“Ser bautizado por las miradas de la gente”
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/ 080118
Entrevista a
Javier Melloni
Oriente es la
“debilidad” que nutre buena parte de su pensamiento lúcido y rebosante de fe.
Se escapa en cuanto puede para volver con todos sus silencios y sonrisas
encima. Le buscan por todas partes a él y a su discurso convencido, pero él
cuenta los días para retornar a esas calles de la India y quitarse nombre,
camisa, zapatos… y sonreír sin marca, sin atributos, por su puesto sin credo.
Él anhela volver a lavarse en la fuente de la esquina y ser sólo un humano más
entre los humanos que festejan la suerte del agua en cada mañana.
Cada tres o cuatro años vuelve unos meses a esa
geografía urbana colmada, donde busca “ser bautizado por las miradas de la
gente”. Cotizado teólogo que se lo pelean por doquier para impartir cursos y
seminarios, antropólogo, autor de sólida obra en varios idiomas, referencia
ineludible en diálogo interreligioso mundial…, pero él desea retornar a las
callejuelas del incógnito y perderse entre los mil y un olores y a fuerza de
perderse, quién sabe, quizás de nuevo hallarse.
Incondicional de Jesús y de Su Compañía, desconoce
si el Nazareno en nuestros días sería cristiano. Le importan poco las etiquetas
a este defensor de la inocencia, de la humildad y de las gentes puras.
Vive en la Cueva de Manresa, donde San Ignacio dio
un giro providencial a su vida, mas no permanece encerrado, pues el mundo
reclama constantemente su verbo sabio, pero a la vez actual, cercano y rebosante
de fe. Hombre de estudio, no rehuye su vocación misionera: “Todos somos
misioneros de todos. Misión ya no es proselitismo, sino reciprocidad. Es
dejarte permeabilizar por el otro tanto como tú compartes lo tuyo con él. La
misión es irradiación gratuita de lo que a ti te da vida. Compartir tu luz,
pero dejando que el otro también irradie la suya. El proselitismo, por el
contrario, es una devoración del otro”.
Anchos son los márgenes que propone Melloni para el
encuentro de quienes comulgan en el amor de Jesús. Hay un Cristo también más
allá del cristianismo que defiende con firmeza el jesuita de Manresa, sin por
ello mermar sonrisa a su rostro eternamente juvenil.
Reía también la fuente mientras mantuvimos a su
vera esta larga charla. Era en un patio de la Universidad de Alicante, en el
marco del III Parlamento Valenciano-Catalán de las Religiones (12 y 13 de
mayo), allí donde gentes de las más diversas comunidades espirituales y
religiosas, en torno al diálogo y la celebración, volvían a ser hermanas.
Está persuadido de que la gente continúa teniendo
sed de Dios, de que vivir es el arte de tomar y de desprendernos, de que la
trascendencia es espacio de gratuidad y sorpresa, la promesa de un crecimiento
sin límites. Está convencido de que interioridad y solidaridad son las dos
caras de una misma moneda, de que tampoco hay más allá, ni más acá, sino una
única Realidad, con multiplicidad de ámbitos y de niveles…
Melloni es cruce de muchos sentires, caminos,
visiones y tradiciones… y él se crece y goza en ese jardín cada día más ancho y
fértil de fraterna comunión que con tanta paciencia, ternura y lucidez ha ido
labrando, junto a todos los que creen en los credos reencontrados.
Las respuestas brotan fáciles de quien contempla la
vida y a Dios, “la Fuente continua de donación y receptividad”, con mirada
inteligente, pero a la vez tremendamente sencilla y generosa. Arrancamos la
charla con el diálogo interreligioso, “la misma Melodía tocadas por diferentes
instrumentos…”, con sus artífices “peregrinos de nuestros días que integran
todas las montañas…”
¿Pueden las religiones, los credos unidos volver a
ser esperanza sobre la tierra?
Durante gran
parte del siglo XX se anunció la muerte de Dios, el final de las religiones.
Sin embargo, las religiones vuelven a tomar su lugar en la plaza pública. Ello
genera desconcierto y esperanza al mismo tiempo. Porque hay un modo regresivo y
otro progresivo de retomar ese lugar que se había perdido: como una nostalgia
del pasado o como una nostalgia del futuro, que son direcciones muy diferentes.
El modo
regresivo sería encerrarse en el pasado y utilizar un lenguaje mítico obsoleto.
Una religión que somete, que impide que la gente no piense por sí misma, es
sumamente peligrosa. La población más secularizada ve con temor esa corriente.
En cambio, para
quienes vemos las religiones como un fenómeno progresivo, como un impulso hacia
delante, entendemos que contienen un legado de espiritualidad, de conocimiento
humano de lo Invisible que es insustituible. Las diversas tradiciones son
portadoras de una sabiduría sobre el origen y fin de todas las cosas que es
necesaria para el proceso planetario en el que estamos viviendo.
Pero las
religiones no pueden vivir sólo de su pasado. Ese es su peligro. Es cierto que
los textos sagrados son irrepetibles y que tienen una unción y una densidad de
revelación que no se puede equiparar con cualquier texto que se pueda inventar.
Esta emanación es constitutiva de su carácter revelatorio, pero a condición de
que no sean utilizados como pretextos para quedarse anclados en la época
cultural en que fueron entregados, en el mundo psicológico al que iba dirigido.
Es absolutamente necesaria e indispensable la actualización de los textos y
abrirlos a su interpretación y aplicación contemporáneas.
La clave
estriba en descubrir el meta-texto que une a todas las tradiciones religiosas
sin que pierdan con ello su especificidad. Hay que preservar su sabor original,
pero aprender a leerlos con claves no excluyentes, ni exclusivistas, que es el
peligro de ciertos textos sagrados.
¿Cómo podemos debilitar las fronteras entre los
credos?
Descubriendo lo
que nos une, no lo que nos separa; descubriendo que las fronteras son sólo
mentales, nacidas del temor para preservar la identidad. La identidad es
necesaria y también el conocimiento del propio contorno. Las fronteras son esos
contornos de identidades. Pero estos límites pueden estar blindados o abiertos;
pueden estar crispados, pendientes sólo de que el otro no absorba mi identidad,
o pueden estar al servicio de descubrir la diferencia enriquecedora de la
alteridad.
Cada piel de
ser humano es esa frontera: donde acabo yo empiezas tú. Pero al mismo tiempo es
abertura: mi acabar es tu empezar. Lo mismo ocurre con las religiones.
¿En la práctica, cómo ensanchamos ese espacio de
encuentro?
Retomo las palabras que acabamos de escuchar de Federico Mayor Zaragoza: pasando de una cultura de la guerra y la autoafirmación a una cultura de la conversación, del encuentro. Con palabras más técnicas, pasando de la palabra dialéctica a la palabra dialógica. La dialéctica nace de la competitividad, empeñados en vencer al otro, mientras que, en el encuentro dialógico, la palabra de uno crece con la palabra del otro. Mi decir se prolonga en tu decir y entre los dos vamos construyendo algo que no estaba ni en ti ni en mí antes de comenzar la conversación. Emerge entonces algo nuevo, que es la epifanía del encuentro. Al final del diálogo estamos más allá de donde estábamos antes de comenzar. Éste es un reto de los encuentros a todos los niveles: religioso, cultural y de valores. Constato que cada vez hay más gente que lo vive así.
El conocimiento
posibilita amor. Sólo amamos lo que conocemos. Es necesario propiciar
encuentros con el otro. No para que me imagine cómo es el otro, sino para que
él se revele tal como es y yo pueda conocerlo. Llegar, por lo tanto, a
descubrirlo no a partir de los fantasmas o prejuicios que proyecto sobre él,
sino a partir de lo que él me dice sobre sí. Ese conocimiento permite amar lo
que se me ha mostrado, no lo que yo había esbozado a partir del miedo.
¿Podemos avanzar en un encuentro más allá del
diálogo?
Es tiempo de muchas cosas a la vez. Todas las iniciativas tienen su lugar y su razón de ser. Es bueno y necesario que haya grupos que desde el interior de cada tradición religiosa -e incluso desde ninguna tradición-, aboguen por un espacio común que trascienda los espacios antiguos. Es bueno que esos espacios existan, pero también es conveniente que en las tradiciones religiosas haya gente que preserve su identidad irrenunciable, sin deseo de dejar de ser ellos mismos. Ese modo de encontrarse es también necesario.
Para que haya
colores secundarios no tienen que desaparecer los primarios. Para que pueda
seguir habiendo gamas de mezcla, tienen que seguir existiendo los colores
elementales, pues sólo con ellos se pueden hacer más colores. Del mismo modo,
la existencia de los colores primarios no priva el que haya secundarios y
terciarios.
¿Cuáles son los límites del diálogo interreligioso?
El blanco es síntesis de todos los colores, pero no puede ser todo blanco. El límite sería evitar una unión a costa de perder el polo de diversidad y especificidad que enriquece esa unión. Entonces nos encontraríamos ante una fusión que crea confusión. Hay que evitar ese extremo, como también el contrario: las posiciones blindadas tan preocupadas por su propia identidad hacen imposible el encuentro. Hemos de lograr una danza entre ambas sensibilidades para que se fecunden una a otra.
Otro modo de
hablar de un límite para el diálogo interreligioso sería no perder la memoria.
Atravesados de futuro, no debemos de olvidar que hay una sedimentación del
pasado muy rica. No podemos olvidar el ayer, como si de repente con nosotros
empezara la historia. Miles de años nos sostienen y no los podemos despreciar.
Hemos de cuidar no perder el legado y ser respetuosos con los procesos. Hemos
de ser audaces y a la vez pacientes. No podemos banalizar la herencia que hemos
recibido y perder la identidad sin más. En el diálogo interreligioso se
encuentran personas fuertemente enraizadas en tradiciones milenarias que desean
que perduren, y al mismo tiempo, están las gentes vinculadas a nuevas formas de
religión. Los dos ámbitos son necesarios. Del mismo modo que es necesario que
en estos encuentros se practiquen los cultos particulares, así como que haya
actos comunes de culto y de celebración que sean transconfesionales.
La unidad a costa de la diversidad es la tentación
de los totalitarismos, mientras que la diversidad motivada por la
incapacidad de encontrarse con el diferente es también un fenómeno enfermizo y
regresivo. Es preciso asumir ambos valores. Lo rico de la aventura en la que
nos hallamos es el encuentro que preserva la diferencia.
Cada elemento
fractal de esa unión en lo diverso ha de cultivarse en sí mismo y cuidar su
identidad, pues de lo contrario acaba perdiendo la fuerza de su singularidad.
Organizar todo esto en la práctica y en lo concreto no es precisamente
sencillo.
¿Cuál es la misión de los seguidores de Jesús?
Devenir Jesús hoy. Convertirse en Jesús. La misión de los seguidores de Jesús es cristificarse, alcanzar el lugar de Jesús, su estado espiritual y existencial en tanto que seres humanos. Saber expresar su mensaje en el lenguaje de nuestra época. Jesús nos invita a ser seres humanos de nuestro tiempo, en nuestro tiempo y más allá de nuestro tiempo.
¿Cómo imaginas a Jesús en nuestros días?
Entrañablemente amable y a la vez terriblemente
molesto; inconfundiblemente cercano y familiar y, al mismo tiempo,
desconcertantemente diferente a lo que imaginábamos. Reconocible, porque Jesús emanaría a Jesús. Sabríamos que es Él, pero
a la vez resultaría impredecible. A lo
mejor Jesús no sería cristiano. Que Cristo no fuera cristiano plantearía,
sin duda, un problema a los cristianos: ¿Cómo reconocer a Jesús más allá del
cristianismo?
Imagino a Jesús a un mismo tiempo crítico y
esperanzador, radical y a la vez de exquisita tolerancia. Reconoceríamos en él una emanación desconcertante de santidad,
incandescencia excesiva debida a la cerrazón de nuestras mentes. Jesús es
reconocible en los corazones abiertos de cualquier tradición y, por lo tanto,
en la medida en que estemos abiertos, los cristianos también le reconoceríamos.
¿Es preciso ejercitarnos con la idea de Cristo más
allá del cristianismo?
Claro. El
problema está en el “ismo”. El “ismo” implica la demarcación de un territorio
en el que todo aquello que no está incluido en lo que conocemos no puede ser
nuestro. El hecho de que Jesús muera más allá de las murallas de la ciudad
mesiánica significa que cualquier intento de apoderarnos del Mesías queda
reventado por la misma realidad de Cristo.
No nos podemos
apropiar de lo sagrado. La muerte y la
resurrección de Jesús suponen el desbordamiento de los límites de la ciudad
mesiánica, del espacio que nosotros hemos asignado a Dios. Jesús nos viene
a decir que no nos pertenece a nosotros en exclusiva. El misterio pascual es el
trascendimiento de los espacios mentales que construimos a nuestra imagen.
Las apariciones
tras la resurrección de Jesús no supusieron un inmediato reconocimiento. Sus
seguidores no tenían categorías para identificarlo, sólo las antiguas. De ahí
el “No me toques, no me retengas” que lanza a María Magdalena. Con ello le
indica que no es Él quien ha de volver al mundo antiguo, sino que es ella la
que debe avanzar hacia Él. Se trata del proceso de renovación que cada persona
y cada generación están llamadas a realizar.
¿Se acomodaría fácilmente Jesús a la estructura
eclesial de nuestros días?
No. Jesús no
pertenecía a la tribu de Leví ni a la dinastía de Sadoc; por lo tanto, no era
sacerdote ni rabino. Era lo que denominamos hoy un laico. ¿En qué tradición
hubiera nacido hoy? Insisto en decir que no tendría que ser necesariamente
cristiano. Ni necesariamente tendría que volver a ser un hombre. A lo mejor
sería mujer.
Jesús no
estaría en contra de la Institución por el capricho de reventarlo todo. El
problema de toda institución religiosa -y por lo tanto, de la iglesia cristiana
y católica- es su pretensión de monopolio sobre Dios, su tentación de acaparar
a Dios, de convertirse en la única interprete, en la única mediación con lo
divino.
Desde la
institución se puede mediar, pero el problema es el querer convertirse en los
únicos mediadores. Ahí es donde entra el pecado, el pecado de la exclusión.
Desde el momento en que Jesús es salvación, es claro que no va a ubicarse en el
marco de la jerarquía. Se sitúa como alternativa para abrir lo que los otros
cierran. Constitutivamente tiene que estar fuera de la institución. Trata de
abrir espacios que la institución no reconoce. De aquí que Jesús se sitúe en el
margen. De lo contrario, no añadiría nada a lo que ya conocemos.
¿Qué es lo que te atrajo de la figura de Ignacio de
Loyola
Sus “y” y no sus “o”. La alternativa no es contemplación o acción, sino contemplación y acción. No es eficacia o pobreza, sino eficacia con pobreza. No es fe o razón, sino fe y razón. No se trata de escoger entre ser idiota y creer, esto es, dejar de pensar porque tenemos fe, ni de pensar a costa de dejar de creer. No, pensamos y creemos a la vez. La fe orienta y unge el pensamiento y el pensamiento articula e indaga en el horizonte que abre la fe.
El carisma
ignaciano supone una integración de las diferentes dimensiones de lo humano.
Los jesuitas somos un poco lobos esteparios, monjes solitarios y a la vez
vivimos en comunidad. De nuevo aquí se da la integración: la individualidad no
se opone a la comunidad, sino que ambas se dan la vez y se fecundan entre
ellas. Se nos cultiva fuertemente la personalidad, pero viviendo en comunidad.
Otro ejemplo: carisma e institución. Nos sentimos vinculados a la Iglesia y a
la vez somos contestatarios.
¿Pioneros también en una vocación universal?
Universales y a
la vez locales. Concebimos la localidad desde la inculturación, esto es,
respetando a las culturas y los valores que contiene cada una de ellas, lo que
permite descubrir nuevas interpretaciones del Evangelio.
A un nivel más
personal, los Ejercicios Espirituales son nuestro camino iniciático para
descubrir nuestro propio lugar en el mundo. El director de los Ejercicios -por
cierto, un nombre poco adecuado porque su labor no es la dirigir sino sólo
acompañar-, es quien da las pautas para propiciar ese proceso de discernimiento;
se trata de hacer un recorrido intransferiblemente personal que el acompañante
ayuda a objetivar.
Esa libertad y
respeto a la decisión personal se ejercita tanto en la vida espiritual como en
el propio gobierno de la Compañía. De aquí el voto de confianza que supone
encomendar una misión a un jesuita o a un grupo de jesuitas. Somos enviados
para impulsar un dinamismo que es diferente según los tiempos y los lugares.
Somos enviados para potenciar vida y liberar bloqueos. Tratamos de promover la
libertad tanto en los procesos personales como colectivos.
¿El cuarto voto seguiría plenamente actual?
El cuarto voto
es un voto de fidelidad a la Iglesia, una cuestión compleja de nuestro pasado. Más
que un voto de obediencia es un voto de disponibilidad para la misión. La
intuición de San Ignacio fue: nos adherimos a ti, Sumo Pontífice, porque tú
tienes la visión de conjunto, tú ves desde la atalaya y dispones de una
perspectiva que va más allá de los estados y de las diócesis.
¿De qué forma influyó Arrupe en tu vocación?
Una de las
razones por las que soy jesuita es el padre Arrupe. En el momento en que
discernía mi vocación él era el Padre General de la Compañía. Me atrajo su “sí”
al mundo. Vi en él que se puede ser un hombre de Dios tanto desplazándose a pie
o en un carromato como descendiendo de un avión intercontinental. Concedía
ruedas de prensa en las que compartía experiencias de Dios, en las que los
mismos periodistas quedaban sobrecogidos. Esas conferencias podían convertirse
en auténticos ejercicios espirituales.
Peregriné a
Roma a los 17 años desde Taizé. En el encuentro que mantuve con el Padre Arrupe
me transmitió que interiormente la pobreza se puede vivir sin límites, por
mucha abundancia que haya a nuestro alrededor. Celebramos este año el
centenario de su nacimiento, celebración que estamos llevando con una cierta
discreción, ya que Roma no está mucho por la labor. Sin embargo, estamos
constatando que el propio pueblo lo está haciendo santo.
¿Fue San Ignacio, por su correspondencia con
misioneros en los otros continentes, un precursor del mundo global de nuestros
días?
Para bien y
para mal, la fundación de los jesuitas coincide con la expansión de Occidente a
África, a Asia y a América. Repito, para bien y para mal, la Compañía de Jesús
fue uno de los instrumentos que favoreció ese inicio de la globalización. Se
dice que San Ignacio es el santo moderno que más kilómetros recorrió a pie. Sus
desplazamientos por la Península, Tierra Santa, Francia, Italia, Países Bajos,
Inglaterra, su vuelta por unos meses a su tierra natal,… los hizo a pie, “solo
y a pie”, como dice en su autobiografía.
San Francisco
Javier es también un gigante de los inicios. De los 11 años que pasó en Oriente
desde que salió de Lisboa, un tercio del tiempo trascurrió en el mar. Casi
cuatro años navegando de un lado a otro, con lo impaciente que él era.
Gobierno de grandes universidades y a la vez
compromiso con los más desheredados… ¿No son dos mundos dentro de la Compañía,
no hay descarnamiento?
Volvemos a las “y”. Puede haber desencuentro y confrontación entre esos ámbitos, pero forma parte de la vida de la familia el que haya debates internos e intensos. Lo importante es que podamos estar en los dos mundos y que fluya la misma savia.
Volvemos a las “y”. Puede haber desencuentro y confrontación entre esos ámbitos, pero forma parte de la vida de la familia el que haya debates internos e intensos. Lo importante es que podamos estar en los dos mundos y que fluya la misma savia.
¿Fluye?
Fluye. Los años posconciliares fueron tensos y rugientes. Con el paso del tiempo hay más serenidad en la misma Compañía y reconocimiento de que entre todos nos complementamos.
Fluye. Los años posconciliares fueron tensos y rugientes. Con el paso del tiempo hay más serenidad en la misma Compañía y reconocimiento de que entre todos nos complementamos.
En eso consiste
la incomodidad y a la vez la gracia de ser jesuita: en ejercitarnos en la
capacidad de integrar los contrarios. Eso es complejo, aparentemente
incoherente; sin embargo, hay gran riqueza en ello.
¿En el compromiso con los pobres, no se ha cruzado
en algún momento la raya y abrazado un exceso de visceralidad?…
Yo creo que nos
hemos quedado cortos. Muy pocos jesuitas se pasaron. Los que persistieron en su
exceso acabaron dejando por sí mismos la Compañía. Llega un momento en el que
si vives con resentimiento algo se te rompe por dentro.
El lenguaje
marxista era duro, pero lo era mucho más la situación que se vivía en la
América Latina de los setenta y ochenta. Nos cuesta comprender lo que fueron
aquellas dictaduras brutales, que, además, se amparaban en principios
cristianos.
La Teología de
la liberación es una opción preferencial por los pobres, opción que no es
excluyente. Detrás de ello hay una gran ternura por el dolor de los últimos, de
los desamparados. En determinadas situaciones, ese dolor se puede expresar en
términos beligerantes. Como dice Mario Benedetti, “todo depende del dolor con
que se mira”. La Teología de la Liberación nace de compartir ese dolor con los
que sufren la violencia de los poderosos. Sin embargo, no es América el
continente que más me atrae…
¿Ahora te vas a África?
Sí, me han
pedido que asesore un encuentro con jesuitas africanos para ver cómo se pueden
traducir los Ejercicios ignacianos a la simbología aborigen. Pero África la
conozco muy poco. Asia es el continente que me fascina. Allí todo es Presencia.
¿Dónde encuentra Melloni esa Presencia?
En la inocencia
de la gente sencilla, en sus rostros llenos de luz, en sus miradas
transparentes. “¡Te bendigo Padre porque has ocultado esta inocencia a los
sabios y entendidos y la has revelado a los humildes…!”, me digo a mí mismo,
parafraseando las palabras de Jesús, y deseando recuperar esa inocencia.
Inocencia que percibo aún en muchas personas, también en Occidente.
Pero la India
me produjo un “shock”, pues esa pureza primigenia aún está allí, brotando a
borbotones de los rostros de las personas. Hace diez años realicé una primera
estancia de un año. En los primeros meses, me lo pensaba mucho antes de salir a
la calle; tomaba aire antes de hacerlo, porque aquello era una verdadera
jungla: multitudes hacinadas en las aceras; tránsito caótico entre vacas,
cabras, carros, triciclos motorizados; indumentarias de lo más diversas;
mendigos, saddhus, templos, colores y olores de especias, inciensos y
excrementos, calor abrumador o lluvias torrenciales,… Todo ello tanto en las
grandes ciudades como en las pequeñas poblaciones.
Pero al cabo de
unos meses salía a las calles a ser bautizado por las miradas de la gente.
Salía a mirar y a ser mirado, a sentirme humano entre los humanos, sin nada que
ocultar o proteger, sin nombre, cargo ni atributo… Era simplemente un ser
humano entre otros seres humanos, compartiendo el milagro de existir, sin nada
que ganar o perder, sólo celebrando el don de ser.
La calle allí
significa otra cosa. Quien vive en la calle en la India vive acompañado. No es
lo mismo que los “homeless” que nosotros conocemos, que han quedado totalmente
al margen del círculo de la vida. Se trata de otra cosa. Cada pequeña fuente es
una fiesta. ¿Qué problema es que no haya agua corriente en la casa, si está
compartida en la esquina de la calle?
¿Lo sagrado está más presente allí en la India?
Los indios están muy receptivos y abiertos a la trascendencia. Todo es sagrado para ellos. Por lo que a nosotros respecta, no sé si hemos perdido esta apertura o si la hemos tenido alguna vez. Hemos desarrollado culturas muy distintas. Hay muy pocos lugares en nuestra geografía que no hayan recibido el impacto de la modernidad, lo cual se traduce en la capacidad de producción y de manipulación. Nos hemos ido llenando de cosas a costa de embotarnos y de perder el contacto con la inmediatez de la vida.
Todo lo que
había aprendido desde pequeño como signo de buena educación -ir calzado, con
camisa, comer con cubiertos, sentarse en la silla “como Dios manda”…-,
resultaba improcedente en la India. Allí, me tenía que descalzar, quitarme la
camisa, comer con las manos y en el suelo… Descubrí una relación de inmediatez
con las cosas que había perdido y comencé a disfrutar de una gran libertad…
¿Cómo podríamos recuperar de nuevo ese sentido de
lo sagrado en Occidente?
Para ello es preciso recuperar la capacidad de agradecimiento. Si todo lo que tenemos lo disfrutáramos conscientes de que es puro don, descubriríamos el gozo de la gratitud.
He vivido en
India experiencias fascinantes de encuentros silentes con grupos de personas en
los que simplemente nos mirábamos sonriéndonos mutuamente, celebrando el mero
hecho de ser humanos en un momento y espacio determinados. Nos manifestábamos
abiertos al otro, reconociéndonos hermanos, recibiéndonos de una Vida que tomaba
forma en un tú y en un yo. En esos instantes, en medio de la naturaleza, más
allá de todo, éramos Uno con formas diferentes. Ese momento es una de las cimas
de experiencia humana y espiritual que he vivido.
Experiencias de
este orden difícilmente ocurren en nuestras tierras. En el cristianismo la
naturaleza no está sacralizada como teofanía. El cristianismo es
primordialmente antropocéntrico, aunque podamos encontrar en su historia seres
como San Francisco de Asís…
A pesar de
todo, estoy convencido de que todavía somos capaces de mucha inocencia y
ternura en nuestro mundo.
A lo largo de
todos estos años, ¿has tenido tu “caída del caballo” o tu compromiso en la fe
ha sido una evolución paulatina?
Mi experiencia
fundante sucedió a los 14 años, en una misa a la que fui solo, el día de Todos
los Santos. En el momento de comulgar se produjo en mí una explosión. Todo era
amor y no había más que amor por todas partes, formas de amor, piélago de amor,
amor por arriba, por abajo… “¡Señor, dije, quiero ser tuyo! ¡No hay causa
humana mayor a la que pueda entregarme después de haber recibido esto de ti!”.
Hubiera salido a la calle y parado los coches diciendo a la gente: “¡Todo es
amor! ¡Somos de amor para amor!”. Deseé ser llevado para siempre al Lugar de
donde procedía tanta plenitud. Después comprendí que se me había dado para
comunicar a los demás esta experiencia, esta certeza. Así empezó mi aventura:
con una anticipación del Final.
Lo que me
atrajo de la Compañía es su “sí” al mundo contemporáneo. Es este mundo el que
hay que transformar, sin clericalismos, sin cerrazón… Ahí entra el padre
Arrupe. Esa “nostalgia del futuro” era lo que me atraía y me sigue atrayendo de
la Compañía.
En los años de
formación, que se hicieron largos, lo que me sostuvo en tiempos de crisis fue
el nombre de Jesús. Me reconfortaba pensar que aspiraba a formar parte de los
compañeros de Jesús, que iba a ser de Jesús. Sentía que estaba donde debía
estar. Lo sigo sintiendo.
¿También te habrá sostenido esa experiencia sublime
que viviste a los catorce años?
Eso está ahí y es intocable. Puede pasar lo que sea, que nada puede ni podrá dañar eso. Es sagrado, incólume. Eso “es”, lo demás se va acercando hacia ahí.