simplemente un ser humano entre otros seres humanos, compartiendo el milagro de existir, sin nada que ganar o perder, sólo celebrando el don de ser.
La calle allí significa otra cosa. Quien vive en la calle en la India vive acompañado. No es lo mismo que los “homeless” que nosotros conocemos, que han quedado totalmente al margen del círculo de la vida. Se trata de otra cosa. Cada pequeña fuente es una fiesta. ¿Qué problema es que no haya agua corriente en la casa, si está compartida en la esquina de la calle?

¿Lo sagrado está más presente allí en la India?

Los indios están muy receptivos y abiertos a la trascendencia. Todo es sagrado para ellos. Por lo que a nosotros respecta, no sé si hemos perdido esta apertura o si la hemos tenido alguna vez. Hemos desarrollado culturas muy distintas. Hay muy pocos lugares en nuestra geografía que no hayan recibido el impacto de la modernidad, lo cual se traduce en la capacidad de producción y de manipulación. Nos hemos ido llenando de cosas a costa de embotarnos y de perder el contacto con la inmediatez de la vida.

Todo lo que había aprendido desde pequeño como signo de buena educación -ir calzado, con camisa, comer con cubiertos, sentarse en la silla “como Dios manda”…-, resultaba improcedente en la India. Allí, me tenía que descalzar, quitarme la camisa, comer con las manos y en el suelo… Descubrí una relación de inmediatez con las cosas que había perdido y comencé a disfrutar de una gran libertad…

¿Cómo podríamos recuperar de nuevo ese sentido de lo sagrado en Occidente?

Para ello es preciso recuperar la capacidad de agradecimiento. Si todo lo que tenemos lo disfrutáramos conscientes de que es puro don, descubriríamos el gozo de la gratitud.

He vivido en India experiencias fascinantes de encuentros silentes con grupos de personas en los que simplemente nos mirábamos sonriéndonos mutuamente, celebrando el mero hecho de ser humanos en un momento y espacio determinados. Nos manifestábamos abiertos al otro, reconociéndonos hermanos, recibiéndonos de una Vida que tomaba forma en un tú y en un yo. En esos instantes, en medio de la naturaleza, más allá de todo, éramos Uno con formas diferentes. Ese momento es una de las cimas de experiencia humana y espiritual que he vivido.

Experiencias de este orden difícilmente ocurren en nuestras tierras. En el cristianismo la naturaleza no está sacralizada como teofanía. El cristianismo es primordialmente antropocéntrico, aunque podamos encontrar en su historia seres como San Francisco de Asís…

A pesar de todo, estoy convencido de que todavía somos capaces de mucha inocencia y ternura en nuestro mundo.

A lo largo de todos estos años, ¿has tenido tu “caída del caballo” o tu compromiso en la fe ha sido una evolución paulatina?

Mi experiencia fundante sucedió a los 14 años, en una misa a la que fui solo, el día de Todos los Santos. En el momento de comulgar se produjo en mí una explosión. Todo era amor y no había más que amor por todas partes, formas de amor, piélago de amor, amor por arriba, por abajo… “¡Señor, dije, quiero ser tuyo! ¡No hay causa humana mayor a la que pueda entregarme después de haber recibido esto de ti!”. Hubiera salido a la calle y parado los coches diciendo a la gente: “¡Todo es amor! ¡Somos de amor para amor!”. Deseé ser llevado para siempre al Lugar de donde procedía tanta plenitud. Después comprendí que se me había dado para comunicar a los demás esta experiencia, esta certeza. Así empezó mi aventura: con una anticipación del Final.

Lo que me atrajo de la Compañía es su “sí” al mundo contemporáneo. Es este mundo el que hay que transformar, sin clericalismos, sin cerrazón… Ahí entra el padre Arrupe. Esa “nostalgia del futuro” era lo que me atraía y me sigue atrayendo de la Compañía.

En los años de formación, que se hicieron largos, lo que me sostuvo en tiempos de crisis fue el nombre de Jesús. Me reconfortaba pensar que aspiraba a formar parte de los compañeros de Jesús, que iba a ser de Jesús. Sentía que estaba donde debía estar. Lo sigo sintiendo.

¿También te habrá sostenido esa experiencia sublime que viviste a los catorce años?

Eso está ahí y es intocable. Puede pasar lo que sea, que nada puede ni podrá dañar eso. Es sagrado, incólume. Eso “es”, lo demás se va acercando hacia ahí.