José M. Castillo S.
www.religiondigital.com/090614
Hace tiempo no paro de
darle vueltas a este asunto. Más de una vez he dicho que el problema no es el
papa, sino el papado. Ahora caigo en la cuenta, después de estar unos días en
Roma, de que estamos ante un problema mucho más grave. Un problema que - a mi
modesto entender - muchísima gente no imagina. Lo digo ya. Y lo digo
claramente. El problema no es ni el papa, ni el papado. El problema es la
religión, que el papa y el papado representan.
Es verdad que el papa
actual, el papa Francisco, es en este momento uno de los hombres más
importantes del mundo. Es cierto también que este papa ha tenido (y tiene)
tanta resonancia, en amplios sectores de la opinión pública mundial, porque la
gente palpa en él una cercanía, una humanidad y una bondad que no es frecuente
encontrar en los hombres importantes que gobiernan este mundo. Esto es así. Y
nadie lo pone en duda.
Sin embargo, esto que
está tan claro es precisamente lo que nos enfrenta al problema de fondo. Porque
es evidente la preocupación del papa Francisco por los que sufren en el mundo.
Pero, tan evidente como esa preocupación bondadosa del papa, está patente
también la fidelidad religiosa del papa a la institución que representa, la
Iglesia Católica Romana, regida y controlada por la Curia Vaticana.
El papa Francisco
quiere, sin duda alguna, estar cerca de los que sufren. Pero quiere estar cerca
de ellos desde la lejanía que representa para ellos la grandeza, la solemnidad,
el enigma de la Ciudad del Vaticano, la ciudad sagrada, la ciudad por
excelencia de la religión. La religión que seduce a la gente. Pero que, al
mismo tiempo, es generalmente aceptada como un sistema de rangos, que implica
dependencia, sumisión y subordinación a superiores invisibles.
El papa Francisco sabe
estas cosas. Y sufre con estas cosas. Porque en sus carnes soporta la
contradicción que lleva en sí mismo el cargo que ocupa. La contradicción que
implica recibir a los pobres en la plaza de san Pedro, y a continuación recibir
a los que oprimen a los pobres en el palacio papal. Lo que, en última
instancia, equivale a potenciar la estabilidad del sistema establecido. La
estabilidad que encuentra su garantía última en la autoridad invisible del
poder más alto. Y es evidente que, para muchos ciudadanos del mundo, el
representante visible de ese poder invisible es el papa.
¿Puede un papa, este
papa, darle un giro tan radical y tan fuerte al papado, que no sólo modifique
el gobierno de la Iglesia, sino que, sobre todo, el mundo entero pueda ver la
coherencia y la armonía entre lo que el papa dice y lo que el papa hace?
Reconozcamos que eso no
está al alcance de un solo hombre. Sobre todo, si sabemos que ese hombre - el
jesuita Jorge M. Bergoglio - está teniendo resistencias muy fuertes dentro de
su propia casa. Por eso yo no paro de preguntarme: ¿será posible desalojar del
Vaticano los interminables y detallados rituales, que legitiman y justifican
tantos cargos, tantas codicias, tantos puestos de mando, ocupados (no pocas
veces) por gente mediocre, y poner en su lugar el Evangelio de Jesús, que es
tanto como poner, en el centro mismo de la Iglesia, la bondad de Jesús como
sistema de gobierno?
Yo sé que todo esto es
una utopía. Pero, ¿no fue también una utopía el Sermón del Monte (Mt 5-7), el
juicio final que anunció el evangelio de Mateo (Mt 25), la vida entera de
Jesús? Es cierto. Aquello fue una asombrosa utopía. Y sin embargo, es aquella
utopía la que (sea como sea) guía los pasos del papa Francisco, en este
momento, tan dramático como decisivo para el futuro de la Iglesia. Y quizá del
mundo.